—¡A lo mejor te parto la cara!
—¡A lo mejor te la parto yo a ti!
—¡Ya está bien! —su cuñado se interpuso entre ellos deteniendo a Mateo con el brazo izquierdo mientras apretaba el hombro derecho contra Ignacio cuando estaban a punto de empezar a pegarse—. ¿Os habéis vuelto locos o qué? Pues sí, esto era lo que nos faltaba, ya...
—Todos callados, que viene mamá.
La advertencia de Paloma, que corrió hacia su marido, no llegó a tiempo para separarlos del todo, y a María Muñoz, que nunca se enteraría de la discusión que la había provocado, se le saltaron las lágrimas al ver aquella escena, sus hijos juntos, abrazados, unidos como una piña en el centro del salón de su casa.
—¿Pero qué pasa aquí?
—Nada —Mateo, que había llegado a agarrar a Ignacio de una solapa, deslizó deprisa una mano sobre los hombros de su hermano y rodeó con la otra la cintura de su mujer—, que a tu hijo le han ascendido a capitán y va a invitarnos a todos a cenar, para celebrarlo.
—Sí —Ignacio se dejó abrazar mientras sonreía a su madre—. Había pensado en Lhardy, aunque si os gusta más otro sitio, no tenéis más que decirlo. Todavía estamos a tiempo.
—¡Será por restaurantes! —intervino María, que era la pequeña y apenas había tenido tiempo de frecuentarlos, y todos se echaron a reír.
—Hay que ver... —su madre también se reía—. ¡Qué humor tenéis, hijos míos!
María Muñoz, que se había pasado veinte años haciendo dieta para adelgazar con resultados menos que discretos y ahora podía abrocharse algunas de las faldas que usaban sus hijas antes de la guerra, los besó deprisa y volvió corriendo a la cocina, para no echarse a llorar y estropearlo todo. Creía que aquélla iba a ser la peor noche de su vida, pero se equivocaba. No pasarían muchos meses antes de que se aferrara a su recuerdo como al último de los buenos tiempos, tiempos de hambre y de zozobra, de inquietud y de incertidumbre, de indignación, de impotencia, de amargura, de miedo, de rabia, pero también de hijos fuertes, jóvenes, vivos. No pasarían muchos meses, pero aquella noche, la víspera de su partida, de la huida que su marido y ella habían pospuesto hasta el último instante razonable, no podía saber que nunca volvería a ver a Mateo, que nunca volvería a ver a Carlos, ni a Casilda, y que sufriría por la suerte de Ignacio durante años en un país extranjero donde Paloma, sin llegar a morir, iría renunciando poco a poco a estar viva.
A veces, cuando miraba hacia atrás, la transformación que había sufrido su vida en los últimos años le parecía imposible, increíble. Ella también había llegado a odiar, y por eso no se arrepentía de nada, pero tampoco entendía muy bien cómo había sucedido, qué había pasado con aquella niña solitaria que parecía abocada a un destino tan diferente, el aburrimiento plácido, convencional, confortable, para el que había sido educada. Su madre había muerto a consecuencia del parto, y a su marido, de quien la única hija de ambos guardaría apenas un recuerdo borroso, casi mítico, porque pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid, lo había matado una epidemia de tifus antes de que la niña cumpliera siete años. Desde entonces, María había vivido con las dos hermanas solteras de su padre en un cortijo perdido en medio de la provincia de Jaén, una casona enorme como un palacio, muy antigua y rodeada de olivares, olivares, olivares...
