El corazón helado (21 page)

Read El corazón helado Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—... y yo le he dicho que no —seguía diciendo mi mujer—, que por supuesto que no, que nosotros no estimulamos de ninguna forma la agresividad del niño, aunque ya sabes lo que pienso, Álvaro, que es culpa tuya, porque como a ti te hace tanta gracia que sea tan bruto, y sólo le compras dinosaurios y robots de esos cargados de misiles...

—Ya —admití, sin pararme a discutir los archisobados criterios pedagógicos de la educadora más ñoña que había conocido en mi vida—. Lo tendré en cuenta... Oye, Mai, ¿por qué no me haces un favor?

—Que llame a tu madre —pude percibir su sonrisa sin verla—. Es eso, ¿no?

—Sí, gracias, es que..., estoy muy liado, ¿sabes? Tengo que pasarme por el museo todavía, no sé a qué hora voy a llegar a casa... Llámala y le dices a todo que sí, a ver si se queda tranquila y me deja en paz de una vez.

Tendría que pasarme por el museo pero de verdad, pensé cuando paré un taxi. Le pedí al conductor que me llevara a la calle Jorge Juan, y tuve que consultar el número del portal en el llavero que llevaba apretado en la mano izquierda desde que salí del restaurante. Eso debe de estar entre Velázquez y Núñez de Balboa, más o menos, ¿no?, supuso en voz alta, y le contesté que no tenía ni idea, que era la primera vez que iba por allí. Pero me equivocaba.

Reconocí el portal antes de entrar, y sentí un golpe de sudor frío, instantáneo, como una advertencia húmeda y helada en el centro de mi espalda.

Es verdad, pensé, entonces es verdad, y en ningún momento había pensado que pudiera ser mentira, pero todo había sido tan raro, mi encuentro con Raquel, la comida de aquel día, la noticia que me había dado, su manera de dármela, que en realidad no había dejado de enfrentarme a ella como si no fuera otra cosa que una nueva hipótesis, otra versión de mi padre, asombrosa, imprevista y risueña en principio, quizás amarga, dolorosa después, más conmovedora en todo caso que cualquiera de las teorías que yo mismo había elaborado y barajado para explicarme un misterio que, y en eso su amante llevaba razón, ahora dejaba definitivamente de ser tal para revelarse como una historia sencilla, vulgar, repetida. La imagen de aquel anciano fuerte, poderoso hasta el final, empeñándose en subir al último tren que pasaría por su última estación, aferrándose a la vida con unas fuerzas que ya no tenía, las manos desolladas, la piel congestionada, los dientes apretados por el esfuerzo, desplazó en aquel momento otras ideas, otras imágenes, no sólo el rostro de su mujer, también la perspectiva de su insatisfacción, su incapacidad para aceptar la realidad, las previsibles humillaciones que los ochenta y tres años de su cuerpo habrían decretado sobre la insobornable fortaleza de su espíritu. Entonces, mientras entraba en el portal, y cruzaba el vestíbulo, y esperaba el ascensor, no pensé en nada de eso. Sólo en mi padre, en que había sido un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser sus hijos. Y me emocioné al calcular cuánto.

La llave que me había dado Raquel abrió sin dificultad la puerta acorazada, más que blindada, del Ático E, que compartía con el F el ala derecha del edificio y la misma superficie que, en el ala izquierda, se repartían el doble de apartamentos. Mi corazón volvió a desbocarse cuando entré en un gran recibidor cuadrado y vi, al fondo, un salón descomunal, y mucho más lejos aún, una terraza que parecía precipitarse en el aire, como si estuviera a punto de echarse a volar sobre el cielo de la ciudad. Entonces sonreí, y volví a experimentar un sentimiento cercano a la euforia, pero más definido.

—Hay que ver, qué cabrón eres, papá —dije en voz alta, en presente y sólo para mí, como si él estuviera ausente, pero vivo aún—. Qué hijo de puta...

