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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

El corazón helado (9 page)

Me tomé un par de segundos para meditar esa respuesta, calculé en qué temible grado habría incrementado la muerte el culto ñoño e incondicional que rendía mi hermano Rafa a la personalidad de mi padre, y negué con la cabeza.

—Todavía no —respondí por fin—. Tengo que pensármelo.

No tardé mucho tiempo en clasificar el correo, una treintena de cartas entre las que había menos publicidad que sobres cuadrados de papel caro, escritos a mano, en los que identifiqué otros tantos pésames tardíos. Había también algunos recibos, que Lisette se quedó para archivarlos con los demás, y cinco cartas de distintos bancos, cuatro en sobres corrientes, con ventanita, y otra en un sobre cerrado, que abrí para descartar que contuviera la oferta publicitaria de un crédito, una cubertería de plata o un ordenador portátil. Cuando comprobé que se trataba de una carta personal de un asesor de inversiones, la guardé con las demás. Me despedí de Lisette con dos besos distraídos, silenciosos, y me marché a Madrid.

La carretera de Burgos estaba tan atascada que, a la altura de Alcobendas, tuve tiempo para comprobar que la fachada del museo interactivo con el que colaboraba desde hacía algunos años, ya estaba libre de las banderolas anaranjadas que habían anunciado durante un trimestre la exposición sobre Marte que nos había prestado un museo alemán. La próxima sería sobre agujeros negros, y la había montado yo solo. Estaba muy contento del resultado, pero eso no impidió que, mucho antes de llegar a Madrid, me encontrara pensando en la mujer del cementerio, como me sucedía, desde hacía casi un mes, en algún momento de todos los días.

Pensaba en ella y pensaba en mí, y apenas lograba reconstruir el misterioso estado en el que me hallaba cuando la vi, aquel súbito exceso de conciencia que la había presentido, y que la mantendría para siempre en mi memoria como un ingrediente póstumo, oscuro y oculto, de la figura de mi propio padre.

No me atrevía a hablar de esto con nadie más, porque me daba cuenta de que mi insistencia tenía un aspecto enfermizo que tampoco lograba explicarme, pero me había llevado hasta el ayuntamiento de Torrelodones para confirmar que no se había celebrado ningún otro entierro el mismo día, ni el anterior. Al día siguiente, en cambio, se había enterrado a dos personas, un motorista de diecinueve años, muerto en accidente de tráfico, y una mujer muy mayor, nacida en el pueblo. La funcionaría que me atendió, y que aceptó sin hacer preguntas mis embarulladas explicaciones acerca de una confusión con la factura del coche fúnebre, me contó que ahora la población había crecido mucho, pero la mayoría de los recién llegados eran madrileños y sus familiares preferían devolverlos a Madrid cuando morían. Lo de tu padre es distinto, claro, porque él era de aquí, me dijo, y en ese momento me despedí deprisa y salí disparado, porque mi hermana Angélica era capaz de ingresarme en un sanatorio si algún conocido le comentaba que yo había vuelto al pueblo para hacer esa clase de preguntas.

Mi insistencia tenía un aspecto enfermizo, yo lo sabía, pero aquella visita descartó para siempre el consuelo de la casualidad, porque los accidentes de tráfico no se adivinan y todos los descendientes de las personas que llegan a morirse de viejas se conocen de sobra en un pueblo como aquél. La presencia de una mujer desconocida en el entierro de mi padre no era un error, una equivocación, ni una confusión de ningún tipo. Debería haberlo lamentado, pero me sentí extrañamente reconfortado, hasta satisfecho por eso. No le conté nada a nadie, ni siquiera a Mai, y sin embargo, fue ella quien me guió sin querer en una dirección imprevista.

—Oye, Álvaro —me dijo aquella misma noche, cuando Miguelito ya estaba acostado y los dos cenábamos a solas y en paz, en la cocina—. He estado pensando... ¿Cuántos años tenía tu padre cuando se casó con tu madre?

—Pues, no sé. A ver, déjame... Él nació en el 22 y se casaron en el 56. Treinta y cuatro.

—Ya... —asintió despacio, como si masticara el dato junto con la ensalada—. Eso había calculado yo.

—¿Por qué?

—No sé. Es que es alucinante, ¿no?, un hombre que ha vivido ochenta y tres años, que no se casó hasta los treinta y cuatro, al que le pasaron tantas cosas, una guerra civil, una guerra mundial, todo eso. Y nos parece normal, claro, porque era él, y le conocíamos, y conocíamos su historia desde siempre. Pero en realidad, hay muchas cosas de su vida que no sabemos, que yo por lo menos no sé y que tú no me has contado. A lo mejor tuvo un montón de novias antes, ¿no?, en Rusia, por ejemplo, figúrate... No sé, ahora tengo la sensación de que tendríamos que haberle hecho muchas más preguntas, de que hemos perdido la oportunidad de recordarle mejor, es difícil de explicar. Igual es sólo que le echo de menos —me miró, cogió mi mano por encima de la mesa, la apretó—. Yo le quería mucho, Álvaro, ya lo sabes...

—Él te quería mucho a ti —le respondí, apretando su mano a la vez.

Mai había sido una de las grandes conquistas de mi padre. Cuando la conocí, unos meses después de volver de Boston, yo estaba aún convaleciente de un noviazgo irregular y complicadísimo con una norteamericana de origen asiático que se llamaba Loma y era encantadora e insoportable a partes iguales, a menudo en el mismo día, con frecuencia en la misma hora, a veces incluso en minutos sucesivos. Al principio pensé que eso era la célebre pasión, pero con el tiempo me convencí de que debía de padecer más bien un trastorno nervioso de algún tipo, la dejé, y ella se dedicó a destrozarme la vida. Nunca había pensado en quedarme a vivir en Estados Unidos, pero Loma fue el factor decisivo de mi regreso a España. Cuando volví a Madrid, lo último que me apetecía era empezar otra vez, y sin embargo, treinta años, soltero, funcionario, a mi alrededor todo el mundo conspiraba sin descanso para emparejarme. Mai no estaba incluida en ninguna de esas operaciones, y sin embargo se acostó conmigo la misma noche que la conocí.

