El corazón helado (121 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—¿Cómo estás?

Raquel se despertó mucho antes de atreverse a abrir los ojos. Detecté el cambio de ritmo de su respiración, contemplé un giro característico, percibí el roce de sus pies contra los míos, y ninguna de estas señales, cuya ausencia había definido todos mis despertares de los dos últimos meses, me conmovió tanto como la terquedad de sus párpados cerrados. Raquel se despertó mucho antes de atreverse a abrir los ojos, pero se atrevió a acercarse a mí, me abrazó antes de preguntarme cómo estaba, y sólo entonces me miró.

—Bien —contesté, pero no era verdad.

—No, no estás bien —me dijo—. No puedes estar bien. Yo lo sé, lo sabía, por eso me marché. Y no pensaba volver, ¿sabes? No habría vuelto si tú no me hubieras buscado tanto.

—Porque te despediste de mí —la peiné con los dedos, le acaricié la cara, me asombré de lo guapa que era por las mañanas—. Si no querías que te buscara, no deberías haberlo hecho.

—Pero yo te quiero, Álvaro. Necesitaba que lo supieras.

—Yo necesitaba saberlo.

—Sí, pero ahora ya no vale para nada, ¿no? —tenía los ojos secos, el rostro tranquilo, y sin embargo, desde que habíamos vuelto a estar juntos, no le había escuchado pronunciar ninguna frase más triste que aquélla—. Nada sirve para nada. Eso también lo he pensado, he tenido mucho tiempo para pensar. Tú ya nunca te fiarás de mí, nadie lo haría, y no será culpa tuya, desde luego, todo es culpa mía, ya te lo dije anoche, todo. Pero no hay manera de arreglar esto. Lo he pensado mucho, le he dado muchas vueltas, lo sé. Me he equivocado demasiadas veces, demasiadas. Y tú no te lo merecías, tú no te mereces...

—Vámonos de aquí.

Ella, abismada todavía en el implacable escrutinio de sus errores, el único discurso en el que parecía hallar algún consuelo, me miró con los ojos muy abiertos.

—Vámonos de aquí ahora mismo —repetí—. Vámonos ya. Vístete y vámonos.

La última vez que le pedí que nos fuéramos juntos, se había quedado paralizada, petrificada por aquel verbo. Ahora, en cambio, obedeció muy deprisa, con la diligencia de una niña dócil, contenta de poder ser útil.

No coincidimos con nadie en los pasillos ni en el ascensor. El portero tampoco estaba en su puesto, eran las dos y media. Cuando salimos a la calle, el aire caliente nos sumergió de golpe en la realidad vaporosa, sofocante, de la que habíamos permanecido ausentes en aquel pulido limbo de aire acondicionado.

—¡Qué calor hace!, ¿no? —me miró y asentí con la cabeza, porque estaba de acuerdo con ella pero, sobre todo, porque la trivialidad de aquel comentario me sentaba bien.

Era verdad que, tarde y a destiempo, hacía calor. El sol caía sobre nosotros como si pretendiera aplastarnos contra las aceras, y no era sólo el sol, también el ruido, el humo, los tubos de escape de los coches, los niños incómodos con sus mochilas, arrastrando los pies de vuelta al colegio, una pareja de cincuentones que se besaba con furia en una esquina, acordes de la sintonía electrónica de una máquina tragaperras al pasar por un bar, tres ejecutivos muertos de risa en la puerta, una madre que regañaba a su hijo, otra que paseaba a dos mellizas en un cochecito, más gente que chillaba o se reía, dos conductores disputándose a gritos una plaza de aparcamiento, fragmentos de conversaciones, ecos de bocinas, la calle, la vida, las virtudes del caos, su efecto analgésico.

—Sí —sonreí, y le pasé un brazo por los hombros, y advertí que los encogía un instante al percibir el peso de mi brazo—. Hace mucho calor.

