—La verdad es que, para trabajar con un horizonte científico tan amplio, eres muy novelero, Álvaro. Tienes mucha imaginación, para ser físico.
—Los físicos tenemos mucha imaginación —protesté, a pesar de que era consciente de que había perdido hasta el último ápice de mi autoridad—. Sin ella, no habríamos podido avanzar.
—De todas formas... En fin, no debería extrañarme, porque me estaba temiendo algo así desde el principio —levantó la mano y escribió en el aire para pedirle la cuenta al camarero—. Ya te he advertido que era una historia vulgar, que te iba a decepcionar. Los seres humanos somos sencillos, vulgares, hasta monótonos, ¿no? Todos tenemos los mismos intereses, que se repiten una y otra vez, siempre los mismos capítulos de las mismas historias, nuestras vidas son muy parecidas... Además, tú mismo lo has explicado y lo has hecho muy bien, yo no habría podido hacerlo mejor. El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí, eres muy buen profesor, ya te lo he dicho —hizo una pausa para mirarme—. Tú y yo, hasta este momento, hemos sido dos partes de un todo que se han ignorado mutuamente, nada más.
El camarero trajo la cuenta, ella la miró, dejó dos billetes encima de la bandeja, devolvió a su bolso la agenda, el teléfono, el tabaco, el mechero, y sacó una llave grande, moderna, aparatosa, de esas que abren las puertas blindadas, enganchada en un llavero corriente, un aro de metal con una chapa de plástico azul que contenía una etiqueta pequeña, escrita a mano.
—Tu padre y yo éramos amantes, Álvaro. Y por cierto —arrojó la llave sobre la mesa—, esto es vuestro. La dirección está escrita en el llavero.
Luego me miró por última vez, se dio la vuelta y se marchó.
El programa del Frente Popular empezaba con estas palabras: «La República concebida por los partidos que forman el Frente Popular, no es una república regida por motivos sociales o económicos de clase, sino un régimen de libertad democrática, inspirado en razones de interés público y progreso social».
C
ONSTANCIA DE LA
M
ORA
,
Doble esplendor
(Nueva York, 1939 - México, 1944 - Madrid, 2004)
Una noche, en el café Gayango, estábamos tomando café Juan Tomás, jefe actual de «flechas», los aviadores Treviño y Bergali y el capitán Martínez, de la División. Llegó Díaz Criado [...] Momentos después, en un coche llegó un policía, al que yo había visto mucho por la Comisaría, con una carpeta. Se sentó a su lado, abrió la carpeta, sacó unos papeles y empezó a leer nombres. Díaz Criado asentía: «Sí, sí. Bien. No, no, éste no; éste, si acaso, mañana». Recuerdo perfectamente que el policía, para que hiciera memoria, le aclaraba: «Aquél tiene un hermano cojo detenido también». «Sí, éste sí.» «Éste es aquel que vio usted el otro día, que es gordo y calvo.» «No, éste no. Esperaremos... O si no, también.» [...]
Él decía que, puesto en el tobogán, le daba lo mismo firmar cien sentencias que trescientas, que lo interesante era «limpiar bien a España de marxistas». Le he oído decir: «Aquí en treinta años no hay quien se mueva».
A
NTONIO
B
AHAMONDE
,
Un año con Queipo de Llano
(Memorias de un nacionalista)
(Barcelona - Buenos Aires, 1938 - Sevilla, 2005)
También tiene las piernas bonitas. Eso, que tenía unas piernas bonitas, fue lo primero que pensé cuando me dejó solo, mientras la veía avanzar, despedirse del maître, abrir la puerta y desaparecer tras ella.
Joder con mi padre, fue lo que pensé a continuación, un segundo antes de que mi cabeza se llenara de palabras, ideas, imágenes, recuerdos, sospechas, sensaciones contradictorias. Un momento, tuve que advertirme a mí mismo, un momento. Y llamé al camarero, y le pedí un whisky doble.
