El corazón helado (17 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

En ese momento empezó a pisar el acelerador, a saltarse capítulos enteros del discurso que tenía preparado. Nunca he creído ser tan inteligente como los demás dicen que soy pero desde luego no soy tonto, y estoy acostumbrado a controlar los tiempos. En mi trabajo son muy importantes, en el suyo también, supuse, porque no hacía falta demasiada experiencia financiera para adivinar que su intención era que no nos lleváramos el dinero a otra parte, por eso había abandonado la mesa para sentarse conmigo en un territorio en apariencia más íntimo, más neutral, por eso me había invitado a un café que aún humeaba, para hacerme la pelota, para convencerme hasta donde fuera posible, para abrigarme con un manto de palabras bien estudiadas. Y sin embargo, en ese momento empezó a pisar el acelerador y yo se lo consentí, esperaba escuchar cifras, porcentajes, comparaciones asombrosas, esto es lo que les costaría llevarse el dinero ahora mismo, esto es lo que ganarán si no lo mueven en un año, en dos, en diez, estaba seguro de que ésa era la parte que venía a continuación, pero se la saltó y yo se lo consentí, no hice preguntas, no pedí datos, no exigí aclaraciones. Yo nunca había controlado la situación pero ella tampoco la controlaba ahora, ya no, y yo no sabía por qué, cuándo, dónde, cómo había perdido esa seguridad que nos sostenía a los dos, que le daba consistencia de realidad a una escena que ahora parecía soñada, inventada, imposible. Le he preparado un resumen, me dijo, estas cosas se ven mucho mejor sobre un papel. Se levantó y fue hacia la mesa, llevaba unos vaqueros negros y una camiseta del mismo color con dibujos blancos, tenía un cuerpo bonito a pesar de que sus caderas eran algo más anchas de lo que parecería proporcionado en relación con su cintura, o a lo mejor precisamente por eso, ya no lo sabía, estaba confundido, ella había perdido su aplomo, la seguridad del principio, y ahora parecía más débil, más vulnerable que yo. ¿Quién eres?, ¿por qué me has llamado?, ¿por qué viniste al entierro de mi padre?, ¿qué hago yo aquí? Aquí tiene, dijo, tendiéndome una carpeta que mantuvo abierta para que comprobara que allí estaban todos los datos, todas las comparativas y las cifras de impuestos e intereses que no había querido enunciar para mí, lléveselo a casa y se lo mira tranquilamente, ha sido un placer, su mano era suave, sus ojos me miraron con un alivio infinito mientras la estrechaba, adiós, dijo, adiós, dije, y me fui.

No sé cómo salí a la calle. En eso también he pensado luego, muchas veces. Tuve que recorrer el pasillo, pasar delante de la recepcionista, llegar hasta el ascensor, pulsar un botón, luego otro, y atravesar la planta baja, pero no sé cómo lo hice. Sólo recuerdo una luz irreal, el suelo de mármol de un vestíbulo gigantesco reflejando los neones encendidos como si fuera de noche, como si el ascensor me hubiera desembarcado en otro mundo, en un decorado, una trampa, un espejismo. Recuerdo la frialdad de aquella luz y mi incapacidad para comprenderla, hasta que mis pies resbalaron. Estuve a punto de caerme y entonces me fijé en las personas que entraban desde la calle, el pelo mojado, las ropas empapadas, una tristeza imprevista en los jerséis de algodón de colores pálidos, rosas, azules, amarillos, mustias manchas de humedad como un tributo de rencor hacia la primavera traidora que también me había engañado a mí, aquella mañana.

Estaba diluviando. La gente se agolpaba a ambos lados de las puertas de cristal mientras el agua estallaba contra el empedrado como si pretendiera proclamar una cólera antigua y divina, el cielo se nos caía encima y el espectáculo era tan grandioso, tan aterrador al mismo tiempo, que nadie se atrevía a romper el silencio húmedo, compacto, que vinculaba entre sí a quienes no éramos más que una pequeña multitud de desconocidos. Cuando las gotas dejaron de hacer ruido, algunos valientes salieron corriendo en dirección al centro comercial más cercano, cruzándose con un par de vendedores ambulantes que se acercaron para ofrecernos paraguas a tres euros. Yo no les compré ninguno. Metí la carpeta en mi cartera y crucé la plaza hasta ganar el bar más próximo que había podido localizar.