Raquel había acertado al citarme en aquella casa ajena, que ahora, en la calle, parecía tan falsa, tan ficticia como un decorado. Los dos sabíamos que todo sería más fácil al otro lado, más allá de las paredes de cristal, del oasis del aire acondicionado, una atmósfera sin más olor que el de los lugares deshabitados. Se había equivocado muchas veces, había cometido demasiados errores, pero en eso había acertado. Bajamos por Jorge Juan en línea recta, sin hablar, percibiendo el calor, el ruido, los olores de la calle, y no íbamos a ninguna parte excepto a la otra mitad de Madrid, que era la nuestra. Cuando empezamos a verla al otro lado de Recoletos, la realidad se impuso un poco más sobre el silencio.

—Tengo hambre.

Sólo después de decirlo me miró, y yo volví a sonreír.

—Siempre tienes hambre, Raquel.

—Pues sí, pero... —me miró como si tuviera que arrepentirse también de eso—. ¿Tú no tienes? Ayer no cené, hoy no hemos desayunado, y ya son las tres.

—La gente en España come a esta hora —recordé, y la vi sonreír—. La verdad es que me vendría bien tomarme un café.

—¿Nada más que un café?

Nos sentamos en una terraza y ella retuvo con un gesto de la mano al camarero que vino a dejar las cartas.

—No se vaya, que vamos a pedir ya. Dos cafés con leche, una botella de agua sin gas y para mí, una tosta de jamón ibérico pero de las grandes, de las de hogaza, y un pincho de tortilla.

—¿Sólo o con pan?

—No, no, con pan... —entonces se volvió hacia mí—. ¿Y tú, qué quieres de comer?

—Pues... No sé. Otro pincho de tortilla.

Pero la realidad no iba a ser tan clemente con nosotros como parecía. Cuando el camarero nos dejó solos, miré a Raquel y ella me devolvió una mirada expectante que había contemplado muchas veces, como la había tenido muchas veces sentada enfrente, al otro lado de las mesas de muchos bares, de muchos restaurantes, y había percibido muchas veces la presión del hambre sobre su voz, esa ilimitada solvencia con la que daba órdenes a los camareros para agradecerles después su atención con tanto énfasis como si tuviera algo que hacerse perdonar, pero todo era distinto, y no era sólo eso. Veinticuatro horas antes, y cuarenta y ocho, y setenta y dos, y noventa y seis, y ciento veinte horas antes, y así hasta una cifra difícil de manejar, yo habría dado cualquier cosa por estar allí, por estar con ella. Su desaparición había reducido mi vida a esa frase, cualquier cosa por Raquel, cualquier cosa a cambio de Raquel, cualquier cosa para llegar a Raquel, por llegar con ella a una cama, una noche, una mañana, las tres en punto y tengo hambre, cualquier cosa por volver a escuchar que tenía hambre, por sentarme frente a ella en una mesa, por verla comer. Yo habría dado cualquier cosa por todas esas cosas, que eran la alegría, y ahora las había recuperado, pero la alegría ya no estaba allí, y no sabía qué hacer con ellas.

—Te lo dije —cuando se cansó de esperar, su mirada se apagó, se volvió inquieta y rebotó en el cielo, en la mesa, en los coches, en los árboles, antes de volver a mí—. Te dije que era muy difícil, que va a ser muy difícil...

—No es eso, Raquel —no era sólo eso, pero decidí ahorrarme, ahorrarle el adverbio—. Tú estás viva, puedo hablar contigo, hacerte preguntas, escuchar tus respuestas, quedarme contigo o marcharme. Tú estás viva y eres un problema pequeño —las velas a medio consumir alrededor del jacuzzi, el consolador de goma morada que parecía relleno de una especie de gel, las pastillas azules en aquella cajita de plata con la tapa rayada—, un problema relativamente fácil de resolver. Pero hay más, mucho más. Tanto que ni siquiera he podido hacerme a la idea. Y eso sí que es difícil.

