El corazón helado (55 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Eugenio se empeñó en ir andando hasta su cervecería favorita, que estaba en la plaza de Santa Ana, y le explicó que lo del pie no había sido nada, una simple torcedura sin consecuencias, de las que duelen mucho en el momento y luego se olvidan. Su madre, que había sido enfermera durante la guerra, le había puesto una inyección, una venda fuerte, y le había pedido que no anduviera mucho, pero él no pensaba hacerle ni caso porque, en fin, ya se sabe cómo son las madres.

—Ha sido una suerte, no creas —añadió cuando estaban ya sentados a una mesa, cada uno con su jarra delante—, porque he decidido alistarme. Mañana o pasado, cuando se pueda. Mi hermano Romualdo dice que en Falange están decididos, que sólo falta que Franco dé el visto bueno, y no le va a quedar más remedio que darlo, porque después de todo lo que los alemanes hicieron por nosotros, la Legión Cóndor y eso... Mi hermano dice que además conviene alistarse pronto, porque los rusos no van a aguantar ni un mes, y los que esperen, pues a lo mejor no llegan ni a entrar en combate, así que...

Eugenio tenía la misma edad que Julio y había nacido en Madrid, pero había pasado la guerra en zona rebelde —nacional, se corrigió en silencio a sí mismo mientras le escuchaba—, porque la familia de su madre era de Salamanca, y estaban veraneando en casa de su abuela cuando se produjo la sublevación. Su hermano mayor, Fernando, que era cadete de la Academia Militar de Zaragoza y no había querido irse con ellos aunque estuviera de vacaciones, murió en el Cuartel de la Montaña. Arturo, el segundo, falangista también desde antes de la guerra, perdió las dos piernas en Brunete. Romualdo, que le sacaba dos años, se había afiliado al Frente de Juventudes muy pronto, pero no le dejaron incorporarse a filas hasta el otoño del 38, y entró en Madrid sin haber sufrido ninguna herida grave. Eugenio tenía otro hermano, Manolo, que estaba entero y exiliado en México, pero aquella tarde ni siquiera lo mencionó.

—¿Y tus padres, qué piensan? —Eugenio levantó las cejas, como si no entendiera el sentido de la pregunta—. Porque, no sé, con un hijo muerto, el otro en silla de ruedas, que ahora os vayáis a la guerra Romualdo y tú...

—Pues no les gusta, claro que no les gusta, pero lo entienden. Ya lo dijo Serrano, el otro día. El exterminio de Rusia es una exigencia de la Historia y del porvenir de Europa. Rusia es culpable también de la muerte de Fernando, de la desgracia de Arturo, y ellos lo saben, se dan cuenta. Mi familia tiene una cuenta pendiente con Stalin, y sólo podemos cobrarla Romualdo y yo. Si no lo hacemos, nos arrepentiremos toda la vida.

Aquella noche, cuando se despidieron, Julio volvió a su pensión andando muy despacio. Todavía no intentaba comprender a Eugenio. Le bastaba con catalogar su encuentro, aventurar el grado de suerte o de desgracia que podría depararle en el futuro, y no era fácil. En su situación, un amigo como aquél era un tesoro y una bomba, una ventaja y un riesgo, una garantía y un peligro igual de intensos. Le conocía muy poco, pero había descubierto en él una condición fácil de explotar, la misma insensible, sonriente capitulación que había obtenido antes de Manuel, de Isidro, del señor Turégano, de las muchachas que le esperaban en la puerta de las Casas del Pueblo cuando se dedicaba a hacer funciones de magia por la sierra. Aquel día ni siquiera le había hecho falta recurrir a los trucos, a los chistes, para descubrir la debilidad de Eugenio, esa misteriosa proclividad a confiar en él, a buscar su compañía, su complicidad, que le había dado muchas alegrías y algunos disgustos en los últimos tiempos. Otros nacían guapos, ricos, príncipes. El había nacido simpático y lo sabía, pero también sabía que por eso no podía andar tranquilo por la calle. Y tenía motivos para recelar de los encuentros casuales.

