El corazón helado (86 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Ésa ya no vive aquí —una mujer desconocida le miró con aprensión desde el umbral de la casa de Evangelina, la frutera.

—¿Se ha ido del pueblo?

—No, pero vive más allá de la estación, a la izquierda, en unas casas grandes, con las fachadas de cemento.

Julio asintió, le dio las gracias. Conocía aquellas casas, que no eran casas, sino viejos almacenes del ferrocarril, que ya estaban en desuso cuando él se marchó a Madrid. No le sorprendió. Evangelina, que al estallar la guerra acababa de casarse con uno de los compañeros de su madre, se había quedado viuda mucho antes de que terminara. Su marido había muerto defendiendo Bilbao, pero el duelo no había paralizado a su mujer, que siguió siendo la mano derecha de Teresa González en todos los comités que se inventaba y acababa presidiendo antes o después. Por eso había pensado en ella. Porque, si no estaba en la cárcel, necesitaría el dinero.

—Es mucho trabajo...

Evangelina, que acababa de cumplir treinta y cuatro años, a veces añoraba la cárcel, porque allí dentro no tenía que pensar en nada, ni cuidar de nadie que no fuera ella misma, y cuando iba a verla, su madre le decía que la niña estaba bien, que la familia estaba bien, que no se preocupara. Desde que había salido, todo era distinto. Desde que estaba fuera, Evangelina había vuelto a la guerra, una guerra sórdida y pequeña, constante y personal, la batalla diaria del desempleo y los jornales raquíticos, de los precios altísimos y el acoso perpetuo de la Guardia Civil, de las puertas que se cerraban a su paso y los vecinos que no la saludaban, de la tarea de criar a su propia hija como si fuera una apestada y las horas de espera en la puerta de otra cárcel, entre las manos un paquete repleto con el fruto de su ayuno de cada semana, para mentir —todos estamos muy bien, tú no te preocupes por nada— a su hermano pequeño, que se había echado al monte en el 39 y había aguantado allí, a caballo entre dos sierras, hasta que uno de sus compañeros decidió entregarse y entregarle a él, junto con otros, a principios del 43. Evangelina, a veces, añoraba la cárcel.

—Hace mucho tiempo que no voy por tu casa —añadió, tratando de disimular su excitación, una codicia súbita, nerviosa, mientras miraba a Julio con los ojos hundidos en un rostro que habría impedido a cualquier desconocido adivinar su edad, la piel tirante y sin embargo seca, palidísima, transparentando la huella de los huesos—, pero por lo que se ve por fuera...

—Yo lo hago —una chica muy joven, una cría de doce o trece años, que había escuchado la conversación desde la puerta de aquel antiguo almacén cuyos ocupantes habían dividido en habitáculos colgando esteras de dos cables que delimitaban una especie de pasillo central, se atrevió a salir para mirar a Julio, muy sonriente—. A mí no me importa que sea mucho trabajo, yo lo hago, de verdad que no me...

—¡Juana! —Evangelina gritó su nombre, se la quedó mirando con una expresión avergonzada y furiosa al mismo tiempo, cosechó a cambio una mirada lastimera, suplicante—. Ha venido a verme a mí. Y yo no he dicho que no quiera hacerlo.

—Lo siento —la chica se disculpó, pero no alteró la composición de su mirada—. Yo creía...

Julio las miró mientras se miraban, y miró a su alrededor, aquella calle de tierra, sin aceras, sin postes de la luz, sin fuentes, sin coches, sin hombres. En aquel barrio no había hombres, sólo ancianos y mujeres, mujeres solas de todas las edades con sus hijos, ninguno muy pequeño, niños de ocho, de diez, de doce años, niñas dispuestas a trabajar en lo que fuera como las adultas que no eran, y a hacerlo más barato, más deprisa, sin discutir el precio, sin intentar negociar, sin poner pegas.

—Sé que es mucho trabajo —insistió Julio, con un acento manso y su sonrisa encantadora mejor domesticada—, pero estoy dispuesto a pagar bien.

—Entonces podemos hacerlo entre las dos —Evangelina aceptó el abrazo de su flamante compañera con algo parecido a una sonrisa—, así iremos más deprisa. ¿Cuándo quieres que empecemos?

—Ahora mismo.

Mientras las acompañaba a casa de su padre, Julio preguntó por las tierras, por las ovejas de Benigno, y Evangelina le contó que lo había arrendado todo, y se las arregló para confirmar sus sospechas sin pronunciar una sola palabra que pudiera comprometerla. Por eso las dejó solas y se fue derecho a buscar a aquel cabrón que le saludó levantando el brazo, ¡arriba España! Él no le respondió que arriba siempre. Te voy a perdonar los atrasos, se limitó a advertirle, después de escuchar que no guardaba ningún recibo de las cantidades, según él justas, exactas, escrupulosamente idénticas a las acordadas, que había ido pagando a su padre siempre en metálico, pero a partir de ahora lo quiero todo por escrito y, de momento, el dinero de los arriendos lo ingresas en el banco, ¿a que este mes no lo has pagado todavía?, ¿no, verdad?, pues ya sabes... Y antes de salir de su casa, se volvió, contento pero también muy sorprendido por la eficacia de sus amenazas, para señalarle con el dedo por última vez, y que no te lo tenga que volver a repetir.