Cuando entré, yo también estaba empapado, pero no me importaba. Pedí un carajillo y me lo llevé a una mesa situada al lado de una ventana desde donde se veía la fachada del edificio que acababa de abandonar. El bar estaba bastante vacío, pero la máquina del café hacía ruido, y una tragaperras entonaba sin parar la canción de
El golpe,
tarariro tarán tarán, tararirorarí tarantán. El carajillo me sentó bien, pero me lo bebí de un trago y seguía tiritando por dentro. Hacía muchísimos años que no bebía alcohol por las mañanas y jamás tomaba cerveza antes de la hora del aperitivo, pero tampoco me había encontrado nunca en una situación parecida a aquélla. Por eso rescaté una vieja costumbre de mis tiempos de estudiante universitario y pedí un sol y sombra. Lo peor que podía pasarme era que me emborrachara, y eso era mucho mejor que la incertidumbre en la que me encontraba.

Me bebí la copa muy despacio y no me emborraché. A las once menos cuarto ya había escampado, diez minutos más tarde el sol iluminaba los charcos como si todo hubiera sido una broma, un cuarto de hora después sonó mi móvil. Leí en la pantallita el nombre de uno de mis becarios y rechacé la llamada. Un instante después volvió a sonar y lo apagué.

Entonces ya se me había ocurrido que también podría no hacer nada, guardar la carpeta, cuyo inocente contenido había leído con atención un par de veces hasta asegurarme de que no se me escapaba ningún detalle extraño o sospechoso, coger el tren, ir a la facultad, participar en la reunión, volver a mi casa e ir de visita a la de Clara por la tarde, para dejar la documentación en manos de mi madre, no era un señor, ¿sabes, mamá?, sino una chica, muy simpática y bastante guapa, por cierto, y además me lo ha explicado todo muy bien pero ya lo tienes aquí resumido, tú verás lo que haces, yo no tengo opinión, lo que tú decidas me parecerá estupendo.

Entonces ya se me había ocurrido que también podría no hacer nada, archivar el recuerdo de aquella mañana en la nómina de los sucesos inexplicables de una vida cualquiera, con los presentimientos irracionales y los recuerdos imposibles de episodios que nunca se han vivido, con las coincidencias asombrosas y los premios de la lotería, con los miedos de las pesadillas y los misterios cotidianos de esas luces que parece que se encienden solas hasta que nos damos cuenta de que nuestro hijo pequeño ya llega al interruptor.

Tú no has visto nada, Álvaro, también me dije eso, el día del entierro estabas medio drogado, muerto de sueño y hecho polvo, como es natural, y ni siquiera sabes si es la misma mujer, sólo crees que te lo parece. Pero a las once y media me levanté, fui a la barra, pagué. ¿Y si lo fuera, qué? Y crucé la plaza, y entré en el banco, y subí en el ascensor hasta la tercera planta, y pasé por delante de la mesa de la recepcionista sin detenerme.

—No se moleste. Ya conozco el camino. Gracias.

—Oiga —chilló ella, a mis espaldas—. Pero usted no puede... No puede hacer eso, oiga...

Abrí la puerta sin llamar. Raquel Fernández Perea estaba en su mesa, hablando por teléfono mientras apuntaba algo en un papel. Levantó la cabeza, me miró, y como antes, cerró los ojos, pero esta vez los mantuvo cerrados durante más de un instante, en un gesto preciso, consciente. No parpadeó, no apretó los párpados, se limitó a dejarlos caer, a protegerse tras ellos como si quisiera dejar de mirar, dejar de mirarme, dejar de ver el mundo, de existir en él. Cuando volvió a abrirlos, yo estaba en el mismo sitio. Se despidió de su interlocutor, una mujer, informándole de que tenía una visita imprevista, le aseguró que volvería a llamarla tan pronto como pudiera, cruzó los brazos y me miró.

—Perdone —dije, sin exhibir ningún indicio de arrepentimiento por haber irrumpido de aquella manera en su despacho—, pero necesito hacerle algunas preguntas. Hay algunas cosas que no comprendo.

