El corazón helado (37 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Yo no soy el mejor para dar consejos sobre estas cosas, Álvaro, ya lo sabes.

—Nadie es bueno para esto —contesté, y no quise añadir que yo tampoco lo fui.

—De todas formas... —se quedó un momento pensando, chasqueó los labios y volvió por fin del lugar adónde se hubiera marchado—, tú estás hablando de una intención, ¿no? O ni siquiera de eso, de un impulso más bien. No conviene sacar las cosas de quicio, no ha pasado nada, y si pasara, ¿qué? Pues tampoco. No sería incesto ni nada parecido, sería... Una curiosidad —su definición me hizo sonreír—, un detalle exótico, una rareza en tu biografía, que hasta ahora es bastante sosa, por cierto. Supongo que además eres consciente de que el hecho de que se acostara con tu padre tiene mucho que ver...

—No, Fernando, no es eso —le interrumpí—. Ya lo he pensado y estoy seguro de que no es eso. Yo no soy morboso, al revés, cuando estoy con ella...

—Nadie es morboso hasta que encuentra razones para empezar a serlo —él me interrumpió a su vez en el tono de un juez que acaba de dictar sentencia—. Y sin embargo, te voy a dar la razón en una cosa. Todo lo que me has contado es muy raro, Álvaro. No sólo lo de esa mujer, que también, sino lo demás, la historia del entierro, la carta, la visita al banco... No sé cómo explicarlo pero... no te pega. No es compatible contigo, con lo que tú eres, con lo que es tu vida, no sé, es muy raro y a ti no te suelen pasar cosas raras, ¿no? Tú eres el hombre al que nunca le pasa nada que no esté más o menos programado, el hombre que ni siquiera concibe esa posibilidad, nunca pierdes el control, ya lo hemos hablado otras veces. Y está claro que no podemos elegir determinados acontecimientos, enamorarnos, desenamorarnos, quedarnos viudos, huérfanos, en el paro, no podemos controlar la casualidad, pero tantas casualidades juntas y tú en medio de todas ellas... Es curioso, pero esta historia no me sorprendería tanto si me la estuviera contando otro, alguien menos sensato, menos equilibrado que tú, con las ideas menos claras o más débil, más voluble. No me sorprendería tanto si me estuviera pasando a mí, que una semana de cada dos estoy hasta los cojones de todo, de mi casa, de mi mujer, de mi trabajo, de la universidad, de mi puta vida. Pero ¿a ti? Por otro lado, también es verdad que te conozco mejor que a casi nadie, por eso, bueno, ya te he dicho al principio que no iba a saber explicártelo, pero... En fin, que no te pega, no sé si me entiendes.

—Sí, sí que te entiendo. Y además llevas razón, no me pega nada.

—Pero te ha pasado —asentí con la cabeza y él me sonrió—. ¿Está buena?

—Buenísima.

—¿Cómo se llama?

—Raquel.

—Ya... —y un instante después cambió de actitud, de expresión, de postura, su voz se elevó, sus brazos se agitaron, su cuerpo se inclinó hacia mí y sus palabras no acusaron mi sonrisa—. Y es lo que yo le dije a Raquel, que ni hablar, que ese tío es un fascista, hombre, que no vamos a tolerar a estas alturas una maniobra de desembarque del Opus en el decanato, pues sí, no faltaría más...

—¿Y qué te contestó ella? —no quise volverme para no descubrirle, pero ya sabía que mi mujer se me acercaba por la espalda y que él la estaba viendo venir.

—¿Raquel? Pues...

—¿Qué —y sólo me di la vuelta al escuchar la voz de Mai—, tan tarde y todavía conspirando?

—¿Qué quieres? —Fernando se encogió de hombros—. Es mi naturaleza, ya lo sabes.

—Ha llamado tu madre, Álvaro —mi mujer se acercó a mí y me enlazó por la cintura—. Clara se ha puesto de parto. Curro se la ha llevado al hospital y los niños están muy nerviosos. Ella, por supuesto, no quiere perderse nada, y me ha preguntado si me importaría que durmieran en nuestra casa, porque se niegan a quedarse solos con la muchacha. Le he dicho que sí, claro.

