El corazón helado (58 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

A partir de aquel momento, Julio Carrión González ya se atrevió a pensar en su futuro, a planificar la vida que le esperaba, la que corresponde a un héroe victorioso que no tiene nada que ocultar, nadie de quien esconderse. Su padre recibía en su nombre, cada mes, su doble paga de soldado, la española y la alemana, ésa era la norma que ningún divisionario podía eludir. Su aventura servía para incrementar los ingresos en divisas de un país por el que no luchaban aunque fuera el suyo, pero Benigno le había prometido guardarle el dinero y Julio estaba seguro de que cumpliría esa promesa, porque tenía de sobra para vivir. Así, en los contados días buenos de aquel otoño breve y traidor, Julio se vio a sí mismo paseando por la Gran Vía a una mujer imponente que taconeaba como si pretendiera romper la acera en cada baldosa, pero aquella ensoñación duró muy poco. Después, cuando se quedó sin tiempo para soñar, sólo pudo pensar en salvar la vida.

Todo se desmoronó muy deprisa, se vino abajo como un castillo de naipes. A mediados de octubre, los termómetros ya no remontaban los cero grados, los equipos de invierno no alcanzaban para todos, el ejército alemán dejó de avanzar, el ejército ruso no retrocedió un milímetro, y para cruzar el Voljov sólo se despachaban billetes de ida y vuelta.

En una de aquellas ofensivas que nunca llegaron a completarse antes de que sobreviniera la correspondiente orden de retirada, mataron al Casi y todavía no había empezado noviembre. Aquel día, ante su primer cadáver, su primera víctima, Julio comprendió lo que era la guerra mientras Eugenio lloraba sin hacer ruido y Romualdo inauguraba a voz en grito el coro de las blasfemias. ¡Joder, estos hijos de puta, parece que nos estaban esperando a nosotros, justo a nosotros, me cago en la hostia! Eso decían, y al principio se consolaban, pero cada noche hacía más frío, cada día tenían más bajas, cada mañana eran más los que despertaban del sueño de la gloria, los que habían dejado de entender qué se les había perdido a ellos allí, tan lejos de casa. ¡Pero qué General Invierno ni qué niño muerto! ¿Qué pasa, que a los alemanes, con lo listos que son, no se les había ocurrido que aquí hace frío en diciembre? ¿Y Napoleón qué? ¿Es que eso no se lo han estudiado, los muy gilipollas? Desde luego, hay que joderse... Cada vez hacía más frío, cada vez tenían más bajas y menos cuidado con lo que decía cada uno, con lo que decían los demás. Bastante tenían con no morir, con no caer heridos, con no dormirse. Con eso se daban por satisfechos, porque en eso se había convertido la guerra para ellos.

—Júrame una cosa, Julio —Eugenio le habló con un hilo de voz, los ojos húmedos—. Si me congelo, no dejes que me corten las piernas, no les dejes, júramelo. Aunque me gangrene, aunque me muera, aunque los alemanes te prometan que me van a poner unos hierros de esos con los que se puede andar, no te dejes convencer. Júrame que no vas a dejar que me corten las piernas. Mi madre no podría soportar a otro hijo sin piernas, ¿sabes? Romualdo y yo hemos estado hablando de eso. Y los dos preferimos morirnos antes.

—Lo que te juro —hacía mucho tiempo que Julio Carrión González no lloraba, y sin embargo, se le llenaron los ojos de lágrimas sin su permiso— es que no te vas a congelar, Eugenio. No nos vamos a congelar ninguno de los dos, te lo juro.

Aquel día faltaba poco para Navidad y el frío había vuelto a morder los termómetros. A más de cincuenta grados bajo cero, los últimos defensores del pueblo de Possad, la posición más avanzada que Julio Carrión llegaría a pisar al este del Voljov, volvían sobre sus pasos hacia la orilla oeste. Aquel fracaso dolía más que los anteriores, porque habían llegado más lejos, y habían aguantado más tiempo, y habían pasado más frío, y habían tenido más bajas que nunca. Y no había servido de nada.