Cuando lo llevaba por la mitad, ya me había acordado de que yo no era mi hermano Julio, pero tampoco, ni muchísimo menos, mi hermano Rafa. Así que nada de escándalos, me dije, pobre papá, era su vida, yo no tengo por qué juzgarla, estaba en su derecho, pero qué cabrón, con ochenta y tres años, hay que joderse... Entonces me dio la risa, y sucumbí a una especie de euforia delegada, matizada por el asombro, un estupor purísimo, la única respuesta que podía dar a aquella noticia más que inesperada, tan incompatible con todo lo que yo sabía como con la expresión quebrantada y frágil del rostro de mi madre, mientras repetía que su marido y ella habían dormido juntos cuarenta y nueve años, cuarenta y nueve años en la misma cama, cuarenta y nueve años, ¿y ahora qué...? Aquel recuerdo me hizo daño hasta que comprendí que no tenía ninguna razón, ninguna legitimidad para invocarlo.
Pero, bueno, ¿y yo qué sé?, me pregunté, si yo no sé nada, y pensé en mi propio hijo, Miguel, que todavía no había cumplido cuatro años a mediados de noviembre de 2004, cuando me fui tres días a La Coruña, a un congreso que me apetecía lo mismo que tirarme por un balcón, porque mi padre acababa de salir del hospital y yo estaba preocupado, y sobre todo, muy cansado. Y sin embargo, me fui a La Coruña, sin ganas pero me fui, porque el organizador era amigo mío, por no dejarle tirado.
Voy a intentar arreglarlo para estar fuera sólo una noche, le dije a Mai antes de marcharme, a ver si pueden adelantarme la mesa redonda de la tercera jornada, y lo hice, hablé con la secretaria nada más llegar, pero luego, en la cena, conocí a una titular de Valencia con la que no había coincidido nunca y de la que había oído hablar mucho a mis colegas, mal a algunas mujeres, muy bien a los hombres en general, mejor que muy bien a algunos en particular. Yo, desde luego, me puse de parte de la rama masculina de la profesión, porque no sólo estaba buena, también era lista, divertida, estaba casada y muy segura de lo que quería.
—A mí es que los congresos me alteran mucho, ¿sabes? —me dijo después, en el bar al que unos pocos fuimos a tomar una copa—. Es un fenómeno curioso, yo salgo de casa bien, tranquila, pero cuando llego, es que no lo puedo evitar... Os miro a todos así, por encima, y pienso, a ver, a ver..., ¿a quién me voy a follar yo esta noche? Es lo que tiene la Física, tantos, tantos, tantos hombres, y tan pocas mujeres, ¿verdad? Yo no sé lo que harán las historiadoras del arte, añadió al final, me imagino que acabarán a navajazos...
Vino a por mí tan derecha que se me ocurrió que igual se había acostado ya con todos los demás congresistas, pero eso me dio lo mismo, porque en esas circunstancias nunca me ha importado saber que sólo soy una muesca en un revólver y porque, además, y aunque eso resultaba cada vez más raro, yo era el segundo más joven de todos los asistentes, ella incluida. Al día siguiente, en el desayuno, me di cuenta de que me había equivocado a mi favor, porque habíamos sido muchos los llamados y, aunque bastantes como para alinear un equipo de fútbol con sus correspondientes suplentes, no tantos los elegidos. Eso no alteró en absoluto mi percepción de la realidad pero me puso de buen humor, un estado de ánimo que se consolidaría definitivamente ante la cara de pena de la secretaria del congreso, mientras me decía que podría cambiarme de acto, pero no de día, porque uno de los invitados a mi mesa redonda llegaba el mismo viernes por la mañana. ¡Ah, pues entonces nada!, le dije, me quedo hasta el viernes por la tarde, como estaba previsto, no te preocupes. Mai me dijo algo parecido, no pasa nada, Álvaro, así te distraes, que te vendrá bien.