Porque aquel ático no era más lujoso, pero sí el doble de grande que el que mi hermano Rafa había intentado endosarme un par de años antes.

—Acabamos de terminar la rehabilitación de un edificio histórico, magnífico, en la mejor zona del barrio de Salamanca —me anunció por teléfono—. Es una casa muy especial, me gustaría enseñártela.

—¿Para qué? —le pregunté—, si no voy a comprarme ningún piso.

—Bueno, eso es lo que piensas ahora, pero ya verás...

Su insistencia me mosqueó mucho, porque no me fiaba un pelo de él ni de sus fantásticas iniciativas de empresario del antifaz, pero no pude evitar que una tarde fuera Mai quien descolgara.

—Pues a mí me apetece, Álvaro —me dijo luego—, aunque sea sólo por curiosidad. No nos cuesta ningún trabajo, ¿no? Quedamos con Rafa un sábado por la mañana, lo vemos y ya está.

Lo que vimos se parecía mucho más a una suite de lujo de esos hoteles que salen en las películas que a una casa donde pudiera vivir una persona normal. Tenía un salón enorme, un dormitorio inmenso con forma de ábside, un cuarto de baño con más mármol que un mausoleo persa, un jacuzzi del tamaño de una piscina mediana, y una cocina americana, ridícula, escondida dentro de un armario.

—Es impresionante, desde luego —concluyó Mai, afirmando con la cabeza como si estuviera hablando en serio.

—¿Impresionante? —pregunté yo, pero mi hermano no quiso acusar mi escepticismo.

—Podríais quedároslo —sugirió en cambio.

—¿Quedárnoslo? —volví a preguntar.

—Sí —y esta vez Rafa me respondió—, os lo podéis permitir...

Entonces me pasó un brazo por el hombro, malo, me dije, y empezó a intentar liarme por el más obvio de los principios.

—Porque tú estás ahorrando, ¿verdad, Álvaro?

Eso era verdad. Cuando volví de Estados Unidos me encontré con que mi padre había adquirido la costumbre de repartir parte de sus beneficios con nosotros, una cantidad considerable en sí misma que, al dividirse entre cinco, solía oscilar entre dos y tres millones de pesetas por hijo. Los míos me los había ido guardando, él era sumamente escrupuloso y jamás perjudicaba a un hermano para beneficiar a otro, pero lo invertí todo en la casa. Después, hasta que Mai se quedó embarazada, me fui gastando aquel dinero año tras año, en viajes larguísimos y espléndidos que mi futura paternidad interrumpiría a la fuerza en unos pocos meses. Entonces pensé que sería mucho más sensato comprar algo en la playa, un apartamento o una casa pequeña en algún lugar que con el tiempo se convertiría en el paraíso infantil y privado del niño que iba a nacer, y le pedí a mi padre que me guardara mi parte hasta que le dijera lo contrario.

Nos lo estábamos tomando con calma. A Mai le gustaba el norte, a mí no, Miguelito todavía era muy pequeño y la casa que mis padres tenían en La Moraleja, mucho jardín, mucho servicio, mucha piscina, muy grande y demasiado cómoda como para renunciar a ella todavía, pero llevaba tres años ahorrando, eso era verdad, y ya estaba cerca del final del camino. Aquel año, mi padre había repartido lo mismo que los otros, pero nos había advertido que iba a haber más. Acababa de vender su participación en una empresa que nunca le había gustado en unas condiciones tan ventajosas que había decidido repartir beneficios con sus hijos a partes iguales. Todos lo sabíamos, pero quizás Rafa era el único que conocía la cifra exacta que íbamos a recibir.

—Ya ves —me dijo al salir, antes de empeñarse en invitarnos a una copa—, entre lo que tienes ahorrado y lo que papá te va a dar un día de éstos, tienes de sobra para la entrada. Lo compras, lo pones a la venta, le sacas el doble de lo que te ha costado, porque te lo voy a dejar a precio de coste, eso por descontado, y con lo que ganes, pagas el resto y te compras lo que quieras en la playa que quieras.

