Mi vida había cambiado tanto, tan deprisa, como si mi pasado perteneciera a la memoria de otro hombre. Y sin embargo era mi memoria quien me acompañaba, mi memoria la que me bombardeaba sin cesar con imágenes, con gestos, con palabras viejas y recientes, todas antiguas ya, todas inútiles, y sobre todo, sobre todas, la alegría y la duda, la emoción y el cansancio del hombre que había llegado a aquella casa sólo unas horas antes. Aquel hombre solía ser yo, había sido yo, pero ya no lo era. Y ya no sabía quién era, qué podía esperar, qué esperaba, qué tendría que hacer, qué iba a hacer cuando la mujer que dormía a mi lado se despertara. Perdóname, Álvaro, por favor, perdóname, perdóname... Yo no había contestado, no había podido contestar, pero la había abrazado, la había besado, la había apretado contra mí y había mantenido la presión durante mucho tiempo. Yo amaba a esa mujer, eso lo sabía, lo sabía mi cuerpo, lo sabían mis ojos, lo sabían mis manos, y la única parcela de esa memoria misteriosa, ajena, que aún podía reconocer como propia. Lo único que sabía era que yo amaba a esa mujer, y sin embargo, no sabía qué hacer, qué decir, qué decisión tomar cuando se despertara. Entonces era casi de día y Raquel se quedó dormida, pero a mí me costó más trabajo dormirme.
—No te equivoques, Álvaro —me dijo cuando parecía que todo había pasado y no había hecho más que empezar—, no fue una venganza. Yo no quería, no podía vengarme. Había pasado demasiado tiempo, yo estaba demasiado lejos de París, de la derrota, de la victoria, de 1946, de 1947... No lo digo para defenderme, no es eso, al contrario. La venganza es noble, porque es una pasión. Una pasión torpe, débil, inútil siempre, porque jamás devuelve lo que se ha invertido en ella, pero una pasión, y yo... Yo lo hice todo sin pasión, Álvaro, por puro cálculo. Soy economista, ya lo sabes.
Y siguió cortando todos los atajos, despojándome de todos los consuelos, señalándome, uno por uno, cada bache, cada zarza, cada pantano que accidentaba la única salida del laberinto. Abrumada ya por el agotamiento físico que sucede al cansancio moral, hablaba con serenidad, sin compasión por mí ni por sí misma.
—Cuando leí el nombre de tu padre en aquel contrato, yo no tenía ni idea de la historia de Paloma. Sabía lo de su marido, sí, sabía que una prima suya lo había entregado, y que lo habían fusilado, y que le había escrito desde la cárcel una carta de mucho amor, eso sí lo sabía, lo había oído contar muchas veces. Mi abuelo siempre decía que no había visto nunca a un hombre tan enamorado de una mujer como su cuñado de su hermana. Y la conocía a ella, una mujer muy rara, que parecía mucho más vieja que sus hermanos y casi no hablaba. Siempre la había visto sentada en un sillón, en casa de su hermana María, que era estupenda, simpática, divertida y muy buena cocinera, y tenía una casa con jardín, llena de hijos, y de nietos, y un marido que me caía tan bien como ella, el tío Francisco, que era de un pueblo de Toledo y...
Entonces me miró, negó con la cabeza como si quisiera morderse la lengua y se calló de repente.
—¿Y qué? —pregunté yo.
—Nada. Es que iba a decir una tontería.
—¿Cuál?