Las piernas más bonitas que había visto en su vida desempeñaron para él, unos años antes, el mismo papel que el tobillo herido de Eugenio seguía representando aquella noche. Pero Mari Carmen Ortega, la hija del Peluca, que en junio de 1937 se estaba despidiendo de sus dieciséis años, era ya mucha mujer para él. Tanta, que cuando se resignó a que liquidara el desafío de sus miradas incendiarias con una sonrisita desdeñosa, optó por ensayar un camino oblicuo para acercarse a ella.

—Fíjate bien... —le dijo, en el centro del corro desde el que todos sus compañeros le miraban con una sola sonrisa—. La mano es más rápida que la vista.

Y entonces desplegó ante sus ojos, flamante e imposible, la hoja de periódico que había roto en pedacitos muy despacio, a un ritmo pausado, casi moroso, desde que la vio venir por los soportales. Ella se echó a reír y juntó las palmas tres o cuatro veces, con menos entusiasmo que los demás, pero le sostuvo la mirada todo el tiempo y para él, eso fue bastante.

—Bueno, ¿qué? —dijo luego, dando la representación por terminada—. ¿Nos vamos?

—No, espera un poco... —Vida, una chica delgada y corriente, con los ojos pequeños pero muy brillantes, levantó una mano en el aire para pedir tiempo—. Has dicho que nos ibas a hacer un truco con monedas, Julio.

—Te lo hago por el camino —contestó él—. Es muy fácil.

—¡Ah! —Mari Carmen se le quedó mirando con la boca entreabierta, sin disimular su asombro—. ¿Pero es que éste viene?

—Sí. Viene conmigo —Isidro le puso una mano en el hombro y su bella compañera se encogió de hombros dentro de su guerrera ceñida y fantasiosa, como si todo lo que tuviera que ver con el recién llegado le diera igual.

Aquella misma tarde, Julio se dio cuenta de que Isidro y Mari Carmen competían por el liderazgo del grupo en condiciones desiguales, pero con idéntica tenacidad. Él era el responsable teórico, el jefe de la célula juvenil del barrio, un chico de físico insignificante, serio, estudioso, que parecía más joven de lo que era, hablaba poco y no bailaba nunca. Ella era la hija menor de un héroe del 7 de noviembre de 1936, aquel día glorioso que vio cómo el pueblo en armas detenía la ofensiva fascista sobre Madrid, y sobre todo, una mujer hecha y derecha, decidida, valiente, terca, con un cuerpo espectacular y una cara tan atractiva que ni siquiera necesitaba ser guapa. Tenía la nariz grande y la boca ancha, demasiado para los gustos de la época, pero a los hombres que la perseguían se les olvidaba qué tipo de belleza les gustaba sólo con verla.

Aquella misma tarde, Julio aprendió también que su repentina pasión era una enfermedad común. En el verano del 37, no había muchos hombres andando por las calles, pero entre los que se fueron encontrando, casi todos con uniforme militar, tres de cada cuatro se quedaron mirando a Mari Carmen sin molestarse en echarle un vistazo a las demás. Ella les devolvía a todos las miradas, las sonrisas. Ésa era otra de las fuentes de su influencia, una ventaja que Isidro nunca podría igualar. Cuando Julio la conoció, era medio novia de un aviador ruso, uno de aquellos pilotos que se dedicaban a hacer acrobacias en el cielo de la ciudad después de ahuyentar a los aviones alemanes, como si se hubieran contagiado muy deprisa de la chulería de los madrileños, que preferían ignorar las sirenas y aguantar los bombardeos de pie, en plena calle, sólo para contemplar ese espectáculo y poder aplaudir al final.

—Y tu novio ¿qué? —le preguntaba Isidro con sorna de vez en cuando—. ¿Te ha escrito algo hoy?