Me distraje bastante, la verdad, tanto que no tuve tiempo para buscar una juguetería donde comprarle un regalo a mi hijo. Al final, en una tienda del aeropuerto encontré un camión con volquete, luces y sonido, que estaba bastante bien, y cuando ya me marchaba, vi en el escaparate de la tienda de al lado un chal estampado en tonos rojizos, con forro de terciopelo y unos flecos de seda muy largos, que parecía hecho aposta para mi mujer. Estaba tan seguro de que le iba a gustar, que se lo compré a pesar del precio, más de la mitad de la suma que yo había cobrado por la conferencia y la mesa redonda juntas. Mientras lo pagaba, estaba muy tranquilo, muy seguro de lo que hacía, de las razones por las que lo hacía, y de que la mala conciencia no estaba entre ellas. Le había llevado regalos a Mai muchas veces, al volver de viajes donde ni siquiera se me había pasado por la cabeza intentar ligar con nadie, y muchas otras no le había comprado nada, entre ellas un simposio en la Universidad de La Laguna durante el que no había llegado ni a deshacer la cama de mi habitación, aunque tampoco me lo había pasado tan bien como en La Coruña. Mi mujer no echaba de menos los regalos que no recibía y me agradecía los que le llevaba. Ninguno como aquel chal.
Por eso, aquella tarde, cuando Raquel me dejó solo con un whisky doble y aquella asombrosa revelación, pensé en Miguelito, que aún no había cumplido cuatro años cuando vio a su madre deshacer un envoltorio de papel rojo, brillante, y chillar primero, sostener después el chal entre los dedos como si fuera un milagro, abalanzarse sobre mí para cubrirme de besos, correr a colocarse delante de un espejo y mirarse en él durante mucho rato. Mi hijo no conservaría el recuerdo de aquella escena, era demasiado pequeño, pero tal vez la imagen de aquel chal sí llegaría a grabarse en su memoria, porque Mai lo cuidaba más que a sí misma y lo llevaba siempre puesto cuando salía arreglada de casa. Entonces, pensé, antes o después mi hijo averiguará que fue un regalo mío, muy escogido, muy especial, muy caro, y jamás se le pasará por la cabeza que su padre, que amaba tanto a su madre que no podía pasar de largo por delante de un escaparate donde había visto algo que ella deseaba, había dedicado los tres últimos días a follar como un descosido con una profesora titular de Valencia que se las sabía todas, incluida la mejor manera de olvidarle deprisa, tan deprisa como la había olvidado él.
Yo no sé nada, me dije, Miguel nunca sabrá nada, nunca podrá escuchar la pacífica voz de su madre, aquel acento ecuánime, objetivo, casi desdeñoso con los ritos por los que estaba atravesando de mi mano, mientras me decía que el mundo era un lugar inmenso, y la vida corta, pero muy larga también. La primera vez que la escuché, aquellas palabras penetraron en mis oídos, en mi memoria torturada por el suplicio asiático de los celos de Lorna, como un bálsamo perfumado y refrescante.
—No puedo esperar que nunca en tu vida te tropieces con otra mujer que te guste, Álvaro —y parecía tranquila, contenta, segura de lo que decía—. Hay tantas mujeres, y tantos hombres también, tanta gente... Y sin embargo lo que nosotros tenemos es importante, ¿no?, para mí es muy importante, demasiado como para echarlo a perder por una tontería, ¿no te parece?
—Pues no sé, sí... —contestaba yo, sin saber muy bien adónde me quería llevar con aquel discurso—, supongo que sí.
—Pues eso —y volvía a sonreír—. Yo siempre he pensado que las tonterías es mejor hacerlas, porque cuando se te quedan dentro, se van convirtiendo en cosas mucho más graves de lo que son en realidad. Por eso, lo único que te pido es que seas leal conmigo, que me quieras, que no me humilles, que no me desprecies, y las tonterías sin importancia que puedas llegar a hacer con otras me dan igual.
La primera vez que las escuché, recibí aquellas palabras como un bálsamo perfumado y refrescante, pero la segunda vez me gustaron menos, y la tercera le pregunté por qué hablaba siempre de mí, por qué nunca pronunciaba aquel discurso en primera persona.
—¡No me irás a decir ahora que eres celoso! —exclamó con un acento risueño, que no me consintió discernir si la idea le gustaba o le parecía inadmisible.
—No, no lo creo —respondí—. Creo que no soy celoso, pero preferiría mantener la duda intacta.