En el bar de la plaza le pasó algo parecido. Sus paisanos guardaban una memoria muy precisa de aquella mañana en la que se había paseado por el pueblo con un falangista uniformado, y de su última visita, ya con camisa azul y boina roja, los papeles arreglados para marcharse a Rusia. Esa imagen, más que eficaz, más que potente, era también más valiosa que el retraso de su vuelta. Habían pasado ya tres años desde que el otro divisionario superviviente de Torrelodones volvió al pueblo, pero había vuelto contando que Julito tenía un destino en la retaguardia, que se llevaba con los jefes a partir un piñón, y que por eso se había quedado allí. Ahora volvía, otra vez de visita, bien vestido, con dinero y aplomo de hombre de mundo, y ya estaban en abril de 1947, todavía estaban en abril de 1947, pero lo mejor seguía siendo no saber, no hablar, no pensar, no decir, no ser nada ni nadie. Por eso se alegraron de verle, le dieron palmadas en la espalda, le sonrieron y no hicieron preguntas. Él no las echó de menos. Había tenido que dar muchas explicaciones antes de llegar allí, y le quedaban muchas explicaciones que dar, todavía.

Si no se hubiera equivocado por tercera vez, si hubiera acertado en sus cálculos más obvios, las expectativas que por primera vez en mucho tiempo habían puesto de acuerdo a todos los españoles que vivían a ambos lados de la frontera francesa y aun del océano Atlántico, todo habría sido más fácil. Porque a nadie se le habría ocurrido pensar que los aliados fueran a dejar a Franco en su sitio. Ni siquiera al propio Franco. Los exiliados de París se daban cuenta. Éstos están acojonados, decían ante la puerta de la embajada de España, no les llega la camisa al cuerpo... Eso era verdad, y era lógico.

Decenas de miles de guerrilleros españoles, combatientes republicanos a los que el gobierno de Daladier había tratado en 1939 como si fueran la escoria de la delincuencia mundial, habían luchado al lado de los aliados para derrotar a los alemanes y su contribución había sido importante en muchos lugares, decisiva en el sur, donde habían liberado ellos solos pueblos, ciudades, comarcas enteras. Pero no luchaban por Francia. Luchaban por España, para seguir luchando, para poder volver a luchar en España, y los franceses lo sabían, los aliados lo sabían, todo el mundo lo sabía. Hoy por ti y mañana por mí, pensaban, pero no. Pero no. Hoy fue por ellos y al día siguiente por Francisco Franco. No habían admitido a España en la ONU, eso sí, pero el dictador se fumó un puro con esa prohibición. Luego, los campeones de la democracia mundial le dedicaron unas palabritas, las reconvenciones blandas, cómplices, que una abuela cansada y afectuosa dirigiría a un nieto simpático pero un poco travieso, si no te portas bien, un día de éstos, ya veré cuándo porque tampoco es que corra prisa, te voy a dejar sin postre. Y nada más. Absolutamente nada más.

—La traición es la ley, la norma de mi vida —le había dicho Ignacio Fernández cuando la mecha del último cartucho se negó a prender en la pólvora mojada de aquel desenlace increíble, inconcebible—. Vivo para ser traicionado. Me levanto y me acuesto, como, respiro, lucho, me juego la vida para ser traicionado una y otra vez, de frente y por la espalda, por los amigos y por los enemigos, en mi país y en el extranjero, porque la traición es la ley, la realidad, la única norma...

Estaban ya en diciembre de 1946, habían pasado más de diez años desde la primera traición que soportaron, y nada había cambiado para ellos. Cuando la radio y el destino dieron por concluida al mismo tiempo aquella declaración de la ONU, el camarero del bar donde se habían reunido para escucharla, un riojano alto y fuerte como una torre que se llamaba Tomás y había entrado en París con la «Nueve», tres dedos de menos en el pie izquierdo y una sordera irreversible en el otro oído, se echó a llorar como un niño pequeño.

—Somos los parias de la Tierra —Ignacio ya no hablaba para nadie, los ojos fijos en el fondo del vaso—, los parias de la Tierra, maldita sea, malditos sean, malditos seáis...

Si no se hubiera equivocado, todo habría sido más fácil. Si el mundo no hubiera traicionado, si no hubiera abandonado, si no hubiera dado la espalda a hombres como aquéllos, él habría vuelto a España por la puerta grande. Cuando Juan Manuel, aquel taxista de Madrid reconvertido en obrero metalúrgico en Orleáns, le preguntó de dónde salía, Julio mintió poco, lo justo.