—Siéntese, por favor —ella señaló una de las butacas que estaban al otro lado de su mesa con un gesto magnánimo tras el que creí adivinar la angustia de una mujer indefensa, pero el tono de su voz, sumamente impregnado de cortesía profesional, desmintió esa impresión—. Dígame.

—Verá, lo que no entiendo... Esto no funciona como una sucursal, ¿verdad? Quiero decir, esta oficina de nombre incomprensible donde usted trabaja no es un lugar al que pueda acudir un cliente para hacerse con un fondo igual que se abre una cuenta, ¿no?

—En efecto.

Me sonrió, mis palabras la habían tranquilizado, no sospechaba adónde la quería llevar, y su mirada incauta excitó un instinto que yo ni siquiera creía tener, y me inundó por dentro con el entusiasmo feroz del cazador que sorprende a su presa por la espalda y se relame despacio, disfrutando por anticipado del golpe que va a asestar. Eso fue lo que sentí mientras la miraba, tan guapa, tan serena, tan profesional, tan desprevenida, y ni siquiera me di cuenta de lo que me estaba pasando, no advertí la intensidad, la turbiedad del instinto que acababa de estrenar, no fui capaz de interpretarlo y se me olvidó armarme hasta las cejas.

—Por lo tanto —proseguí—, mi padre no era directamente cliente suyo, ¿verdad?

—No, nosotros no trabajamos así —se relajó aún más, recostándose en el sillón para recobrar el acento pedagógico en el que se había dirigido a mí antes—. Se lo voy a explicar. Ésta es la central de gestión de fondos del banco. Desde aquí gestionamos las inversiones financieras de los clientes de todas nuestras sucursales. Por supuesto, tenemos un interlocutor en cada oficina, que actúa a su vez como interlocutor del cliente. Supongo que, en este caso, su padre se pondría en contacto con el director de su sucursal para suscribir el fondo, y el director nos envió la información a nosotros. Nosotros formalizamos la operación, manejamos el dinero e informamos a cada oficina de los resultados de las operaciones de cada cliente, que a su vez recibe la información de la persona con la que trata habitualmente de sus cuentas.

—Así que los clientes nunca vienen por aquí —supuse yo a mi vez.

—Eso depende. De la situación de los fondos, del volumen de negocio, de los intereses concretos de cada momento. Pero por lo general, es como usted dice, no solemos verle la cara a nuestros clientes.

—¿Y usted se ocupa de los fondos de mi padre desde hace mucho tiempo? —sonreí y me permití el lujo de ser cortés yo también—. Es usted muy joven.

—No crea... —ella acogió el cumplido con una risita azorada, tan profesional como todo lo demás—. Pero no, es cierto. A su padre lo llevaba..., bueno, aquí lo decimos así, mi actual supervisor. Cuando lo ascendieron, repartió su cartera entre unos cuantos afortunados. Yo fui uno de ellos y entonces, entre otros clientes, heredé, podríamos decir, a su padre.

—Que nunca tuvo el placer de venir a verla a esta oficina.

—No. Bueno... nos encontramos una vez, en el despacho de mi supervisor.

En ese momento, empezó a preocuparse y dejó de sonreír. Chica lista, pensé, ya se ha dado cuenta, demasiada cortesía para un simple e inocente heredero empeñado en dar el coñazo. Ahora me miraba de otra manera, la espalda rígida contra la butaca, la cabeza recta, las manos quietas, su pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, moviéndose en cambio con tanta violencia que yo podía seguir su ritmo desde el otro lado de la mesa. Se acabó, me dije, y el cazador excitado que había en mí lo lamentó por un instante, y de eso sí que me di cuenta.

—Y sin embargo, usted conocía a mi padre de algo más, porque fue a su entierro —hice una pausa, la miré, ella me devolvió una mirada inexpresiva pero no pudo desacelerar su respiración—. Yo la vi allí.

No me contestó. Me sostuvo la mirada en silencio, durante un momento. Luego clavó los ojos en unos papeles que estaban sobre la mesa, a su derecha. El escorzo la favorecía. La luz del sol la iluminaba desde atrás, dibujando con precisión la línea de su mandíbula, su barbilla, la perfección vertical y tierna de su largo cuello. Yo había visto pocos perfiles semejantes, pero no iba a conformarme con eso.