Decirlo en voz alta me ayudó a comprenderlo, pero no me señaló ningún camino por donde seguir, y me quedé callado, calculando en qué medida era verdad lo que acababa de decir, lo que quería creer, lo que me salvaría o no, lo que salvaría, o no, a Raquel conmigo. Mi padre había sido un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser ninguno de sus hijos, recordé, y yo quien mejor lo sabía, porque era también el hijo que más se había alejado de él, el único que no se había esforzado en parecérsele. Ambas cosas seguían siendo verdad, nunca lo habían sido tanto cuando el camarero vino corriendo con los cafés y los pinchos de tortilla, ahora mismo le traigo el jamón, dijo, y Raquel ni siquiera le miró, me miraba a mí, volcaba sus ojos sobre los míos con una expresión radical, que era entrega, y era miedo, y era amor, también amor, y que yo conocía bien. Muy bien. Antes sentía que con aquella mirada quería decirme que su vida estaba en mis manos, e intuía que era eso exactamente lo que sucedía. Ahora ya lo sabía todo, a un lado y al otro de aquellos ojos que me quemaban, que me dolían, y que deberían ser capaces de curarme.

—¿No vas a comer? —el camarero acababa de ponerle delante una rebanada de pan tan grande como la mitad de la mesa, pero ella ni siquiera había cogido los cubiertos.

—No tengo hambre.

—No me lo creo —sonreí.

—En serio... —pero parecía a punto de llorar otra vez—. Se me ha pasado.

Hice una pausa para mirarla, y miré el paseo, los coches, el cielo, a un par de amigas que hablaban como cotorras en la mesa de al lado, vi al camarero y enseguida dejé de verle, tan deprisa se movía, y volví a mirar a Raquel, la línea de su mandíbula, su barbilla, la perfección vertical y tierna de su largo cuello, sus ojos grandes y de un color extraño, oscuros pero verdosos, una chica lista, una belleza secreta, una mujer tan guapa que había que mirarla dos veces, y mirarla con atención, para llegar a verla, porque la impecable armonía de sus rasgos se negaba a los ojos que no la merecían. Estaba viendo a Raquel, la estaba mirando, y era todo tan triste, todo tan oscuro, todo tan seco, tan gris, tan sucio, tan temible, y nosotros nos reíamos tanto, solíamos reírnos tanto, nos habíamos reído tanto, que ningún otro momento llegaría a ser nunca peor que aquél, más áspero que aquel temor, más negro que aquella luz, más ruidoso que aquel silencio.

—Come, Raquel —escuché el sonido de mi voz y me asombré de que me hubiera obedecido, de que mi lengua y mi garganta hubieran generado el sonido que yo les había ordenado producir—. Come, por favor.

—Si es que no tengo hambre...

—Come —yo lloro muy poco, la noche anterior no había llorado, pero presentía la aparición de mis propias lágrimas y no estaba dispuesto a dejarlas escapar, no con Raquel, no a su lado, no todavía, aunque tuviera que cargar también con ella, aunque mis hombros estuvieran gritando que ya no podían soportar el peso de tantos cadáveres—. Empieza a comer ahora mismo. Vamos.

—Qué mandón te has vuelto, Álvaro... —cortó una tercera parte de la tostada, amontonó encima el jamón que se había desparramado al separarla del resto, se la acercó a la boca, la mordió, e insinuó una mueca cercana a la risa, una risa amarga, triste, con la boca llena, como si acabara de darse cuenta de lo que acababa de decir—. ¡Qué tontería!, ¿no?

—Sí —yo tampoco tenía hambre pero me obligué a comer, y mientras empezaba a masticar, me alegré de haberlo hecho—. Me gustan las tonterías. Cuéntame alguna más.

—¿Como... cuál?

—No lo sé, me da igual —estaba desconcertada, preocupada, tenía miedo, y no me gustaba que me tuviera miedo—. Habla, Raquel, cuéntame algo, cualquier cosa, lo que sea.

—Pero es que no sé...

—Habla —se quedó congelada, pensando, con la comida en la mano, pero yo no podía pararme, no podía esperarla, no podía soportar otra vez el ruido del silencio en los oídos—. Cuéntame qué le pedías a los Reyes de pequeña, cuáles eran tus juguetes favoritos, qué profesores te caían mal, lo que sea, me da lo mismo.