—¡Pa chasco! —contestaba ella—. Una M y una C, y bien claritas. Que te lo diga ésta...

Y activaba con un codazo a la aludida de turno, que asentía con la cabeza como si le fuera la vida en ello mientras Isidro se tragaba la rabia que le inspiraba la falta de cualquier heroísmo directo o indirecto en su biografía, y después de prometerse en vano a sí mismo que la próxima vez que sonaran las sirenas no correría a esconderse en el metro, se echaba a reír.

—¡Pero si no le entiendes, si ni siquiera puedes hablar con él!

—¿Que no? —y entonces era ella la que se reía—. Ya te voy a enseñar yo un día de estos si le entiendo o no... ¡No te digo, el tío gilipollas!

En esos momentos, Julio comprendía que Mari Carmen tenía recursos de sobra para entenderse con el ruso y sentía una punzada de celos insoportables, no tanto por su naturaleza ficticia sino porque le daban lástima de sí mismo, a él, que no toleraba la lástima de nadie. Esa sensación de inferioridad, de debilidad, a la que no estaba acostumbrado, le dolía más que su ausencia de derecho a sentir celos por la novia de otro. Pero nunca perdió la esperanza, ni siquiera el día que Mari Carmen escogió para aparecer en la sede de la JSU con el aviador, un hombre muy joven, casi un muchacho, alto, delgado, muy rubio y con una piel imposible, pálida y sonrosada, aterciopelada y perfecta como la porcelana, y para demostrar a quien hiciera falta que no necesitaba hablar ruso para que él hiciera cualquier cosa que se le antojara.

—¡Hala, tú, saluda, que nos vamos! —y su novio, muerto de risa, descifraba sin esfuerzo la intención de esa mano que se movía en el aire—.

Tira, anda, que te voy a llevar a bailar, bailar, ¿entiendes? —él asentía con la cabeza, sin dejar de reírse, mientras ella bailaba sola, antes de pararse de pronto para cogerle la cara con las dos manos y besarle en la boca—. ¡Ay, pero qué guapo eres, madre mía!

Julio nunca perdió la esperanza, porque había descubierto que Mari Carmen era igual que él, que tenía la misma capacidad innata para seducir, para convencer, para caerle bien a la gente. Hacerse popular en la JSU no le costó trabajo. Era listo, aprendía deprisa y, sobre todo, dominaba el lenguaje, el ideario, el repertorio de mitos y expresiones de la izquierda. Le gustara o no, era el hijo de su madre, nunca dejaría de serlo. Por lo demás, y por encima de las paradojas, su nueva vida le gustaba mucho más que la antigua. Le gustaba la ciudad, le gustaba vagar por ella, conocer gente nueva todos los días, moverse sin parar, de mitin en mitin, de local en local, de cine en cine, hablar con los soldados y asomarse al frente. Julio Carrión nunca había vivido días tan intensos, tan llenos de citas, de planes, de cosas que hacer. Nunca había sido tan autónomo, tan libre como entonces, mientras se gastaba con prudencia, poco a poco, los ahorros de su padre, que estaba todo el día borracho, encerrado en el cuarto de la pensión, rezando, llorando y limpiando la escopeta. Benigno Carrión nunca llegó a enterarse de que su hijo militaba en las filas enemigas, porque Julio en realidad nunca hizo eso. Se limitó a dejarse llevar, a hacerse querer, a ir con los que mandaban, mientras descubría en sí mismo un talento extraordinario para la impostura. Pero, a pesar de que él mismo se asombraba a veces de la impecable calidad de sus actuaciones, no se salió con la suya.

Mari Carmen Ortega nunca cayó en los brazos de Julio Carrión. Antes de que su novio ruso volviera a su país, ya lo había despachado para reemplazarlo con un sargento del Quinto Regimiento que no era tan alto pero abultaba el doble, se llamaba Antonio y era de Vicálvaro. A éste sí lo entendía, tan bien que se casaron en noviembre de 1938, y Julio, que jamás dejó de desearla a distancia, ya no se atrevió a seguir insistiendo.