Allí, en el infierno de la ribera oriental, diciembre había empezado a cosechar sus propias víctimas entre aquellos hombres ajenos, hijos de otra tierra sembrada con vides y con almendros, con olivos y naranjos, que morían de cansancio y de estupor, la incredulidad de estar vivos en aquella inmensidad helada, perpetuamente blanca, donde luchaban contra dos enemigos, uno feroz, pero visible, y otro más artero, más cruel, del que ningún ejército podía defenderlos. El sueño mataba a traición, en silencio, con dulzura, como el abrazo de una mujer hermosa. Mientras la nieve caía con la tierna mansedumbre de una mentira fácil de creer, y su color inmaculado se infiltraba en la espesura de un silencio absoluto, el enloquecedor silencio ruso, los hombres extranjeros avanzaban a través de una blancura húmeda y perversa que borraba los caminos, y torcía los destinos, y cargaba cada pierna con el peso de una agonía interminable. Entonces era fácil ceder, parar, rendirse, apoyarse un momento en un árbol, sentarse un momento en una roca, apartarse un momento del camino para descansar, y era sólo un momento, tan breve, tan dulce, tan placentero como la tentación del sueño, como el abrazo de una mujer hermosa, como el crujido de unas sábanas limpias en la cama caliente de la infancia, como cerrar los ojos para no ver la monstruosidad de aquella belleza asesina. Así llegaba la muerte, en un momento. Los que tenían la suerte de que algún compañero se les adelantara, y les echara de menos a tiempo de despertarles, pagaban el sueño con los pies, con las piernas, o con una ceguera súbita que les hacía gritar como locos aunque supieran que quizás no habían perdido la vista para siempre.

El pánico a congelarse volvió a unir a Julio y a Eugenio en los peores días de aquel invierno. Porque enero, que los encontró atrincherados en la ribera occidental del Voljov, fue más frío que diciembre, y su tributo de mutilaciones y gangrena les daba más miedo que las balas enemigas, aquellas balas que al rasgar el aire sobre sus cabezas hacían un ruido semejante al graznido de un pájaro extraño, en la desolación absoluta del mundo sin pájaros que les rodeaba. Aquel invierno estaba siendo el peor del último siglo, decían, pero eso no les consolaba. Les reconfortaba más su confianza recíproca, el pacto de vigilarse mutuamente al que Pancho se sumó enseguida, para hacer más llevadera la tarea de despertarse a cada rato y comprobar que el que estaba de guardia no se había dormido. En febrero aflojó el frío y se multiplicaron los congelados entre los incautos que pensaron que total, ya, a veinte bajo cero no había nada que temer, pero ellos se mantuvieron alerta hasta que llegó el deshielo. Entonces, los piojos, relegados por la nieve a un discreto segundo lugar, recuperaron una posición privilegiada entre los afanes que compartían.

—¡Hay que ver! —se quejaba Eugenio—, que nos congelemos nosotros y no se congelen estos cabrones, con lo pequeños que son...

Pancho, que era muy mañoso, había fabricado una especie de pinzas de depilar con dos trozos de hierro y un muelle de alambre. Con ellas, sacaban los piojos de las costuras de la ropa cuando terminaban de despiojarse ellos mismos, pero aquella batalla estaba tan perdida como la travesía del Voljov, y al rato volvían a sentirse incómodos en sus guerreras mientras el menor movimiento despertaba un crujido que les advertía de que las costuras que acababan de limpiar ya volvían a estar negras de parásitos.

—¡Joder! Parece que hemos venido a luchar contra éstos y no contra Stalin, coño...

Los rusos, el invierno, los piojos.

Cuando aparecieron las primeras señales de la primavera, Julio Carrión González ya no estaba muy seguro de haber acertado, pero aún no dudaba de la victoria. El invierno había sido desastroso para los alemanes, pero los rusos ya habían perdido ese aliado y ahora la lucha cambiaría de signo, a la fuerza tendría que cambiar.