Mai se echó a reír y nunca volvió a sacar ese tema. Y cuando fuera un hombre, su hijo, mi hijo Miguel, no hallaría en su memoria el menor indicio de las nebulosas condiciones del pacto que su madre le propuso a su padre, y que él aceptó con una confianza, una tranquilidad crecientes, hasta el punto de que, porque la vida es así de rara, no sólo llegó a estar seguro de que la segunda persona del singular era la única que se ajustaba con precisión al discurso de su mujer, sino que incluso, a partir de cierto momento, despejó sin ninguna razón concreta aquella duda que pretendía preservar, al darse cuenta de que le daba mucha pereza preocuparse por el hecho de que Mai fuera de verdad o no a cenar con sus amigas cada vez que salía sola por la noche. Miguel nunca sabrá nada de esto, yo no sé nada de nada, me recordé a mí mismo, y logré convencerme sin demasiado esfuerzo.
Cuando dejé de encontrar en la copa un sabor distinto al del hielo fabricado con agua del grifo, miré a mi alrededor para descubrir que estaba a punto de quedarme a solas con los camareros, porque los comensales de la única mesa ocupada aparte de la mía se estaban levantando ya. Pagué la cuenta y me marché deprisa, pero al salir a la calle tuve que pararme a pensar qué iba a hacer a continuación. Encendí el móvil y me encontré con ocho llamadas perdidas con sus correspondientes mensajes, dos de Mai, tres de mi madre y tres de mis hermanos, una de Clara, dos de Rafa. Todas tenían que ver con lo mismo.
—Acabo de salir del restaurante —le dije a mi mujer, que me respondió a la primera—, he encendido el teléfono porque dentro no había cobertura, y me he encontrado con que soy el hombre más buscado de Madrid.
—Sí —ella se echó a reír—. Es tu madre, que quiere saber si puedes ir al notario con ella y con tus hermanos el jueves por la tarde, a las seis, para abrir oficialmente el testamento de tu padre.
—Joder —protesté—, ¿y para qué? Si ella debe de tener una copia, si seguro que ya lo sabe todo...
—¡Ah! De eso no tengo ni idea. Son cosas de tu madre, ya sabes.
—¿Y a ti te viene bien ir el jueves?
—A mí no me ha invitado, Álvaro. Vais sólo los hijos. Los yernos y las nueras no vamos a heredar, como nos podemos figurar.
—¿Te lo ha dicho así?
—Con esas mismas palabras.
—Qué propio —y los dos nos reímos a la vez—. Bueno, pues tendré que poder, a ver qué remedio...
En aquel momento, me di cuenta de que todavía no podía hablar con mi madre, afrontar con serenidad su voz delgada pero firme, aquella punta de dolorida impertinencia con la que sin duda me pincharía para reprocharme el esfuerzo que le costaba siempre dar conmigo, hay que ver, Álvaro, hijo, ¿dónde te metes?, me paso la vida persiguiéndote. Mi madre era una mujer dura, pero yo tampoco sabía cuánto, ni cómo, ni para qué, más allá de la inflexible práctica de la disciplina que nos había impuesto cuando éramos niños y que había alternado siempre con arrebatos de un cariño intenso, combinados en una proporción muy diferente de la forma de querer a sus hijos que había desarrollado su marido. Mi padre parecía mucho más blando pero también más despreocupado que su mujer excepto cuando se encolerizaba, para abandonarse a unas explosiones de furia que nos aterraban a todos y a ella también. En la pausa que Mai aprovechó para contarme lo que había hecho durante el día, y que la profesora de Miguelito estaba muy contenta de cómo trabajaba en el colegio, aunque no le gustaba que fuera tan pegón y que se peleara en el recreo con otros niños, me pregunté si mi madre sabría algo de todo esto, si Raquel no sería la última de una larga serie de amantes cuya existencia ella habría podido conocer o no, si las infidelidades de su marido le habían dolido siempre o sólo antes, o tal vez nunca, si las había aceptado como una contrapartida inevitable de su matrimonio o le habían hecho sufrir toda su vida.