—Pues... —volvió a negar con la cabeza, me miró y respondió a mi pregunta—, pues iba a decirte que el tío Francisco hacía mazapanes para todos en Navidad. Y que a mí no me gusta el mazapán, pero siempre me comía una figurita delante de él, cuando íbamos a su casa, a recogerlas, para no darle un disgusto. Y que eso era lo que sabía, nada más. Cuando mi abuela me contó lo que había pasado, pues... Entendí mejor la vida de Paloma, aquella muerte en vida, pero sólo en la teoría, ¿sabes?, porque yo estaba ya demasiado lejos de París, de la victoria, de la derrota, de todo. Y de las viudas trágicas, esa exageración, tanto dramatismo, la vida negra de los lutos perpetuos... En la teoría lo entendí mejor, en la práctica, sólo me sirvió para confirmar que la venganza es un mal negocio. Estoy hasta los cojones de la guerra civil, cantaba mi padre todos los domingos, cuando volvíamos a casa después de comer. Mi abuela Anita siempre hacía paella los domingos para invitarnos a todos, ¿sabes?
—Mi madre también hace paella los domingos —sonreí, y a pesar de todo ella me siguió—. Y también nos invita a todos.
—Sí, en fin, ya se sabe que la paella está por encima de cualquier cosa... —entonces fue ella quien sonrió primero, y yo después—. Pero cuando nosotros salíamos a la calle, mi padre cantaba eso, estoy hasta los cojones de la guerra civil, y mi madre y mi tía Olga hacían de coro, chimpún, chimpún, y los niños nos reíamos, porque aquello era como blasfemar para los católicos, una barbaridad, algo que no se podía decir, que no se podía pensar siquiera... Estoy hasta los cojones del Quinto Regimiento, chimpún, chimpún... Nos partíamos de risa, y mi tío Hervé, el marido de Olga, que era francés y no entendía nada, nos miraba como si estuviéramos locos. Quizás estábamos locos, pero esa locura me impidió entender la historia de Paloma, las palabras de mi abuelo, para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender... —y de pronto se extinguieron todas las sonrisas—. Yo no quería vengarme, Álvaro. Eso habría sido mejor, más noble, más honrado. Pero yo soy peor que mis abuelos, soy peor que Paloma, o lo era, al menos, cuando empezó todo esto. Todos somos peores, ¿no?, los españoles de ahora, peores que los de antes. Este país no ha hecho más que degenerar, ¿te acuerdas? Eso estabais diciendo Berta y tú aquella noche, cuando dije que me estaba mareando porque no podía seguir escuchándote, Álvaro, porque me estaba poniendo enferma de pena, y de vergüenza. Tú hablabas de tu abuela y yo me despreciaba tanto a mí misma que no podía soportarlo más. Yo no quería vengarme, yo soy una española peor, de las de ahora, y sólo quería hacer un buen negocio, ganar mucho dinero, pegar el pelotazo de mi vida, ni más ni menos, con las espaldas cubiertas, eso sí, por la memoria de unas pasiones tan viejas que ni siquiera las entendía. Pero tu padre murió antes de tiempo, y todo se fastidió. Eso fue lo que pasó, Álvaro, no te equivoques.
Entonces se paró, me miró, soltó la sábana que había estado torturando con la punta de los dedos mientras hablaba y estudié sus pliegues, uno por uno, sin encontrar nada que decir. De todo lo que había aprendido aquella noche, lo que menos daño me hacía era la actuación de Raquel, fría, sí, y más que eso, astuta, despiadada, pero no como la de mi padre, como la de mi madre, como la de mi abuela Mariana, y a ellos no los podía rechazar, no podía abandonarles. Mis padres siempre serían mis padres, no podía tomar la decisión de apartarlos de mi vida, pero ella no había contado con eso, no se estaba dando cuenta de lo que yo pensaba, de lo que yo sentía en ese momento.
