El corazón helado (119 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—No.

—En el centro de la cocina había una mesa de madera, también blanca, y tu hermana y tú estabais sentados ya. Lo primero que pensé es que no os parecíais nada, y luego que ella era muy guapa, una niña como las que salían en los anuncios, tan rubia, con la piel tan blanca y los ojos enormes, preciosos, las pestañas largas y rizadas como si fueran postizas. Y entonces, la cocinera, que se llamaba Fuensanta, nos sirvió chocolate, y puso encima de la mesa una fuente con bollos y otra con picatostes, y nos dijo que no nos lo comiéramos todo porque luego iban a llegar tus hermanos del fútbol y vendrían muertos de hambre. Pero comimos mucho, porque el chocolate estaba muy rico, y tú me preguntaste si yo era tu sobrina.

—¿Yo? ¿Pero cómo iba yo a preguntarte eso?

Aquella barbaridad me hizo reaccionar, pero ella no pareció advertirlo, y se limitó a asentir mientras yo empezaba a tropezarme con mi lengua, con mis dientes, con un oscuro instinto que me impulsaba a rechazar aquella historia absurda, falsa, que no podía ser cierta por más que ella se empeñara en seguir defendiéndola con la cabeza, una secuencia de movimientos mansos, repetidos, que sólo sirvieron para incrementar mi impaciencia, para conducirla hasta el límite de la cólera.

—¿A qué estamos jugando, Raquel? ¿A qué te crees que estás jugando tú? No digas tonterías, de verdad, es que no entiendo... No sé adónde quieres ir a parar, ni de dónde has sacado todo esto, en serio, no sé quién te lo ha contado, cómo te has enterado del nombre de Fuensanta, de cómo era mi casa, pero no me creo ni una palabra, ¿sabes?, y te voy a decir una cosa, ya está bien...

—¡No te acuerdas de nada! —su insistencia había logrado enfurecerme y Raquel se había dado cuenta, pero mi supuesta desmemoria la afectó mucho más de lo que su memoria había llegado a irritarme a mí, y el asombro volvió a dejarme con la boca abierta mientras ella empezaba a escupir datos con la vehemencia de una ametralladora—. No puede ser, Álvaro, tienes que acordarte, estuve allí mucho tiempo, después de merendar fuimos a una habitación donde había un tren eléctrico montado sobre un tablero, entre dos balcones, a la izquierda estaba tu dormitorio, a la derecha el de Clara, ella quería jugar conmigo a las muñecas, tenía dos mellizas que le habían traído los Reyes, una rubia, vestida de azul, y una pelirroja, vestida de verde, pero tú no la dejaste jugar conmigo, tú querías enseñarme el tren, lo pusiste en marcha, estabas muy orgulloso de él, tenías dos locomotoras funcionando a la vez y me señalabas los túneles, los semáforos, entonces llegó tu padre y me sacó dos chupa-chups de detrás de las orejas, el primero de naranja, el segundo de fresa, y tu madre vino a buscarle, tienes una visita, Julio, dijo, está aquí mi primo Ignacio Fernández, esta niña es su nieta... Tienes que acordarte, Álvaro, cuando me fui todavía llevaba la muñeca pelirroja en la mano, Clara me pidió que se la devolviera pero tu madre se empeñó en regalármela, y yo no la quería, pero ni siquiera la dejó acercarse, y tu hermana lloraba, si son mellizas, mamá, ¿cómo voy a regalarle una?, decía, y entonces... —en ese instante, la expresión de mi cara cambió, tuvo que cambiar y ella lo descubrió a tiempo—. ¿Te acuerdas ahora?

—Eras tú... —dije y apenas pude creer en el sonido de mi propia voz—. La niña de la muñeca eras tú...

—Sí —y cerró los ojos mientras su cuerpo se aflojaba de repente, como si acabara de culminar un gran esfuerzo—. Era yo.

