El corazón helado (81 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Bien, bien... —decía yo—. Pero voy muy despacio, acabo de empezar, ya sabes.

A mediados de mayo, le había anunciado a mi mujer que iba a escribir un libro sobre la experiencia didáctica de los museos científicos interactivos. Ya había publicado varios, mi tesis doctoral, una recopilación de artículos aparecidos en diversas revistas o presentados en congresos igual de diversos, un ensayo de cuatrocientas páginas sobre las repercusiones teóricas de la irrupción de los quarks, con el que había ganado un premio muy prestigioso pero sin ninguna dotación económica, y un tomo todavía más gordo, que tendría que haber escrito a medias con el profesor Cisneros y terminé escribiendo yo solo, para una Historia de la Física en España dirigida por José Ignacio Carmona. Él mismo fue quien me dio la idea en una de las cenas con mujeres que celebrábamos periódicamente.

—Tu cátedra está a punto de caramelo, Alvarito —dijo de sopetón, sin anunciarse—. Deberías encerrarte a escribir.

Al principio creí que era un golpe de suerte. Luego, mientras miraba a mi maestro a la cara, pensé que tal vez fuera algo más, una solidaria muestra de complicidad, pura benevolencia. Al final, cuando José Ignacio se lanzó a acortar todos los plazos razonables y Fernando puso una cara de miedo tan cómica —noviembre, repetía, noviembre, qué horror, pobrecito, noviembre—, que acabó por reírse él solo sin que le siguiera nadie, comprendí que querían putearme, abrumarme con la perspectiva de una oposición en el único momento de mi vida en el que no sería capaz de afrontarla. Pero me dio igual. Yo sabía de sobra que al caramelo le quedaban por lo menos dos años para estar a punto, ya había corregido las pruebas de otro libro con tres artículos largos que saldría en Navidad, y tenía material de sobra para redactar en un par de meses la apasionada defensa de la experiencia didáctica de los museos científicos interactivos que José Ignacio, encaramado ya en el estatus académico que otorga el privilegio de señalar a los demás lo que tienen que escribir en vez de hacerlo uno mismo, me había dicho que resultaría imprescindible que publicara lo antes posible en beneficio de nuestro heroico e incomprendido apostolado. Así que aquella noche, al llegar a casa, me limité a recapitular para Mai.

—Voy a tener que ponerme a escribir, ya lo has oído.

—Claro —me respondió ella, que había estado toda la noche absorta en la comunicación de sus proyectos decorativos.

—Tendré que encerrarme por las tardes —añadí, con el acento más abrumado que pude improvisar—, en la biblioteca de la facultad, y en la del Consejo, y eso no es lo peor. Estoy pensando que, con un poco de mala suerte, o de buena, según se mire, tendré que trabajar en verano. No sé si voy a poder irme de vacaciones.

Mi mujer me dedicó una mirada comprensiva y un comentario clarividente antes de darme un beso de buenas noches.

—¡Qué barbaridad! Todo se junta, ¿eh? —entonces fue cuando me besó—, ¡Pobre Álvaro! Primero la muerte de tu padre, luego la obra de la casa, y ahora, por si fuera poco, tu oposición...

—Sí —yo le di la razón y fui sincero—. Esa es la verdad, todo se está juntando.

Y al día siguiente, antes de entrar en clase, fui a ver a José Ignacio, a quien yo no le había contado nada aunque, evidentemente, Fernando se lo había contado todo, y le di las gracias. Qué hijo de puta, se limitó a comentar, cuando le expliqué las razones de mi gratitud. Su informador solía ser mucho más locuaz.

—¡Joder, Alvarito, cómo estamos!

—Aparte de encoñado, gilipollas —yo me limitaba a repetir su profética, precoz definición.

—Y además que sí. No sé si escribir al libro Guinness o al Defensor del Pueblo, no te digo más...