Él repetía lo que escuchaba y se alimentaba del entusiasmo con el que sus compañeros aprobaban sus palabras, como si no fueran idénticas a las que ellos mismos acababan de pronunciar. En cualquier otra época de su vida, Julio Carrión se habría reído por dentro de la ingenuidad sin condiciones de aquella voluntariosa y eufórica epidemia, pero la guerra le había despojado con sus dedos sencillos, despiadados, de su cómodo abrigo de cinismo. Ya no estaba muy seguro de haber acertado, y se dolía de su propia ingenuidad, la avidez con la que se había tragado el anzuelo de la guerra relámpago, esa confianza que ahora le parecía más que inverosímil, más que imposible, en que los alemanes iban a hacer todo el trabajo, a extender una alfombra gloriosa sobre la que ellos entrarían en Rusia como si hubieran ido a dar un paseo. No podía creer que eso hubiera sucedido, pero aún lo recordaba, recordaba las palabras de la madre de Eugenio, no vais a la guerra, sino a la victoria, y la mirada turbia de su padre cuando él las repitió, sílaba a sílaba. Ahora, Madrid estaba tan lejos, Mari Carmen estaba tan lejos, su sucio empleo de mecánico estaba tan lejos, y la muerte tan cerca, que no lograba entender cómo había podido equivocar de esa manera la densidad, la naturaleza, la categoría de los peligros que le acechaban.

En la primavera de 1942, Julio Carrión aún no dudaba de que los suyos iban a ganar, pero no pensaba en la victoria, sino en su supervivencia. Eso, seguir estando vivo, llegar vivo al final, era lo único que le preocupaba. No le gustaba la guerra, la vida de soldado, pero obedecía las órdenes que recibía, sin excesiva pereza ni demasiada diligencia, porque calculaba que la indisciplina podía salirle tan cara como el heroísmo. Cuando tocaba avanzar, no iba en la primera línea pero tampoco en la última, cuando retrocedían, nunca era ni de los primeros ni de los últimos que salían corriendo, y cuando los organillos de Stalin, unos camiones cargados con baterías artilleras tan potentes que sus tubos recordaban a los de los órganos de las iglesias hasta que empezaban a disparar todos a la vez, tocaban la música de aquella guerra, se tiraba al suelo unos segundos antes de que se lo ordenaran, pero sólo unos segundos. Pretendía camuflarse en la mediocridad de la tropa, convertirse en un hombre gris, ni cobarde ni valiente, ni admirable ni despreciable, un soldado más, sin señas particulares de ningún tipo, y sin embargo en Possad luchó como una fiera, como un suicida, como el héroe que jamás había pretendido ser. Luchaba por él, por su propia vida, porque cada minuto de supervivencia en aquella posición cercada alargaba en un minuto las expectativas de su rescate, porque eran pocos, porque estaban solos y no había nadie cerca en quien delegar la responsabilidad de su salvación. Luego le condecoraron, pero mientras fingía el orgullo y la emoción que leía en los ojos de Eugenio, sólo pensaba que durante los dos o tres meses siguientes, no tendría por qué presentarse voluntario para ninguna misión.

No lo hizo, y sin embargo el deshielo le castigó tanto como a los demás, y él también llegó a echar de menos la nieve mientras chapoteaba en una ciénaga imprevista, donde la altura del barro superaba el nivel de sus rodillas y las piernas le pesaban más que nunca. El General Primavera sucedió con implacable puntualidad al General Invierno para convertir cualquier desplazamiento, por breve que fuera, en un tormento, cada paso una pírrica y esforzada proeza que no lograba impulsar las ruedas de los carros, esos cañones que tenían que levantar casi a pulso para que volvieran a atascarse antes de que hubieran recuperado el aliento. Entonces, cuando ya no les daba tiempo a insultar a sus aliados para consolarse, porque la guerra les había convertido en leñadores, en carpinteros, en peones de la construcción de los caminos de troncos atados con cuerdas a los que el mando alemán tuvo que recurrir para hacer transitables los senderos que el barro había inutilizado, hasta Eugenio Sánchez Delgado empezó a perder la fe.