—Pero no me acuerdo de ti, Raquel —negué con la cabeza, sonreí, y ni siquiera pensé que nunca había estado tan aturdido como en aquel momento, porque mi propio aturdimiento me impidió reconocerlo—, de ti no. No me acuerdo de ti, es como para fiarse del destino, desde luego... De lo que me acuerdo es de la muñeca, o mejor dicho, de la bronca que montó mi hermana al ver que la tenía Mariloli, la hija del portero. Me acuerdo de que fue a pedírsela y ella le dijo que no, que se la había encontrado tirada en la calle y que era suya.

—Yo no la tiré. La dejé encima de un banco, con un chupa-chups a cada lado.

—Da igual. El caso es que Clara se ofendió muchísimo, y vino a hablar conmigo, con mi hermano Julio, se puso tan pesada que al final tuvimos que bajar nosotros a pedirle la muñeca a Mariloli, pero tampoco nos la quiso dar. Y Clara, que era la pequeña y estaba muy mimada, se lo contó a mi padre, y mi madre estaba delante y no la dejó terminar. Le pegó un bofetón tremendo. Yo nunca había visto a mi madre pegarnos así a ninguno, y nunca volví a verla después, desde luego. De eso sí me acuerdo, y mi hermana se acuerda también, a ella nunca se le ha olvidado. Todavía lo cuenta en voz alta de vez en cuando, fue una injusticia, dice, mamá no tendría que habérsela regalado a aquella niña y menos consentir que se la quedara Mariloli. Ahora todos nos reímos, pero ella estuvo un montón de tiempo llorando.

—Lo siento —y de repente, sin ningún motivo, se le llenaron los ojos de lágrimas—. Lo siento mucho. Clara tenía razón. Yo se lo dije a tu madre, pero no me hizo caso.

—Pero entonces... —porque sólo después de confirmar la autenticidad de aquella historia me atreví a pensar en sus consecuencias—, entonces, tú y yo...

—Somos primos —lo dijo con una tranquilidad que me pareció casi ofensiva, de puro inconcebible—. Terceros, o cuartos, no lo sé. El padre de mi abuelo Ignacio, Mateo, era hermano del padre de tu abuela Mariana, que se llamaba Lucas. Nuestra tatarabuela era muy religiosa, por lo visto, y les puso a sus hijos nombres de evangelistas... —entonces volvió a quebrarse, y una angustia concreta, más definida, medró a costa de su voz, y se hizo más fuerte que ella—. Pero tú no lo sabías, ¿verdad, Álvaro? Tú no podías saberlo, dime que no lo sabías. Cuando me preguntaste si podía ser que fuéramos parientes, la primera vez que comimos juntos, no tenías ni idea...

—No —contesté, estremecido todavía por esas dos palabras, nuestra tatarabuela, aquel adjetivo que nos había reunido en un lugar donde jamás había imaginado que pudiéramos estar juntos—. No lo sabía.

—Y sin embargo, aquella tarde, cuando nos conocimos de verdad, por primera vez, te gustó mucho la idea, a los dos os gustó. Nosotros no tenemos primos, dijo Clara. Y yo os conté que tenía muchos, que algunos vivían en París, mencioné a Annette, os dije que yo había nacido allí, y tú dudaste de que fuera española. Los que nacen en Francia son franceses, dijiste. ¿Tampoco te acuerdas de eso?

—No, pero no hace falta —sonreí, sin saber muy bien por qué lo hacía—. Por lo que veo, ya te acuerdas tú por los dos.

—Sí, yo me acuerdo de todo —y me devolvió la versión más intensa de aquel gesto que le pertenecía más que ningún otro—. Me acuerdo de todo, porque... Para ti, sería un sábado normal, una niña que viene de visita, que merienda, que se va... Lo he pensado muchas veces. Si yo fuera tú, tampoco me acordaría. De hecho, no me acuerdo de los niños que venían a mi casa cuando era pequeña, ni siquiera recuerdo bien a los hijos de algunos amigos franceses de mis padres que venían de vez en cuando a pasar fines de semana. Pero yo me acuerdo de todo porque, para mí, aquel día fue muy importante. Aquella tarde, al salir de tu casa, vi llorar a mi abuelo... Y mi abuelo no lloraba nunca, ¿sabes? Nunca... No lloró el día de la muerte de Franco, ni el día que volvió a España después de treinta y siete años de exilio, ni siquiera cuando volvió a probar el vermú de grifo, en una terraza de las Vistillas, y para él, eso fue como comprobar que estaba de verdad en Madrid, otra vez, después de tanto tiempo, pero ni siquiera aquella mañana se le escapó una lágrima. Y sin embargo, al salir de tu casa, aquel sábado de mayo de 1977, se sentó en un banco, en la plaza de las Salesas, y lloró...