—Bueno, llama a la canguro de Miguelito.

—Ya la he llamado, y está aterrada. Tiene diecinueve años, Álvaro...

—Pero yo no puedo irme todavía —le advertí—. Tengo que ir a cenar con un montón de gente.

—Ya lo sé —me dio un beso en la mejilla—. Me voy yo, pero me tengo que llevar el coche. ¿La cena es en Madrid?

—Yo te lo dejo en casa, Mai —intervino Fernando—. Sano y salvo, no te preocupes.

Aquella noche, cuando volví a casa, todo estaba más claro. Compartir el secreto me había sentado bien, no sólo porque me sentía más ligero, más descansado ahora que disponía de un testigo y algo más, un confidente dispuesto a ser tan parcial como hiciera falta, sino porque mientras contaba mi historia en voz alta, cada episodio, cada escena, cada detalle difícil de creer había ido cobrando un sentido nuevo y sólido, como si lo que había sucedido de verdad no pudiera adquirir la definitiva categoría de certeza hasta que yo fuera capaz de contarlo, de ordenarlo y relacionarlo entre sí para construir un relato verosímil cuya principal virtud fuera convencerme a mí antes que a nadie. Mientras hablaba, me había dado cuenta de que las palabras que no me parecían suficientes para describir con exactitud mi estado, iban construyendo sin embargo un relato coherente que, más allá del asombro inicial, Fernando pudo aceptar sin dificultad, tal vez porque las propias conmociones nunca lo son tanto para los demás, o porque para él, la figura de mi padre era apenas un aderezo, el decorado ante el que se representaba el conflicto verdadero de la mujer que me había hecho perder el control. Eso, la violencia de un impulso que no había llegado a cumplirse, era lo que más le había impresionado, lo que más le admiraba y extrañaba a la vez en aquella historia turbia, complicada, donde yo me había comportado como se esperaba de mí, un hombre normal, un hijo responsable, un buen ciudadano, en todos los demás aspectos.

—Lo de tu padre no es tan extraño, Álvaro, aunque a ti te lo parezca —me dijo después de cenar, mientras me llevaba en coche a casa—. Cada familia tiene un armario cerrado, lleno hasta arriba de pecados mortales.

Sus palabras me recordaron aquéllas de Raquel, los seres humanos somos vulgares, sencillos, nuestras vidas son muy parecidas, hay media docena de cosas que todos tenemos en común. Eran dos maneras distintas de decir lo mismo, y en cualquier otro momento yo habría estado de acuerdo con las dos, pero aquella noche, aunque no tuviera más remedio que aceptar que mi propio deseo había inaugurado una fase diferente, una historia que no era la misma que la que había sucedido en aquel ático de la calle Jorge Juan, acaso ni siquiera su continuación, yo ya no podía prescindir de mi padre.

—Álvaro, hijo, tienes que hacerme un favor...

El parto de Clara había sido tan bueno que el sábado por la tarde, cuando fuimos a verla, nos la encontramos sentada, tranquila y sonriente, con el bebé dormido en los brazos. Sus dos hijos mayores, Íñigo y Fran, que se habían portado mucho mejor de lo que Mai y yo esperábamos, se abalanzaron sobre ella nada más verla, creando por fin una ocasión propicia para que mi madre, un tanto aburrida de no tener grandes truculencias que contar a las visitas, se sintiera por fin útil. Pero antes de llevárselos a merendar, me reclamó con un gesto y me ofreció la ocasión de hacerme un favor a mí mismo.

—Mira, tu hermano Julio está tan liado con los impuestos de la herencia —me explicó— que la semana que viene no puede perder ni siquiera un par de horas para pasar por La Moraleja a darle una vuelta a la casa, y como tú ya has inaugurado esa dichosa exposición, le he dicho que estaba segura de que no te importaría cambiarle el turno.

—No —sonreí al derroche de autoridad que mi madre confundía con la petición de favores—, claro que no.