Cuando la dejaban subir a la azotea, los cerros sembrados de árboles que se prolongaban con la fluidez del agua en otros cerros idénticos para ondular suavemente el horizonte, creaban la ilusión de un océano verdoso, con destellos ocres, plateados, sobre el que la casa parecía navegar como un arca sellada y aislada del mundo. Era un espectáculo grandioso, pero su belleza, que asustaba a María, encerraba la maldición de la soledad. Desde la azotea, los olivos brillaban como las crestas felices de la riqueza, sin que ningún edificio perturbara la ensimismada complacencia que no podía comprender una niña sola, sin nadie con quien hablar, con quien jugar. Cuando era pequeña, solía pasar las tardes con los hijos de los caseros, dos varones algo mayores que ella, que eran muy brutos pero muy divertidos, y le enseñaron a coger nidos y a cortarles los rabos a las lagartijas. Todo eso terminó el día que cualquiera de sus dos tías pronunció la palabra fatídica, señorita. Ella era una señorita y tenía que aprender a comportarse como lo que era. Primero fue una institutriz, luego otra, después el internado en un colegio de monjas de Jaén, por último, su voz.
A María, que muchos años después sostendría a su familia dando clases de canto a niños sin más talento que el dinero que sus padres podían pagar por ellas, la salvó su voz. Cuando parecía que su suerte estaba echada, que no podía aspirar a otro futuro que una monótona sucesión de días iguales, sin variedad, sin emoción, sin aventura alguna, su voz extraordinaria, plena de potencia, de matices, le abrió camino hacia un mundo distinto. La voz de María es un tesoro, sentenció la madre superiora delante de sus tías cuando estaba a punto de cumplir quince años, y aquí no podemos explotarlo más. Sería una pena que no la puliera, que no la educara, que no estudiara canto... Sus tías se miraron, perplejas. ¿Para qué?, preguntó Amparo, la mayor, que se había quedado soltera porque había querido, después de que su padre se negara a dejarla ingresar en un convento, si no va a ser cantante, va a heredar dinero de sobra para vivir de las rentas, ¿o no? Buscaba el apoyo de su hermana pequeña pero no lo encontró. Margarita, que aún no se consolaba por no haber conseguido un marido, y se desvelaba por las noches pensando que su pobre sobrina corría el riesgo de acabar igual que ella si no salía a tiempo del yermo social del cortijo, le llevó la contraria con mucha suavidad. Desde luego que no va a ser cantante, reconoció, pero cantar bien luce mucho en sociedad, ya lo sabes, y María tiene familia en Madrid, nuestra hermana, los hermanos de su madre, y antes o después tendrá que relacionarse, hacer amistades, no va a quedarse toda la vida aquí, con nosotras, y aunque sea rica, si además destaca porque canta bien, pues le será más fácil encontrar un buen partido, vamos, digo yo...
María siempre había pensado que para echarse novio le sería más útil su cara graciosa, redonda, la piel suave y aterciopelada, sin el menor accidente, ninguna imperfección, que al parecer había heredado de su madre, y sobre todo su pelo, castaño y brillante, fuerte y ondulado, que nunca se recogía del todo, no tanto para lucirlo como para esconder las orejas que seguían empeñadas en separarse de su cráneo después de años enteros de pegárselas a la cabeza con esparadrapo todas las noches, antes de irse a dormir, pero se limitó a cruzar los dedos y no se atrevió a preguntar si es que era fea. Nunca le había caído bien su tía María Pilar, ni sus hijas, Pili y Gloria, esas primas madrileñas tan estiradas que cinco minutos después de llegar al cortijo ya estaban deseando marcharse, pero cuando Amparo accedió a preguntarle si quería irse a vivir con ellas, las hubiera besado a todas en la boca. Y se fue a Madrid, y estudió canto, y sus primas dejaron de parecerle estiradas, y se hizo muy amiga de Gloria, y se divirtió como nunca, e hizo amistades. Aprendió que, sin ser una belleza, tampoco era fea, y destacó en sociedad, pero no besó a nadie hasta que una tarde de junio de 1911, cuando ya había cumplido diecisiete años, la besó un chico que se había enamorado de ella mientras la oía cantar el brindis de
La Traviata
en el salón de la casa de sus tíos. Se llamaba Mateo Fernández Gómez de la Riva, era de muy buena familia, amigo del novio de su prima, siete años mayor que ella, ingeniero de caminos y algo más.