—Hay que ver —se burlaba Isidro—, que nos dé más miedo Vicálvaro que la Unión Soviética...

—Pues sí —él sonreía con tristeza—, ya ves.

Vida, que estaba enamorada de él desde el primer día, y con la que había mantenido una especie de noviazgo accidental, informal e intermitente desde entonces, fue la que salió ganando, hasta que terminó la guerra y se desprendió de ella tan deprisa como de todo lo demás. El 24 de junio de 1941, Julio Carrión pensaba en todo esto mientras volvía a su pensión, andando muy despacio. Vida estaba en la cárcel y no le había delatado. Mari Carmen estaba en la calle y podía delatarle en cualquier momento. El azar trae la suerte y la desgracia para quienes saben apostar al ganador, y él no había sabido. Entretanto, su vida había cambiado. Ahora era mucho más aburrida, mucho más monótona, y sucia, y oscura que antes, pero podía ser peor. Mucho peor. Podía incluso, muy fácilmente, dejar de ser cualquier día.

Aquella noche, cuando se metió en la cama, Julio Carrión no sabía qué hacer. Al despertarse por la mañana, no sólo lo veía todo más claro, sino que sintió un escalofrío espeso y húmedo al recordar la insensatez que había llegado a barajar la noche anterior. Bastantes tonterías he hecho ya, se dijo, y sin embargo, salió a la calle sin pararse un momento en el portal para descartar un encuentro con Mari Carmen, como si supiera, a pesar de todo, que iba a alistarse dos días después.

La culpa la tuvieron los periódicos, los partes de la radio, los comentarios que escuchaba por todas partes. Esta mañana he oído que los alemanes se han cargado ya dos mil aviones rusos, le comentó un cliente al señor Turégano, y en el suelo, bombardeándolos antes de que pudieran despegar, así que, fíjese, van a llegar a Moscú en dos patadas... Su jefe sonrió, y fue adornando la noticia mientras la transmitía a sus clientes sucesivos. Eso era lo que decía la gente también en la calle, en los corrillos que se formaban delante de los quioscos, en las esquinas, en las paradas de los tranvías. Les va a durar menos Stalin que la dichosa línea Maginot, ¿que no?, que sí, que sí, que estoy de acuerdo contigo, si a éstos no hay quien los pare, fíjate en Francia, en Bélgica, en Polonia...

Al día siguiente, las cosas fueron todavía más lejos. Los periódicos hablaban del gran triunfo alemán, anunciaban la inminente caída de Minsk, de Kiev, de Odesa, publicaban mapas en los que las puntas de las flechas que simbolizaban el avance invasor, acariciaban ya los nombres de Moscú, de San Petersburgo. Julio se acordó de aquellas cuatro pesetas y media de taxi que separaban a Franco de la Puerta del Sol en noviembre de 1936 y de los espejismos sucesivos, contradictorios, que habían sembrado ante sus ojos, para concluir que dos principios tan idénticos no podían sino abocar a idénticos finales, aunque el proceso no podía ser el mismo. Los alemanes eran más, mucho más poderosos, más fuertes, y ricos, y mejor armados que las tropas en gran parte extranjeras, mercenarias, de un general español y canijo que tenía en contra a la mayoría de los habitantes de su país y que, así y todo, había ganado la guerra. Y Julio Carrión González, que una vez se había prometido a sí mismo no volver a ir jamás con los que pierden, la había perdido. Ahora parecía mucho más fácil acertar.

Eugenio le había dado su teléfono, pero no se atrevió a llamarle. Sin embargo, el día 26, cuando salió de trabajar, se fue derecho a la Cervecería Alemana y allí le encontró, con otros falangistas uniformados que formaban corro alrededor de su hermano Arturo, sentado en una silla de ruedas, con dos condecoraciones militares prendidas en la camisa, una manta sobre la huella ausente de sus piernas, y una envidia feroz en los ojos.

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