Entonces fue ella quien empezó a llorar, pero el llanto no la obligó a detenerse. Las lágrimas que caían de sus ojos con suavidad, marcando un ritmo lento, casi armonioso, parecían subrayar cada palabra, y ella no las atajaba, no las secaba, las aceptaba como un destino justo y seguía hablando.

—Yo le pregunté qué había pasado, se lo pregunté... Él me había invitado a un helado y ya estaba bien, estaba tranquilo. Los dos íbamos andando por Recoletos, hacia Cibeles, comiéndonos el helado, y le pregunté, ¿qué ha pasado, abuelo?, y creía que no iba a contestarme...

Yo la veía llorar y no hacía nada, no la acariciaba, no la consolaba, no me atrevía a hablar, ni siquiera a tocarla, porque aquel llanto aún era incomprensible para mí más allá de su condición ajena, extraña, y no me pertenecía, no me correspondía, no tenía ningún derecho a intervenir en él.

—Sólo tenía ocho años, pero a él le gustaba hablar conmigo... Hablábamos mucho, mucho, pero creí que no iba... Y sí me contestó. Eso es lo peor, que me contestó... Es una historia muy larga, y muy antigua, me dijo... No la entenderías y tampoco te conviene saberla. Y yo le pregunté por qué, y creí que tampoco iba a contestar a eso, pero me lo dijo... Él me lo dijo...

Y de repente, su llanto explotó, se expandió con la catastrófica necesidad de una presa que revienta, de un dique que se rompe, un río que se desborda para inundarlo todo. Así la inundó el llanto y yo lo vi, vi sus ojos líquidos, su piel coloreada, las mejillas mojadas y los labios tensos, crispados en una mueca tan forzada como la boca de una máscara, lo vi, la vi, pero ella siguió hablando, atropellando a la tristeza con palabras, y yo la escuché, seguí escuchándola.

—Bueno, ya hemos vuelto, eso me dijo... Me dijo que lo lógico sería que yo siempre viviera aquí... Y que para vivir aquí... Para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender... Eso me dijo mi abuelo, y él sabía por qué me lo decía, lo sabía, y es... Es lo más importante... Nadie me ha dicho nunca nada tan importante, pero pasó el tiempo, mucho tiempo, él murió y yo lo olvidé... No le hice caso, tenía razón y no le hice caso, y sin embargo...

Entonces marcó una pausa consciente, distinta de todas las que habían abierto antes sus lágrimas, su congestión, la intermitencia de los jadeos que habían ido anunciando o rematando sus sollozos. Aquella pausa fue distinta y fue mía, porque la abrió sólo para mí, para mirarme.

—Y sin embargo, si le hubiera hecho caso, si no hubiera olvidado sus palabras y lo que significaban, nunca te habría conocido a ti, Álvaro, nunca te habría conocido a ti, Álvaro, nunca te habría conocido a ti...

Cuando Raquel se quedó dormida, era casi de día. A mí me costó más trabajo dormirme, y me desperté antes que ella.