—Conmigo no cuentes, que ya sabes que soy republicano.
Y entonces, Gloria, que conocía a la hija de una de las camareras de Victoria Eugenia, y se pasaba la vida haciendo planes para el día en que, por fin, su amiga cumpliera la promesa de llevarla consigo a alguna de las famosas reuniones informales que el rey celebraba en el Tiro de Pichón de la Casa de Campo, se echó a reír.
—¡Anda ya, Mateo, no digas tonterías, por favor! Republicano, con un abuelo conde, ya ves. Desde luego, tú, con tal de llamar la atención...
Estaban sentados, tomando un refresco en el quiosco que solían frecuentar en sus diarios paseos por la Castellana, uno de los lugares favoritos de la gente elegante cuando empezaba a apretar el calor. No era el lugar más indicado para hacer una declaración como aquélla, pero el discrepante parecía tan seguro de sí mismo que se limitó a sonreír mientras los demás le hacían burla, y no se dejó afectar por los chistes, las risas de los otros. María, que se había dado cuenta de que estaba interesado en ella, porque nunca le había visto hasta que el novio de Gloria los presentó en casa de sus tíos pero desde entonces los acompañaba con mucha frecuencia, le miró con atención y concluyó que si no hablaba, si no se defendía, era porque se sentía muy superior a sus primas, a sus amigos, demasiado como para malgastar tiempo y palabras en aquel lugar, en aquella compañía. Mateo Fernández Gómez de la Riva, rubio, de piel blanca, la nariz muy grande, el cuello demasiado largo, tenía cara de pájaro, pero también era alto, delgado, apuesto a su manera, y a María le gustaba desde que levantó en el aire la simbólica copa de Verdi para descubrir en sus ojos una emoción sincera, ferviente, que le elevaba sobre los aplausos corteses, casi indiferentes, de otros invitados de su tía María Pilar. Aquella tarde, mientras le veía sonreír a las bromas tontas, infantiles, de quienes de pronto no le parecieron otra cosa que una pandilla de imbéciles, le gustó mucho más, porque lo encontró interesante, misterioso, casi peligroso. Por eso, en el camino de vuelta se colocó a su lado, y dejó que sus primas cogieran ventaja.
—¿Tú eres republicano? —y la niña rica de pueblo que había crecido sola entre olivares antes de vivir su traslado a un colegio de monjas de Jaén como una aventura incomparable, sintió un escalofrío en la espalda al pronunciar esa palabra ardiente y afilada, prohibida, clandestina.
—Sí —él contestó con mucha naturalidad, sin embargo.
—¿De verdad? —insistió, y le hizo sonreír.
—De verdad.
—¡Ah! —María sonrió a su vez, se quedó quieta, dejó que él se acercara—. ¿Y por qué?
—Porque creo que todos los hombres somos iguales —ella se dio cuenta de que estaba hablando en serio aunque la expresión de su cara siguiera siendo risueña—. Porque creo que todos deberíamos tener los mismos derechos. Porque lo que está pasando en África me da vergüenza. Porque no es justo que los pobres mueran como moscas mientras los ricos pagan para librarse de ir a una guerra que sólo les beneficia a ellos. Porque este país está mal hecho y hay que volver a hacerlo entero, de arriba abajo.
—¿Y es verdad que tu abuelo es conde? —él asintió con la cabeza—. ¿Y no te parece bien?
—Mi abuelo sí, le quiero mucho. A ti también te gustaría, porque es muy melómano, un hombre notable, íntegro, generoso, casi librepensador, aunque no lo sabe y nunca lo reconocería. Lo que me parece muy mal es que existan condes, y duques, y marqueses. Pero es el padre de mi madre y, por desgracia, yo no voy a heredar el título.
—Pero... —María frunció el ceño—, no lo entiendo. ¿Eres republicano y te gustaría ser conde?