Yo me reía, pero me daba cuenta de que tenía razón. Aparte de encoñado, estaba gilipollas, aturdido, pasmado, ensimismado, como esos niños tontos que dejan pasar las horas de su infancia, y aun las de su vida, mirando las hojas de un árbol, la forma de sus dedos, o la luna. Estaba gilipollas pero nunca lo había sido, no lo era, y por eso comprendía mi situación, cada vez más difícil, más comprometida e incierta, y comprendía también las ventajas de mi inocencia, un término que rebasaba el prestigio de mi tradicional virtud para ampararme en la ignorancia de los trucos, la astucia, la culpa de los maridos infieles que se delatan a sí mismos en el ardor de sus excusas repetidas. Yo nunca había sido un marido infiel, sino más bien el rey Midas de los currículos, la abeja reina de los tramos de investigación, un teórico concienzudo, súbdito satisfecho de la lenta y exigente tiranía de la lentitud que gobierna el tiempo en las bibliotecas. Mai no formaba parte de los datos del problema, no en apariencia, no todavía, y sin embargo el problema existía, y le concernía, y algún día su formulación tendría que cambiar antes de desaparecer del todo. Ese día, la solución estaría en mis manos, o no. O no. Sólo de pensarlo, me ponía enfermo, y podía distinguir el color del pánico, medir con precisión, y en mi propio estómago, el volumen exacto de la nada que cabe en el vacío. Por eso prefería no pensarlo. Lo tenía fácil, porque aparte de encoñado, estaba gilipollas, y aparte de gilipollas, seguro de que el mayor error de mi vida no sería renunciar a Raquel Fernández Perea. Esa certeza me sostenía, me animaba a no hacer nada más grave, más decisivo que echarme a reír al escuchar las jocosas cavilaciones de mi amigo. Hasta que un día, Fernando dijo algo más, algo distinto.

—Bueno, pues yo creo que ya me la podrías presentar.

—¿A quién? —le pregunté, sin hacerle mucho caso.

—A la emperatriz de la China —entonces le miré y se echó a reír—. ¿A quién va a ser? El curso se ha acabado ya, he corregido la mitad de los exámenes, y a este paso, me voy a ir a Comillas sin conocerla...

Al escuchar estas palabras, me quedé mirándole y me asombré en un momento de muchas cosas a la vez. La primera era que no se me hubiera ocurrido a mí, que ni siquiera se me hubiera pasado por la cabeza presentarle a Raquel. La segunda era que no me apetecía presentársela. Aquel día era el primero de julio, habían pasado casi tres meses desde que un péndulo caótico empezó a ordenar, a desordenar mi vida, y sin embargo todo estaba empezando, todo seguía empezando cada tarde, y nada sucedía fuera del dormitorio de Raquel, de las ilimitadas, cósmicas dimensiones de una cama conectada con el núcleo anaranjado y vivo del planeta. Por eso, y ésa fue la tercera cosa de la que me asombré en tan poco tiempo, después de una comida y dos cenas sucesivas, tan cuidadosamente programadas como aquélla, apenas habíamos salido a la calle.

Desde que un malévolo comentario de José Ignacio hizo posible que la ciencia me devolviera con creces todo cuanto había invertido en ella sin esperar recompensa, iba a buscar a Raquel al banco muchas tardes y comíamos juntos, casi siempre algo rápido, un par de tapas en la barra de un bar. El verano había comenzado ya, y la templanza de la primavera, aquella necesidad que se bastaba a sí misma y era un bien capaz de dilatarse en el tiempo, me parecía tan lejana como si hubiera sucedido en otra vida, como si hubiera sido otro el hombre adulto, maduro, consciente de sus límites y sus posibilidades, que había aprendido a retrasar a conciencia un placer nuevo y difícil de definir. Ese hombre había desaparecido, se había esfumado con su dudosa corte de conceptos prestigiosos y pueriles, con la ineptitud de virtudes como la prudencia, como la cautela, como el cálculo en el que había confiado toda su vida y ahora le estorbaba para solucionar un problema que cada vez le importaba menos resolver.