Era muy tarde. El sol calentaba la habitación más allá de las persianas cerradas, de las cortinas corridas, y se escuchaba el murmullo intermitente, débil pero sostenido, de una calle de tráfico difícil en las horas de más actividad, bocinas, frenazos, camiones. Yo recibía aquellos sonidos con extrañeza, sin decidirme a celebrar su compañía, aquel indicio de realidad que certificaba mi existencia en curso, o lamentar su irrupción en la absoluta soledad que me rodeaba. Estaba solo. Raquel dormía a mi lado y a mí me gustaba verla dormir, porque me gustaba mirarla, y en la quietud del sueño se afirmaban sus rasgos, se acentuaba la irresistible proporción de sus caderas y su piel descansaba en su propia perfección. Raquel seguía durmiendo, yo la miraba dormir, y estaba solo. Absoluta, rotunda, pavorosamente solo. Solo en medio de un desierto, una infinita extensión de tierra quemada, un campo de batalla devastado hasta sus raíces, donde los buitres se habían cansado de picotear los cadáveres y las hogueras habían dejado de humear. Allí, en el centro de la nada, estaba yo. Solo.

—¿Por qué me has traído aquí? —le había preguntado a Raquel cerca del final, mientras la verdad adquiría la forma de un gigantesco grumo de polvo gris, una pelota informe de porquería salpicada con algunas gotas de sangre seca, sangre vieja, valiosa o inservible, pero sangre—. No me gusta este sitio.

Entonces ya había empezado a calibrar la asquerosa naturaleza de la verdad congelada, sucia, y fea, y triste, que colonizaba mi paladar, y descendía por mi garganta para infectar mi esófago, mi estómago, mis pulmones. Respiraba polvo, masticaba polvo, tragaba polvo, y el polvo pesaba sobre mis pestañas, se expandía entre mis dientes, podía verlo bajo el borde de mis uñas, sentir cómo rellenaba poco a poco todas las cavidades de mi cuerpo, percibir su crujido en mi cerebro, y sin embargo le pregunté por qué me había llevado allí, yo lo pensé, yo lo dije, era mi voz, fueron mis ojos los que la miraron, los que sintieron el escozor de las lágrimas al contemplar sus ojos, hinchados, blandos, tan tiernos como su culpa. Yo lloro muy poco. Tómate esto, Álvaro, me había dicho mi hermana Angélica el día del entierro de mi padre, tú no has llorado y te vendrá bien. Yo lloro poco, muy poco, casi nunca, aquella noche no llegué a llorar, pero sentí el agotamiento de los ojos de Raquel en los míos cuando me contestó con la costumbre del llanto, el gesto seco de quien no llora sólo porque ya no tiene más lágrimas que derramar.

—A mí tampoco me gusta —me contestó—, pero pensé que, si algún día salimos de ésta... Si algún día se te olvida qué clase de mujer soy yo, qué clase de cosas soy capaz de hacer, si puedes llegar a mirarme, y a escucharme, sin pensar que te estoy engañando, que he seguido engañándote desde el principio, pues... No sé. Pensé que entonces estaría bien que hubiéramos hablado aquí, porque a ninguno de los dos nos gusta esta casa, porque aquí no vamos a volver nunca.

Aquí no vamos a volver nunca. Cuando me desperté, era muy tarde, pero Raquel seguía durmiendo, y yo la miraba dormir, y estaba solo. Tanto que ni siquiera soportaba mi propia compañía, la presencia de mi memoria, su forzosa, insoportable actividad, ahora que no sabía quién era yo, y el todo había crecido hasta desbordar los límites del caos, una magnitud pequeña, doméstica, frente a la incomparable vastedad del orden. Yo soy físico, y necesito predecir. Aquella definición se había estrellado contra sí misma como todos los cálculos, todos los principios, todos los axiomas que había adquirido, y valorado, y aprendido a manejar durante la primera mitad de mi vida. Lo único que podía saber era que, en aquel momento, mientras Raquel dormía, y el sol calentaba la habitación a través de las persianas bajadas, las cortinas corridas, y el eco débil pero sostenido de una calle de tráfico difícil llegaba de tanto en tanto a mis oídos, estaba comenzando la segunda parte de mi propia historia, un horizonte vacío, desnudo, de contornos gigantescos y difusos, que sólo podía contemplar con la imprecisión de un recién nacido, una mirada que ni siquiera ha empezado a ser consciente de su función, de su naturaleza.

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