—Sí, pero es que yo —intenté negarme—, yo no...

—Ya, tú no sabes nada de negocios —se me adelantó él—, lo sé, pero éste es el más limpio, el más fácil y rápido que te van a proponer en tu vida. Clara se va a quedar con otro, no creas, y Julio porque Verónica no le deja, que si no...

—Mira, Rafa, olvídame.

—Muy bien —aceptó con cara de pena, como si se compadeciera sinceramente de nosotros—. Allá tú, como quieras...

No dijo nada más excepto que nos invitaba a las copas de todas formas, y cuando llegué a casa ya se me había ocurrido que igual había hecho una tontería.

—Mira, tu hermano Rafa me tiene hasta los cojones, no te digo más
—bramó mi padre desde el otro lado del teléfono—. Y eso que se lo tengo dicho, ¿eh?, que no es la primera vez, que estoy harto de advertírselo, que no os líe, que no sea tan chorizo, joder... Pero nada, no me hace ni caso. Necesitará dinero, claro, como siempre, porque andará metido en setenta negocios a la vez, y a mí no me habrá contado ni la mitad... En mi vida he conocido a nadie a quien le guste el dinero más que a tu hermano, y mira que tiene poca gracia para gastárselo.

—Pero, entonces... —intervine yo, un tanto sorprendido por su vehemencia—, esos áticos no valen...

—Esos áticos valen un dineral —me interrumpió—, por supuesto que sí, pero una barbaridad, eso es lo que valen, y por eso se los ha quedado él. Ha vendido tres, dos pequeños a una distribuidora de cine norteamericana, que los va a usar para alojar a las estrellas que vengan a estrenar películas a Madrid y para blanquear dinero de paso, me imagino, y otro grande, a un directivo del Banco de Santander que lo quiere para ir allí a acostarse con su amiguita, porque si los has visto, ya te habrás dado cuenta de que para eso es para lo que están pensados, más que otra cosa.

—Pues, mira..., no se me había ocurrido, pero ahora que lo dices...

—Total, que ya ha ganado dinero, pero todavía tiene otros tres y no le va a resultar nada fácil encontrar un comprador en poco tiempo. A la larga sí, a la larga los vendería y ganaría una fortuna, pero debe de tener prisa, vete a saber por qué, y los millonarios no crecen en los árboles, por cierto... Por eso ha pensado en vosotros, en el tonto de tu cuñado Curro, que le dijo que sí hasta que hablé yo con tu hermana, y en ti. Con Julio no se atreve, y Angélica todavía debe la mitad de la hipoteca, pero Clara, y tú, pues eso... Ahora se queda con todo lo que os voy a dar, y va cobrando el resto poco a poco hasta que yo me muera, claro, y entonces, seguro que todavía no habéis encontrado comprador... —resopló, como si ya estuviera cansado de repetir aquel discurso y pensé que seguramente así era—. Mira, tú llámale y le dices de mi parte que lo de Jorge Juan no, pero que le compras a precio de coste un chalé de los que está haciendo en Arroyomolinos para familias normales, con dos sueldos, dos hijos y un perro, ya verás como no quiere ni oír hablar del tema. Y ya verás como, al final, el que tiene que quedarse a la fuerza con uno de esos dichosos áticos soy yo, como si lo viera...

Nunca llamé a mi hermano para comprarle un chalé en Arroyomolinos, pero mi padre sí debió de hablar con él, porque Rafa no había vuelto a ofrecerme ningún chollo cuando estuve en condiciones de rematar por mi cuenta aquella conversación.

—Por eso no querías que compráramos aquí, ¿verdad, papá?