El verano había comenzado ya y yo era verano. La necesidad se había desnudado de los torpes ropajes que la camuflaban y yo nunca tenía bastante. Muchas tardes iba a buscar a Raquel al banco, la veía acercarse a través de las cristaleras de la puerta, la besaba como se besan los adolescentes al salir de los institutos y no tenía bastante. Tampoco tenía hambre, pero ella se empeñaba en ir a tomar algo, decidía el lugar, pedía el vino, se comía su plato muy deprisa, me miraba, se echaba a reír, se comía también el mío, y yo la veía comer, la veía beber, la veía reírse y no podía controlar la cantidad de saliva que se acumulaba dentro de mi boca mientras mis dientes se herían a sí mismos, de tan afilados, y podríamos haber ido andando hasta su casa, Ópera, Santo Domingo, San Bernardo, casi una línea recta, pero cogíamos un taxi porque yo nunca tenía bastante.

Tampoco después, porque después era otro de esos conceptos que habían dejado de existir. En el universo real e ilimitado que cabía dentro de la cama de Raquel, nunca era después, siempre era ahora. Y ahora siempre estaba empezando a ser, y era un comienzo demasiado precioso, demasiado intenso y placentero y nuevo y especial como para desperdiciarlo en tonterías. Podríamos salir luego a tomar una caña, decíamos, pero no salíamos. Todo el mundo dice que esa película está muy bien, me gustaría verla, a mí también, pero no íbamos al cine. Hablábamos de nuestros amigos, ya verás, te encantaría, es tan divertido, tan graciosa, tan listo, voy a llamarle, voy a llamarla, podemos quedar un día de éstos, pero no lo hacíamos. No quedábamos con nadie, no íbamos a ninguna parte, no salíamos de su casa, no nos movíamos de su cama, porque yo no tenía bastante.

No habían pasado ni tres meses desde que Raquel me ofreció la cordura y yo la rechacé, pero pasaba el tiempo y no pasaba, porque todo volvía a empezar cada día, en un eterno ahora en el que yo temía que jamás tendría bastante, para experimentar un regocijo extraordinario donde cualquier persona sensata se habría echado a temblar. Yo ya no era una persona sensata y no tenía ni idea del significado de la palabra después, y quizás por eso, o para terminar de asombrarme a mí mismo, aquella mañana miré a Fernando Cisneros y le dije que sí.

—Bueno, pero después del día 4.

—¿Qué pasa —y me miró con las cejas arqueadas de asombro— que ahora lo celebramos?

—No —sonreí—. Pasa que ese día entran los albañiles que van a tirar la cocina para hacerla nueva otra vez. Mai se va con el niño a casa de mi madre, a La Moraleja, porque no se pueden hacer obras con Miguelito en casa, por supuesto... Vendrá a trabajar todos los días con mi hermana Angélica y se volverán juntas, las dos tienen horario intensivo. Se turnan, ¿sabes?, para no andar con dos coches ni cansarse conduciendo, en fin... —Fernando, que ya me estaba viendo venir, se echó a reír y no me pude resistir a acompañarle—. Este año yo iré y vendré más bien poco, a comer los fines de semana y a dormir algún sábado, como mucho. Me he ofrecido a supervisar la obra, porque... —hice una pausa estratégica—, como parece que la convocatoria de mi cátedra se precipita y tengo que publicar tanto y tan deprisa, no puedo perder concentración, y mucho menos el tiempo en los atascos de la carretera de Burgos, como comprenderás. Ni siquiera sé si voy a poder ir a la playa en agosto...

—Coño —me dio una palmada en la espalda—, qué listo te has vuelto últimamente, Alvarito. Cualquiera te echa un galgo...

—¿A que sí? —le dediqué una sonrisa satisfecha—. Yo también lo creo.

Pero después del 4 de julio, concretamente el 6, antes de comer, descubrí que no era tan listo.

—Querida —le dije a Raquel el día 5 al despertarme en su cama, con el acento hueco, teatral, que ella me había enseñado y usábamos a veces para jugar—, me temo que vamos a tener que dedicar algún tiempo a cultivar nuestra vida social.

Ella se incorporó sobre un codo, se echó a reír y me consintió contemplar lo guapa que era por las mañanas antes de hacer preguntas.

—¿Tu hermano Julio?

—No —respondí—, aunque no está mal visto, porque ése será el próximo en cuanto se entere. Pero me gustaría que quedáramos con mi amigo Fernando, ese al que me llevé al teatro a ver un musical basado en los cuentos de Andersen, ¿te acuerdas? —se rió, se acordaba—, porque es muy cotilla y ya no puede más.