—Todo esto no iba contigo, Álvaro, no iba contra ti. Yo no podía saber que vendrías tú a verme, ni siquiera estuve segura de quién eras cuando llegué al cementerio, el día del entierro, y te encontré solo, lejos de los demás. Te pareces mucho a tu padre, eso es verdad, eres idéntico a él, como una copia del Julio Carrión que yo había visto en fotos, fiestas de cumpleaños y comidas de Navidad, posando con los demás como si fuera de la familia, pero pensé que igual eras un sobrino o algo así, porque no era lógico que no estuvieras con tu madre. Tuve que contar a tus hermanos, a tus cuñados, para darme cuenta de que faltaba uno, y hasta que no te vi abrazar a los demás, al final, no me quedé tranquila. Buscaba al único niño moreno que vivía en aquella casa a la que había ido a merendar cuando tenía ocho años, y eras tú, pero no quería que me vieras. No quería que me viera nadie, quería miraros a vosotros, solamente. Para eso fui al entierro de tu padre, para veros la cara, para saber cómo era tu madre, para prepararme mejor. Pero todo salió al revés.
Hizo otra pausa y cuando la miré, vi que me estaba mirando, que alargaba los dedos de la mano derecha con cautela hacia los míos, y los acariciaba, los posaba sobre ellos, muy despacio, los avanzaba hasta rodear mi mano y recibía su presión con un gesto de alivio.
—Todo esto no iba contigo, sino con tu madre. Yo iba contra tu madre... —entonces fue ella la que apretó mi mano, y cerró los ojos, y negó con la cabeza varias veces—. ¡Qué horror!, ¿no? —intentó sonreír y no le salió bien—. Qué manera tan horrorosa de defenderme, no iba contra ti, sólo quería hundir a tu madre... Y sin embargo... Sin embargo, tú lo has cambiado todo, Álvaro. Y eso es lo más ridículo, lo más absurdo, porque yo tenía un plan para ganar mucho dinero, y tu madre no se habría enterado si tu padre no se hubiera muerto antes de tiempo, pero de alguna manera, ella le heredó. Cuando él desapareció, yo me volví contra ella y nunca va a saberlo, no se va a enterar de nada porque apareciste tú y todo salió al revés, y eso es bueno para todos menos para ti, que eres el único bueno... Tú has salvado a tu madre, que no se merece vivir tranquila, y me has salvado a mí, porque si no lo hubieras estropeado todo sin querer, yo me habría estropeado también...
Hizo una pausa, volvió a intentar sonreír y esta vez lo logró. Yo no pude acompañarla, sin embargo. La firmeza con la que aplicaba su método, esa manera tan meticulosa, tan perfeccionista, de despreciarse a sí misma, había empezado a hacerme daño, aunque me dolía más por ella que por mí.
—Al principio, no me daba cuenta. Al principio estaba tan segura de quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos, de quién era yo, de cuál era mi historia, no sé... Yo no quería vengarme, no podía pensar que quería vengarme, no me tocaba, no me correspondía, ¿comprendes?, pero, de paso... De paso, mientras hacía un buen negocio, le amargaba la vejez a tu padre, pues mira qué bien, estaba muy segura de lo que hacía, estaba tan segura de todo y de que él no se merecía otra cosa... Yo no quería vengarme, no podía, pero la venganza me tranquilizaba, me cubría las espaldas, me servía para ser indulgente conmigo misma. Hasta que te vi aquella tarde en el museo, Álvaro, hablando con una niña muy fea, pero tan lista que ni siquiera te acuerdas de lo fea que era. Yo conocía esa escena, ya la había visto, me la habían contado tantas veces que me parecía haberla vivido ya, y entonces, sin querer, como si un interruptor automático hubiera saltado por su cuenta, te vi con los ojos de mi abuelo, Álvaro, me encontré mirándote con los ojos de mi abuelo y comprendí que le habrías gustado mucho, mucho, y luego ya no pude parar, porque yo también estaba allí, contigo, y mi abuelo con nosotros, así que me miré a mí, me vi con sus ojos y comprendí que yo no le estaría gustando nada, en cambio. Ya sé que es difícil de creer, que te va a sonar a excusa barata, pero hasta aquel momento yo no me había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Hasta aquel momento, no había entendido lo que significaban mis planes, lo que iba a tener que perder para poder ganar tanto dinero. Y él ya estaba muerto, sí, pero daba igual. Yo seguía siendo su nieta, siempre seré su nieta, y le estaba tratando peor que nadie, le estaba maltratando más que nunca, le estaba destrozando, eso era lo que estaba haciendo yo, que le quería tanto, que le quería más que nadie, más que a nadie, al convertirme en alguien igual que tu padre...