—Pues eso. Te he traído el dinero y todo, aquí está... —encontró enseguida dentro de su bolso el habitual mazo de sobres cerrados y reunidos con una goma—. Llama a Lisette y queda con ella cualquier día menos el miércoles por la tarde, porque se ha apuntado a unos cursos de baile de salón. Me pidió permiso, por supuesto, y yo se lo di, claro, como ahora está sola allí, no tiene nada que hacer y se aburre, la pobre... No hace más que ofrecerse a venir a ayudar, pero yo le he dicho que se lo tome como unas vacaciones anticipadas, a cuenta del follón que va a tener en verano, porque pienso volver a finales de mayo y luego, cuando le den las vacaciones a los niños, pues, imagínate... Pero, de momento, no puedo moverme de casa de Clara, ya lo ves...

Antes de que terminara de contarme lo contenta que estaba de tener, ¡por fin!, una nieta que se llamara Angélica, igual que ella, yo ya había decidido que iría a La Moraleja el miércoles por la tarde. Había pensado en registrar el despacho de mi padre de todas formas en mi próxima visita, pero la ausencia de Lisette me ahorraría al mismo tiempo límites y explicaciones. Por eso la llamé, quedé con ella el martes, volví a llamarla aquella misma tarde para decirle que estaba atrapado en una reunión muy importante y que no me podía mover de la facultad, le rogué que no se lo dijera a mi madre para que no se enfadara conmigo, y le advertí que no tenía más remedio que ir al día siguiente, el jueves y el viernes estoy ocupadísimo, Lisette, pero no te preocupes, tú me dejas el correo en el despacho de mi padre y yo, al coger las cartas, pongo el dinero en el mismo sitio, ¿de acuerdo? Pero yo salgo de clase a las siete, me dijo, a las siete y media puedo estar en casa. Muy bien, acepté, pues quedamos a las siete y media, se me va a hacer un poco tarde, pero, en fin... ¿Y a qué hora empiezas? A las cinco, contestó, pero si quieres no voy, es que dejar el dinero encima de una mesa, así, sin estar yo, pues, no sé... Nada, nada, tú vete a tu clase, la tranquilicé, pues no faltaría más, a las siete y media nos vemos.

No era previsible que tardara menos en ir que en volver, pero no abrí la puerta de la casa de mis padres hasta las cinco menos cuarto, y en aquel momento ni siquiera me asombré de la frialdad de mis cálculos, la metódica cautela de estafador profesional que me resultaba cada vez más familiar y complementaba de forma natural la brillante opacidad de mis excusas. Estaba aprendiendo a mentir, y a dominar la técnica de contar las cosas a medias, omitiendo las verdades que sabía, lo que en definitiva no es otra cosa que una variedad refinada de la mentira, pero cuando entré en el despacho de mi padre, me acordé de mí mismo la última vez que estuve allí, todavía entero, todavía estremecido por el dolor, por la certeza de un dolor íntegro y transparente, la memoria de un hombre admirable, mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser sus hijos.

Aquella tarde, mientras me veía a mí mismo con el antifaz y el saco de los ladrones de dibujos animados, no dudaba de que mi padre había sido un hombre excepcional, pero ya no estaba seguro del significado de aquel adjetivo. Y no dudaba de que estaba haciendo lo que tenía que hacer, pero no sabía si lo que buscaba eran pruebas para salvarle o para condenarle. Durante un instante, volví a sentirme un miserable, el hijo traidor que escucha la versión del enemigo, y eso seguía haciéndome daño, tanto que me detuve un momento en el umbral, y sin embargo ya no pensé que también podría no hacer nada. Ya no tenía margen para pensarlo.

Volví sobre mis pasos, fui al salón, me puse una copa y regresé al despacho procurando sentirme otro, aislarme de mí mismo para comprender bien, concentrar toda mi atención en los datos del problema. Era la mejor técnica que conocía y aquella tarde tampoco me defraudó. Veamos, pensé, hay un escritorio que conozco, dos columnas con cuatro cajones y un cajón central. Es probable que este último esté cerrado, pero los otros estarán abiertos, siempre lo han estado. Dos de las paredes de la habitación están forradas de estanterías, seis en total, y en la parte inferior de cada una de ellas hay un armario bajo, de dos puertas. Estos armarios están cerrados, pero sus llaves, junto con la que abre el cajón central del escritorio y unas cuantas llaves más, tienen que estar en una caja alargada de plata que está delante de los tomos centrales de la Espasa, a una altura inalcanzable para los niños...