—Salvo que este banco tenga por costumbre enviar a alguien de incógnito a los entierros de sus clientes, claro —añadí, regodeándome en mi propia serenidad, el ritmo lento, calmoso, irritante, que imprimía a mis palabras y a mis pausas—. No es el caso, ¿verdad?

—No —dijo por fin, casi en un murmullo.

—Por eso, cuando me ha visto entrar, me ha dicho que esperaba a mi madre. Porque nos conoce, porque nos vio a todos en el cementerio. De otra forma, su suposición resultaría inexplicable. Yo me parezco mucho a mi padre, como estoy seguro de que usted sabe muy bien, pero casi cualquiera se parece a mi madre más que yo. Usted, por ejemplo. Ella también tiene los dientes separados, no sé si se dio cuenta.

—No —volvió a repetir.

—¿No a qué?

Levantó la cabeza para mirarme de una forma distinta, casi desafiante, y se revolvió en su sillón con un gesto furioso, como una niña que acaba de recibir un castigo que le parece injusto y se sabe incapaz de revocar. Cuando habló, su voz también había cambiado. Ahora era dura, seca, cortante, distinta de cualquier otro tono que yo hubiera escuchado antes.

—No me había dado cuenta de que su madre tuviera los dientes separados —el teléfono empezó a sonar—. Y sí, fui al entierro de su padre.

—¿Por qué?

—Un momento, por favor —dijo, y descolgó el teléfono—. Sí, sí, tienes razón, no, no se me había olvidado, en serio, perdóname, es que se me ha hecho tarde, pero... Sí, espera sólo un segundo, un segundo, por favor, te lo prometo —tapó el auricular con la mano y volvió a mirarme—. Ahora no puedo atenderle. Tengo mucho trabajo. Mañana estaré todo el día metida en una reunión muy importante, pero el lunes, si quiere, podemos vernos. Salgo a las tres.

Destapó al auricular, giró el sillón, y empezó a hablar por teléfono mientras apuntaba datos en un papel, como si yo no existiera. Ni siquiera se volvió a mirarme cuando le aseguré que volvería el lunes, a las tres, sin falta.

El corazón se me estaba saliendo por la boca.

Eso fue lo que sentí cuando la vi atravesar las puertas de cristal, que el corazón se me salía por la boca, que llevaba tantas horas seguidas fuera de su sitio que no lograría encontrar solo el camino de vuelta, recuperar su lugar, volver a latir despacio, siguiendo el ritmo antiguo y regular que había perdido en los tres últimos días.

Estás exagerando, Álvaro. Eso es lo que me habría dicho Mai, y por eso no se lo conté, ni a ella ni a nadie. El aspecto enfermizo de mi insistencia, lejos de desvanecerse tras la identificación de la desconocida, se agudizaba cada minuto, mientras algo a lo que no sé muy bien cómo llamar pero que estaba dentro de mí, tal vez sólo un instinto, luchaba contra todo lo razonable para convencerme de que esto no era un final, sino un principio, el cabo de un hilo que se asoma a la entrada de un laberinto. Ahora ya estaba seguro de que aquella mujer había tenido una relación concreta con mi padre, y sabía además que se trataba de una relación difícil, de las que no se pueden explicar en poco tiempo, con pocas palabras, una relación que debía de haber tenido en algún momento, al menos, cierto carácter sentimental, capaz de justificar la presencia de Raquel Fernández Perea en una ceremonia íntima, tan emotiva y tan poco estimulante a la vez como un entierro. La perspectiva de obtener en el plazo de tres días una respuesta para todas mis preguntas no me tranquilizaba, al contrario. El viernes por la tarde, cuando fui con Mai y con Miguelito a ver a mi madre, ya se me había disparado la cabeza, pero nadie se había dado cuenta todavía. No era un señor, ¿sabes, mamá?, dije, mientras ponía la carpeta verde en sus manos, sino una chica, muy simpática y bastante guapa, por cierto, y además me lo ha explicado todo muy bien, pero ya lo tienes aquí, resumido. Tú la debes conocer, sentí la tentación de añadir, seguro que ahora sí que te suena su nombre, pero no dije nada.

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