—No.
Llevaba mucho tiempo callado, procesando con dificultad lo que escuchaba, pero aquella respuesta brotó de mis labios sin reflexión alguna.
—Sí —ella necesitó más tiempo para llevarme la contraria.
—No.
—Sí.
—No, Raquel —entonces volví a abrazarla, la apreté muy fuerte, recordé las velas a medio consumir alrededor del jacuzzi, el consolador de goma morada que parecía relleno de una especie de gel, las pastillas azules en aquella cajita de plata con la tapa rayada—. No.
—Perdóname, Álvaro, por favor, perdóname, perdóname...
Entonces ya era casi de día, y se quedó dormida, y yo seguí despierto, envidiando su culpa, envidiando su sueño. Eso es bueno para todos menos para ti, me había dicho, y tenía razón, porque yo la había abrazado, la había besado, la había apretado contra mí y la mantenía así todavía. Ella se había quedado dormida sabiendo que me tenía a su lado, pero yo estaba solo. Absoluta, rotunda, pavorosamente solo. Lejos del sueño, lejos de la culpa, lejos de mí, cerca de Raquel pero solo, el único habitante de una realidad congelada, y sucia, y fea, y triste, tan vasta como el mundo, que no tenía nada que ver conmigo y sin embargo estaba en el origen de mi propia existencia. Allí, en el centro de la nada, estaba yo. Solo.
Ahora que por fin conocía todos los datos del problema, su solución era más difícil que nunca. Tanto, que lo primero que logré establecer con certeza fue que, hasta en contra de mis propios instintos, para mí habría sido mejor que Raquel hubiera seguido siendo la amante de mi padre. Aquella hipótesis tradicional, hasta bíblica, que había logrado olvidar en los buenos momentos y, más allá de la inverosimilitud que mi amigo Fernando había formulado en los términos de un acertijo —lo raro es que no sea rara—, me daba asco y vergüenza en los malos, me había situado en un lugar mucho más cómodo, más habitable y civilizado, que el estricto desierto en el que acababa de depositarme la verdad.
La soledad absoluta es un mal sitio para pensar, y el polvo que seguía tragando, masticando, digiriendo mientras Raquel dormía, enturbiaba mis ojos y ensuciaba mi pensamiento con una pátina espesa, confusa. Podía imaginarla hablando con mi padre, planteándole sus exigencias con el mismo tono que había empleado conmigo el día que nos entrevistamos en su despacho, ese acento seguro, confiado, sólido y aséptico a la vez, que había adquirido en muchas entrevistas con tantos clientes como él, tantos herederos como yo. Podía imaginar sin dificultad esa escena tensa e inmoral, la más grave, la más dura de recordar para ella, pero me costaba mucho más trabajo verla en la casa donde estábamos juntos, sembrando de minas un campo diseñado, concebido, artillado para mi madre, pero que sólo estallaría debajo de mis pies. Esa astucia pequeña del hachís y de las velas, de los albornoces usados y la alarma del despertador, me dolía, me inquietaba, me desesperaba mucho más que el gran proyecto de su chantaje. Porque no tenía que ver con el pasado, sino con el futuro.
Esa conclusión, tan pobre en apariencia, significaba que ya había elegido, pero no me di cuenta antes de quedarme dormido de puro agotamiento. Lo comprendí después, por la mañana, y comprendí también que ni siquiera era una decisión completa, sino su cáscara, apenas un simulacro de voluntad. Entre quedarse con algo y quedarse sin nada, todo el mundo prefiere quedarse con algo. Eso no es elegir, es más bien no elegir, porque la nada no puede compararse excepto consigo misma.