Recorrí la inmensidad de aquel salón medio vacío mientras reconocía los muebles, tres sofás de piel blanca, una mesa baja con tapa de cristal, otra de comedor que parecía navegar con sus ocho sillas en una zona separada del resto por tres peldaños, y las tumbonas de teca de la terraza, idénticas a las que yo había visto en el ático que mi hermano nos enseñó. Te quedaste con los muebles del piso piloto, concluí, hiciste bien, total, para qué ibas a gastar más dinero... Y sin embargo hallé otros detalles reconocibles, las plantas maduras, bien cuidadas, y los grabados, abstractos y enmarcados con buen gusto que decoraban las paredes. Era evidente que allí no vivía nadie, no era eso para lo que aquellos áticos estaban pensados, recordé, pero en un estante, encima de la televisión, había algunos libros leídos, y en la mesa baja, un cenicero de cristal, limpio pero usado.

El cuarto de baño fue muchísimo más revelador. En unos ganchos cromados, junto a la puerta, encontré dos albornoces, uno blanco, más grande, y otro de color salmón, más pequeño. Sobre la encimera en la que estaban empotrados los lavabos había dos cepillos de dientes, un tubo de dentífrico, varios tarros de distintas cremas, un bote de espuma de afeitar y un estuche de pañuelos de papel. Debajo, en los cajones, encontré una caja de tampones, otra de analgésicos, un neceser lleno de cosméticos, un paquete de discos de algodón y dos tipos distintos de maquinillas de usar y tirar, unas rosas, otras azules, todo normal, como los geles, los champús y una manopla de fibra vegetal, muy usada, que vi a través de la mampara que aislaba la ducha del resto. Hasta ahí todo fue bien, pero cuando me acerqué al jacuzzi, que era más grande que el que Rafa nos había enseñado y estaba semirrodeado por una pared de cristal que ofrecía una vista espectacular, me encontré con que el borde estaba repleto de velas a medio consumir, todas iguales, blancas, pequeñas y encerradas en unos pequeños fanales transparentes. Qué horror, pensé al verlas, qué cosa más cursi, qué horterada, y antes de terminar de pensarlo, me encontré con que la cara me ardía.

Aquel calor no era más que un pálido reflejo del incendio que acababa de desatarse en mi interior, una catástrofe fulgurante, instantánea, donde el pudor atizaba a la excitación y era a su vez implacablemente alimentado por ella, para que yo pudiera escuchar el crujido de las ramas que se desgajaban de los árboles, el chisporroteo de las cortezas resinosas, el susurro de las púas en llamas, y oler el fuego, verlo avanzar por las laderas de un monte imaginario, que era yo y estaba ardiendo de una culpa inocente, que no había hecho nada para merecer, y de una vergüenza infinita que sin embargo no era capaz de apagar todos los focos, siéntese, por favor, perdóneme, no le he ofrecido nada, ¿quiere tomar un café?, y Raquel Fernández Perea, que era mucho más guapa de lo que parecía, encendiendo la última vela antes de zambullirse desnuda en el agua con su cuerpo de treinta y cinco años y su piel de melocotón, esas piernas tan bonitas y las caderas levemente más anchas de lo que parecía exigir la estrechez de su cintura, para que mí padre la rodeara con sus brazos mientras pensaba que su hijo Álvaro era un gilipollas que no tenía ni idea de lo que era horrible, ni cursi, ni hortera en este mundo. Esa nueva sensación, la conciencia de no ser más que un pardillo, el ingenuo y fortuito espectador de una complejidad que no estaba a mi alcance, se sobrepuso a la excitación y a la culpa, a la vergüenza y al asombro, sin matizar la formidable confusión a la que todo lo que un instante antes era yo había quedado reducido sin remedio. Y esto no es nada, me dije, seguro que esto no es nada.

Other books

The White Rose by Jean Hanff Korelitz
Touch & Go by Lisa Gardner
The Vanishing Season by Anderson, Jodi Lynn
Eldritch Manor by Kim Thompson
The 100-Year-Old Secret by Tracy Barrett