En los cajones del escritorio no había nada interesante, pero eso no me sorprendió. Algunos estaban vacíos, otros llenos de sobres de varios tamaños, papel de cartas, una caja de tarjetas de visita recién salidas de la imprenta, bolígrafos, clips, una grapadora, algunas fotos sueltas de los nietos y talonarios de banco usados, su letra regular, pulcra y minúscula, identificando con detalle el destinatario, la cantidad y la fecha de todos los cheques que había extendido. Lo revisé todo por orden y con mucho cuidado, cerrando cada cajón antes de abrir el siguiente después de dejar cada cosa como estaba. También me había convertido en un experto en registros, y por eso, cuando cogí la caja de plata para comprobar que las llaves seguían estando allí, la puse otra vez en su sitio después de identificar la que abría el cajón central del escritorio. Allí tampoco hallé nada sorprendente o inesperado. Talonarios que aún estarían en uso si mi hermano Rafa no hubiera cancelado las cuentas a las que pertenecían, las cartillas de ahorro que su abuelo había abierto para mi hijo y mis sobrinos, los pasaportes de mi padre y mi madre, y algunas cartas informativas de diversos organismos oficiales, desde la Agencia Tributaria hasta la Dirección General de Tráfico, sin otro objeto que recordarle determinadas obligaciones fiscales o administrativas. No me desanimé, porque también contaba con eso.

No tenía muchas esperanzas de encontrar algo distinto, pero si mi padre había conservado algún indicio de otra vida, no estaría en su mesa, que abría y cerraba sin la menor precaución delante de sus hijos, ni en la caja fuerte de su dormitorio, donde ni siquiera pensaba mirar, porque mi madre la dejaba abierta, y vacía, con la misma naturalidad cada vez que sacaba su joyero de allí. Sin embargo, nunca había visto abiertos los armarios que estaban debajo de las estanterías. Eso no tenía por qué significar nada, o podía deberse a razones inocentes, pero si mi padre hubiera tenido una caja de seguridad en un banco, me habría enterado después de su muerte, y mis hermanos habrían encontrado antes o después cualquier cosa que hubiera guardado en la oficina. Rafa tal vez no me hubiera contado nada, pero Julio sí lo habría hecho. Por eso, y a pesar de la debilidad de mis esperanzas, creía que aquellos armarios eran mi única posibilidad.

Decidí moverme de izquierda a derecha y lo primero que encontré fue un armario vacío. En el segundo, que se abría con la misma llave, estaban muchos de los regalos que Julio Carrión González había recibido de sus hijos adolescentes, muñequitos, diplomas y trofeos en miniatura «al mejor padre del mundo», de los que se pusieron tan de moda entonces. Reconocí alguno de aquellos horrores como propio y sonreí. Por eso nunca abrías los armarios delante de nosotros, pensé, antes de identificar otros regalos distintos, plumas estilográficas y relojes de sobremesa sin usar en sus respectivos y flamantes estuches, placas de homenaje dedicadas por sus empleados, y objetos diversos, de esos que solían llegar a casa cada Navidad, envueltos en papel de celofán y sembrados de bombones de licor. Los regalos de empresa ocupaban parte del tercer armario y la totalidad del cuarto, porque las dos docenas de libros fotográficos, enormes, que permanecían allí tumbados, con el lomo a la vista, no podían tener otro origen. Allí había un poco de todo, desde la fauna ibérica hasta el tesoro de las catedrales, en función de los gustos personales de quien los hubiera escogido, seguramente una secretaria que no podía tener en cuenta el de su destinatario, un compromiso de su jefe al que no habría visto en su vida, pero entre el Museo del Prado y el Parque Nacional de Aigüestortes había también una mancha azul y alargada que no se correspondía con ningún lomo.

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