—A mi casa sí venían los Reyes de pequeña —sonrió, cerró los ojos, negó con la cabeza, volvió a abrirlos—. Quiero decir que cuando yo era pequeña, sí que venían los Reyes a mi casa. O sea, que aunque viviéramos en Francia, mis padres celebraban los Reyes y no Papá Noel, ¿comprendes? —asentí con la cabeza—. Es que estoy muy nerviosa, Álvaro.

—No importa —me había terminado sin ganas la mitad de la tortilla y sin ganas, pero con pan, empecé con la segunda—. Sigue hablando.

—Eso era muy típico de ellos, ¿sabes? Lo de mantener las costumbres de aquí, como las uvas, por ejemplo. En Nochevieja comíamos uvas, y mi abuela Anita siempre se quejaba, con lo carísimas que están, decía, y el trabajo que cuesta encontrarlas —entonces se le cayó una lágrima del ojo izquierdo, una sola, pero se la secó enseguida, y siguió comiendo, y hablando para mí—. En casa de mis abuelos había un reloj con carillón, de esos que dan las campanadas. Estaba en el salón y, claro, después de cenar, todos teníamos que levantarnos para irnos al salón, cada uno con sus uvas. Un año, mi abuelo Ignacio llamó a mi otro abuelo, Aurelio, que vivía aquí, en Torre del Mar, y escuchó las campanadas de la Puerta del Sol por teléfono, pero acabó cuando nosotros íbamos por la cuarta o la quinta, y todos protestamos mucho y ya no lo volvió a hacer... ¡Uy! —se tapó la boca con los dedos de la mano izquierda, apretó los párpados, se mordió el labio inferior y me miró como si acabara de cometer un pecado imperdonable—. Qué tonta soy, a lo mejor te sienta mal que te cuente eso... Puedo contarte cosas del instituto, mejor...

—No —la naturaleza de su miedo y aquella repentina adicción a la culpa me hicieron sonreír de verdad, sin proponérmelo de antemano—. Eso me gusta.

—¿Sí? Pues eso, que, claro, a mis amigas del colegio lo de las uvas les sonaba muy raro, y lo de los Reyes también...

Cuando pedí la cuenta, ya habíamos llegado a un supermercado de plástico con ruedas, toldo a rayas y registradora con billetes y monedas, que había sido su juguete favorito a los siete años y habría podido serlo durante muchos años más si no se lo hubieran destrozado en la mudanza.

—Fue lo único que rompieron, ¿te lo puedes creer? Bueno, eso y una lamparita horrorosa con una pantalla como de ganchillo, que mi abuela Rafaela le había mandado a mi madre un poco antes. La había tejido una amiga suya, pero a ella no le gustaba nada, así que... Pero yo me llevé un disgusto enorme, y lo peor es que no me lo explico, porque era de plástico, ¿sabes?, no sé cómo pudo rajarse entero, de punta a punta... ¿Nos vamos?

—Sí —yo había pagado la cuenta y me levanté primero—. ¿Cogemos un taxi?

—Vale.

Le di al taxista la dirección de su casa y ella no dijo nada. La radio del coche estaba encendida en una emisora que emitía un especial de música de los ochenta y nos liberó de la obligación de seguir hablando. Raquel se dejó caer sobre mí, me cogió de la mano, y empezó a canturrear que me buscaría en Groenlandia, en Hawai, en el Tíbet, en Japón y en la isla de Pascua. Podría haber sonado cualquier otra canción, pero estaba sonando precisamente ésa, y cuando terminó, pusieron un éxito de otro grupo pero de la misma época, horror en el hipermercado, terror en el ultramarinos, mi chica ha desaparecido y nadie sabe cómo ha sido... Al terminar el estribillo, mi chica me miró y los dos nos echamos a reír al mismo tiempo. Era la primera vez que nos reíamos desde que nos habíamos vuelto a encontrar, pero los dos nos dimos cuenta a la vez, y aquella risa nos dejó, me dejó a mí, al menos, un poso de melancolía en el paladar. Entonces el taxista enfiló la calle Conde-Duque, ella sacó el monedero del bolso y no me dejó pagar. Tengo mucho suelto, dijo.

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