—Sí, me encantaría —hizo una pausa medida, risueña, para asegurarse de concentrar su atención—. Porque entonces podría pedir una audiencia, y me la concederían, y yo me iría a ver a Alfonso y le diría, toma, cabrón, métete el condado por donde te quepa.
—¡Hala!
María se puso colorada sin darse cuenta, se tapó la cara con las manos, se echó a reír, y no logró evitar que sus pies emprendieran por su cuenta una serie de ridículos saltitos. En esa secuencia de acciones espontáneas, casi infantiles, recuperó una sensación antigua, olvidada, un rabo de lagartija que se movía solo encima de una peña mientras su sangre hervía en la efervescencia de un millón de burbujas diminutas, la respuesta de su cuerpo a una codicia instintiva y temeraria de placeres oscuros, secretos, peligrosos.
—Perdóname —dijo cuando se recuperó, sus mejillas ardiendo todavía—, pero es que... Es que nunca había oído a nadie hablar así. Nunca he oído a nadie tratar al rey de tú, ni insultarle, ni... Suena casi igual que una blasfemia, ¿no? —él sonrió, como si le gustara lo que estaba escuchando—. Bueno, no sé, es que eres el primer republicano que conozco.
—¿Y te da miedo?
—No, no es eso. No me da miedo, al revés, me parece muy... —y cuando estaba a punto de decirlo, se calló, pensó un momento, calculó el riesgo, el peso de la palabra que iba a pronunciar, buscó un sinónimo más suave, menos comprometido, no lo encontró, miró a Mateo, sintió que se ponía un poco más colorada y se atrevió por fin—. Es muy romántico.
Entonces él la besó, posó apenas sus labios sobre la mejilla de María, como un anticipo, una promesa, la garantía de los besos verdaderos, los que no ponen en peligro la reputación de una señorita de excelente familia en el paseo más concurrido de Madrid, y a ella la tranquilizó tanto ese beso fugaz y comedido, tan convencional en comparación con las palabras que salían de los mismos labios, y le supo a tan poco al mismo tiempo, que le cogió del brazo, a una distancia más que precavida, para volver andando a su casa.
Después, sus primas entraron en el comedor cantando que María se había echado novio y fue ella quien tuvo que soportar con una sonrisa estoica su propia sesión de bromas y de chistes.
—Ay, pues voy a escribir ahora mismo a mi hermana Margarita —exclamó su tía María Pilar, tan divertida como sus hijas por la noticia—, para que deje de llevarle huevos a las monjas de La Carolina... Bueno, y ahora en serio. Me alegro mucho, María, me han contado que es un muchacho muy prudente, muy formal, y que ha acabado ya la carrera, ¿no? Es ingeniero, creo... Fíjate si me gusta, que me habría encantado —y miró a su hija mayor— para alguna de mis niñas.
—Pues, por lo menos —Pili, que estaba perdidamente enamorada de un oficial del ejército que se jugaba hasta las pestañas y del que su madre había oído que mantenía a una mujer en Alcalá de Henares, contraatacó de inmediato—, mi novio no es republicano.
—¿Y Mateo sí? —María Pilar miró a su sobrina con una sonrisa de oreja a oreja, como si acabara de escuchar un buen chiste—. ¿En serio? ¡Qué frivolidad!
—Es la familia de la madre, los Gómez de la Riva —su marido, que hasta entonces se había dedicado a ojear el periódico sin prestar mucha atención al regocijo femenino, intervino en un tono igual de amable—. En esa casa están todos medio locos. Son muy excéntricos. Buena gente, divertidos, y cultísimos, eso sí, pero demasiado originales, la verdad, y eso que su padre es conde... No sé cómo los aguanta el pobre Fernández. A su mujer la lleva muy derechita, pero sus cuñados, ¡uf! El pequeño está empeñado en construir una máquina voladora de ésas y se ha roto ya todos los huesos, de los trastazos que se pega, y me han contado que otra de las hermanas es espiritista, así que... ¿cómo van a salir los sobrinos? Pues republicanos, como poco.