—Yo no lo entiendo —decía—, y éstos... ¿Por qué no nos ayudan? Tú fíjate, los que viven en esa isba, y en aquella otra, y hasta los del pueblo... ¿Es que a ellos no les conviene lo que estamos haciendo? ¿Acaso no van a usar ellos también estos caminos? Y sin embargo, se esconden. Cuando los alemanes van a buscarlos, se esconden.

—Porque los estamos puteando, Eugenio.

—¿Puteando? —y le miraba con el estupor inmaculado de otras veces, un candor que a Julio ya no le sorprendía—. ¿Pero cómo puedes decir que los estamos puteando? Los estamos liberando, chaval, que no es lo mismo, les estamos quitando un tirano de encima, les estamos sacando de la Edad Media...

—¡No me jodas, anda, no me jodas! —la presión de la lucha, del cansancio, de la desesperanza, había hecho encoger la paciencia de Julio Carrión tanto como su prudencia—. Cállate ya, y piensa un poco, coño. Estamos invadiendo su país, nosotros, que somos extranjeros. Eso es lo que estamos haciendo, invadirles, conquistarles, requisar sus animales, comernos su comida, destrozarles las casas, las cosechas... O sea, que les estamos haciendo una putada detrás de otra. ¿Y qué quieres, que encima nos ayuden?

—Por eso no cruzamos el río.

La voz de Pancho, que había asistido siempre en silencio a las variantes casi cotidianas de aquella conversación, intervino una tarde, por sorpresa y en una dirección imprevisible.

—¿Qué? —Julio preguntó lo mismo, y en el mismo momento que Eugenio.

—Que por eso no cruzamos el río —repitió el extremeño con voz clara, tranquila—. Porque los de enfrente son rusos, igual que estos de aquí, y no es lo mismo conquistar un país que defenderlo. No es lo mismo luchar al lado de tu familia que estar a miles de kilómetros de casa. Da igual que nosotros seamos mejores, más valientes, o que tengamos armas más modernas. Ellos tienen algo que nosotros nunca tendremos.

—Una mala hostia tremenda —concluyó Julio en su lugar mientras se acordaba de Madrid, el contador de aquel taxi que no paraba nunca—. Porque los estamos puteando en su propia casa.

Pancho no malgastó saliva para darle la razón. Se limitó a asentir con la cabeza mientras Eugenio se lanzaba contra el camión que iban empujando con tanta rabia que consiguió moverlo él solo. Julio fue a ayudarle enseguida pero no quiso añadir nada, porque se dio cuenta de que, en aquel momento, por encima de su fervor, de su inocencia, de la inconmovible naturaleza de su ideal, su amigo acababa de pensar por primera vez en la posibilidad de que los rusos ganaran la guerra.

Ese día no le costó trabajo entender a Eugenio, porque a él le había pasado algo parecido. Pancho, que siempre estaba a su lado pero a veces se tiraba días enteros sin despegar los labios excepto para pedir fuego o interpretar el color de las nubes con su filosófica sabiduría de labriego, había llegado muy deprisa a una conclusión que él mismo le había puesto en bandeja sin darse cuenta, desde que Eugenio empezó a quejarse en voz alta de la falta de colaboración de los rusos ocupados. Aquella persistente estupidez le había hecho perder la paciencia muchas veces, pero nunca, hasta que Pancho lo hizo por él, se le había ocurrido conectar la resistencia a cooperar de los rusos de la retaguardia con la potencia del enemigo. Entonces dejó de mirar con una comprensión cercana a la simpatía a los campesinos de los alrededores, cuya aparente pereza no hacía otra cosa que incentivar la moral de sus compatriotas del otro lado del río y de la que Eugenio jamás volvió a quejarse, para no tener que escuchar de nuevo la oscura profecía de aquel amigo que nunca malgastaba saliva en vano.

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