—Vale —dijo, y luego miró el reloj, pegó un grito—. ¡Uy!, es tardísimo, voy a llegar tarde...

Se metió en el baño y antes de marcharse con una tostada en la boca, volvió a decirme que sí, que como yo quisiera. A media mañana, cuando la llamé para contarle que Fernando había desestimado con firmeza la modestia de mi propuesta inicial —¡sí, hombre, una copa rápida, y qué más!, para una vez que me divierto—, y proponía cenar aquella misma noche, no había cambiado de opinión.

—¿Qué me pongo? —me preguntó a cambio.

Esa inquietud me conmovió tanto que casi sentí la baba que se derramaba desde las comisuras de mis labios para empapar mi barbilla, mi garganta, el cuello de mi camisa. Y cuando colgué, después de sugerirle que se pusiera aquel vestido que había elegido para cenar conmigo en el japonés y los mismos tacones, pensé que tal vez la palabra gilipollas se hubiera quedado corta para definir mi estado, y que convendría encontrar algo más fuerte.

—¿Qué, estoy guapa? —me dijo cuando la recogí en la puerta de su casa, como una adolescente que ha decidido salir por primera vez a la calle con la ropa de su madre, sin la engorrosa protección de una infantil chaqueta de lana rosa.

—Como para no ir a cenar —le contesté, y se echó a reír.

—Pero vamos a ir —puntualizó—, porque yo también soy muy cotilla —Fernando hizo un gesto mudo, pero muy elocuente, cuando la vio entrar delante de mí en el restaurante que había elegido, un asturiano donde la calidad de la comida era tan indiscutible como el ruido que atronaba entre las mesas vestidas con manteles de cuadritos, tan pegadas entre sí que había que prestar mucha atención para no perder la conversación propia entre las ajenas. Era el último sitio que yo habría escogido en su lugar, pero a Raquel le gustó, y pisó fuerte desde que atravesó el umbral de la puerta aunque su aspecto, aquel vestido audaz de un tejido pálido, sedoso, muy escotado, muy corto, las tiras de encaje que evocaban las combinaciones de otra época, y el pulserón de su bisabuela en la muñeca, resultaba demasiado sofisticado, demasiado elegante y nocturno en aquella especie de taberna ilustrada cuyos clientes iban vestidos de cualquier manera. No se sintió extravagante, ni incómoda, porque sabía por qué la miraba la gente al pasar. Aquella noche, sencillamente, Raquel Fernández Perea reinaba sobre el mundo, y el mundo acataba su imperio con un gozo sumiso, completo, al que Fernando Cisneros ni siquiera intentó resistirse.

Yo sólo había impuesto una condición previa a aquella cena. Ni se te ocurra contarle la historia de tu abuelo Máximo, le había dicho, porque en cuanto empieces, la cojo y me la llevo. Fernando se había echado a reír, ¡coño, no sabía que me tuvieras miedo, Alvarito! No, no es eso, respondí, mintiendo sólo a medias, porque sí le tenía miedo, tenía miedo de él y de cualquiera, miedo de cualquier cosa que pudiera abrir la menor fisura entre Raquel y yo, es que sus abuelos son más admirables que los tuyos y no quiero que hagas el ridículo. Ya, ya, eso habría que verlo, se limitó a contestar, a ver, ¿cuántos años estuvieron en la cárcel? Ninguno, pero se exiliaron a Francia, y lucharon en la segunda... ¡Ah, claro!, me interrumpió, pobrecitos, se exiliaron, qué pena me da, no te jode, así cualquiera... Bueno, pero es mi chica y son mis condiciones, o las aceptas o no hay cena. Las aceptó, e incluso renunció a envolvernos en una de las interminables crónicas conspirativas de política académica que le gustaban tanto. Yo dirigí la conversación y mientras escogía historias viejas de eficacia asegurada, anécdotas disparatadas o malévolas que los dos podíamos contar a medias para hacer reír a Raquel, me di cuenta de que la reina del mundo estaba bebiendo más, y más deprisa que de costumbre.

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