—Me alisté en la División Azul, por la paga y para pasarme, pero cuando lo intenté, me cogieron —y siguió contando en voz alta, en primera persona, la historia de Pancho Serrano con un epílogo inventado, personal—. No tenían pruebas contra mí. Aquella semana ya habían fusilado a tres, y yo siempre negué que quisiera desertar. Dije que me había perdido, allí es muy fácil perderse, ¿sabéis?, por la nieve, porque todo es igual, todo blanco, y a los fachas les daba mucha rabia declarar desertores, porque tenían muchísimos, diez veces más que el ejército alemán, por lo menos... —hizo una pausa para estudiar la reacción de su auditorio, pero no encontró ningún signo de recelo en los tres pares de ojos que le miraban—. Los nazis ya estaban hartos de desertores españoles, así que me juzgaron y me condenaron por un delito de indisciplina. Hasta que la División se retiró, estuve en una especie de batallón penitenciario, desarmado y haciendo el trabajo duro, cavar zanjas, construir caminos de troncos, cosas así. Luego, me metieron en un tren para mandarme a España y me dijeron que no volverían a juzgarme, que quedaría en libertad, pero salté del vagón cerca de Marsella. Me pegué un buen trastazo, pero no me rompí nada. Y desde entonces, hace cinco meses ya, voy de aquí para allá, escondiéndome de los gendarmes y trabajando en lo que sale...

Ni Juan Manuel ni ninguno de sus dos amigos le preguntaron mucho más, porque Julio no estaba en España, sino en Francia, igual que ellos, y los exiliados del 39 estaban acostumbrados a escuchar historias como ésa y mucho más extrañas. Martín, que había sido pastor en Vizcaya antes de trabajar en la misma fábrica que el antiguo taxista, tenía menos hijos que éste, pero compartía un piso pequeño con su hermana, su cuñado y dos sobrinos. Los hijos de Pablo, en cambio, no estaban en Francia. El mayor estaba en España, preso, y los dos pequeños, una niña y un niño, en la Unión Soviética. Bueno, eso suponemos, le dijo mientras lo llevaba a su casa, porque allí los mandamos desde Barcelona, pero hace mucho tiempo que no podemos escribirles, ni ellos a nosotros, claro... Su mujer, Maruja, murciana como él, se alegró de volver a tener un chico en casa.

Pocos días más tarde, el que había sido el español más misterioso y elegante de Riga, trabajaba para un empresario francés que facilitaba documentación falsa a sus propios obreros indocumentados y se cobraba el favor descontándoles casi la mitad del sueldo. No le importó, porque eso era exactamente lo que pretendía. Mientras él se agotaba levantando bultos y transportándolos de un lugar a otro, Romualdo Sánchez Delgado estaría en Madrid, bien vestido, con dinero y hablando de los tanques invisibles que los alemanes seguían perfeccionando en secreto, y esa escena parecía una cosa pero significaba otra muy distinta. Los tanques invisibles no existen, Romualdo, se decía Julio a sí mismo cuando se encontraba demasiado cansado, desanimado o harto, pero las cárceles sí. Y ahí es adónde vas a ir a parar tú cuando yo esté sentado en una terraza de la calle Alcalá, con dinero y bien vestido.

Eso era lo que iba a pasar, lo que tenía que pasar, lo que era lógico, y justo, y razonable e inevitable que fuera a pasar. Julio no lo dudaba, no lo dudaban Juan Manuel, ni Pablo, ni Martín, ni muchísimo menos los que conoció cuando decidió probar suerte en París, al año siguiente, Tomás, Aurelio, Amadeo, Ignacio, los dedos todavía manchados con la pólvora de la victoria y los oídos calientes de escuchar el
Himno de Riego
que las bandas de música de los pueblos por los que habían pasado tocaban a continuación de
La Marsellesa,
durante los desfiles de la Liberación. Sus armas eran distintas. Él tenía dos barajas, la suerte de tener dos barajas, cartas marcadas, documentos auténticos de todos los colores, y algo aún más raro, más valioso. Otros nacen guapos, ricos, príncipes. Julio Carrión González había nacido simpático y lo sabía, sabía que caía bien a la gente, que inspiraba confianza en los hombres y deseo en las mujeres, y sabía que los más listos también son tontos cuando tienen enfrente a alguien más listo que ellos.

Eso lo tuvo presente siempre, y más que nunca cuando comprendió que sus sucesivas equivocaciones le habían puesto en el camino del acierto definitivo.

—Buenos días, me gustaría ver a don Ernesto Huertas —y sonrió como él sabía hacerlo, pero aquella mañana de febrero de 1947, en el mostrador de la embajada de España en París no atendía una mujer, sino un funcionario moreno, seco, con un indeterminado acento castellano.

—Lo dudo —aquel hombre le miró de arriba abajo para dejar claro que no le gustaba mucho lo que estaba viendo, antes de explicarse—. Aquí no trabaja nadie que se llame así.

—Bueno, pues si algún día llegara a trabajar, o si usted se acordara de repente de alguien con ese nombre... ¿Podría hacerme el favor de darle este sobre?

El recepcionista volvió a mirarle, a medirle con los ojos, antes de extender la mano, y él se despidió con mucha ceremonia y una sonrisa tan encantadora como la que había acompañado a su primera petición.

Ernesto Huertas le hizo esperar tres días, pero al cuarto fue a su encuentro delante del quiosco de prensa ante el que Julio le había asegurado en su nota que estaría todas las tardes, a las seis en punto.

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