¡Qué pena!, me dijo a la mañana siguiente, pero, en fin, así es la vida, ¿no? Me he tirado un montón de años esperando a que apareciera un tío interesante, y ahora que estoy medio ennoviada, de repente, vas y apareces tú... Nos despedimos con un beso lánguido y la inevitable melancolía de los hasta nunca, pero no habían pasado ni ocho meses cuando mi amigo Fernando, que estaba casado con una prima hermana suya, volvió a invitarme a una fiesta.

—No me han contado nada pero me temo lo peor —me advirtió—. Ándate con ojo porque esto me huele a cacería y tengo la impresión de que te han adjudicado el papel de zorro...

Me eché a reír y él se me quedó mirando con una sonrisa burlona.

—¿Qué pasa, que te gusta la idea? —añadió entonces.

—No lo sé —le contesté—, eso deberías decírmelo tú, que eres el experto en esa familia.

—Bueno, las hay peores —admitió, antes de mover la mano derecha en al aire para bendecirme hasta que a los dos nos dio la risa—, pero luego no digas que no te lo advertí...

¿Qué ha pasado con tu novio?, le pregunté a Mai cuando la vi, aunque ya lo había deducido de su aspecto, mucho más sofisticado, más elaborado que la primera vez. Nada, me contestó, ése es el problema, que no acaba de pasarme nada. Estaba muy guapa, con un vestido marrón escotado y corto, mechas anaranjadas en el pelo, los ojos relucientes de decisión, ese brillo salvaje que enciende los ojos de las mujeres cuando van de caza. Me alegro, le dije, me he acordado mucho de ti. Eso no habría sido verdad del todo diez minutos antes de la exhibición de clarividencia que el profesor Cisneros me había dedicado en su despacho de la facultad, pero lo fue entonces, mientras ella dejaba caer un poco la cabeza para sonreírme de lado, descarada, tentadora, perfecta. Y no lo dudé. Ni aquella noche, ni a la mañana siguiente, ni unos meses más tarde, cuando dejó caer que estaba pensando en venirse a vivir a mi casa porque ya no dormía nunca en la suya.

El único momento de incertidumbre de todo el proceso tuvo lugar algún tiempo después, cuando ya había agotado todas las excusas imaginables para esquivar la curiosidad de mi familia. Era julio, hacía mucho calor, pero Mai no quiso ponerse un biquini debajo de la ropa, ni siquiera lo metió en el bolso, y mientras atravesábamos la verja, bastante imponente de por sí, de la imponente propiedad de mi padre en una de las zonas más caras de La Moraleja, parecía tan abrumada que, por un instante, hasta llegué a pensar que nuestra historia no sobreviviría a aquella paella. Dios mío, dijo cuando aparqué el coche en el hueco que me habían dejado los de mis hermanos, todos ellos sentados ya en el porche, formados alrededor de mis padres como los miembros de un tribunal. Cuando empezamos a subir los escalones, él se levantó, se adelantó unos pasos y nos dedicó una versión específicamente encantadora de su famosa sonrisa radiante. En ese momento pensé que mi novia, que era muy inteligente y mucho más desconfiada que yo, recelaría de la impecable calidad de su simpatía. Pero me equivoqué.

Con el tiempo, Mai se convertiría en la nuera favorita de mi padre, la única que seguiría mereciendo hasta el final una atención constante y ambigua, el afecto en absoluto paternal, incluso infiltrado por ciertos gestos de seducción nostálgica de los que no sé hasta qué punto eran ambos conscientes, al que Julio Carrión había recurrido siempre para conquistar a las mujeres de sus hijos, frente a la complicidad viril, repleta de sobrentendidos entre machotes, que ofrecía a sus yernos con el mismo éxito. A mí me divertían mucho los apartes de mi padre y mi mujer, y aún más los celos de mi madre, y hasta los de mis hermanos, que no podían soportar la azarosa ventaja que aquella chica corriente, que ni siquiera había sido nunca un buen partido, me daba a destiempo sobre ellos. En mi familia se competía por el favor, por el amor de mi padre, siempre había sido así, y a diferencia de mí, Mai no tenía oposición. La mujer de Rafa era más bien fea, bastante borde y, sobre todo, muy, muy lenta, incapaz de seguir los juegos de palabras, los retruécanos y las dobles intenciones de su suegro, que a veces perdía la paciencia y le decía en un tono de exageración jocosa que no terminaba de ocultar del todo su irritación, hay que ver, Isabel, ni que fueras tonta. La primera mujer de Julio, Asun, mona, discreta, mansa y muy sensible a su encanto, le gustaba más, pero la perdió antes de tiempo. En 1999, unas semanas antes de su décimo aniversario de boda, mi hermano la dejó por otra, que para mi padre nunca dejaría de ser precisamente eso, la otra.

—Pero ¿tú la has visto bien? —me preguntó cuando me atreví a iniciar una tímida defensa, el coche de Julio circulando aún por el sendero que atravesaba el jardín.

—Sí, papá —admití, y sucumbí a una risa tonta que ayudaba muy poco a mis bondadosas intenciones—. La conocí antes que nadie.

Quiero pedirte un favor, Álvaro... Aquella mañana había detectado el nerviosismo de mi hermano en su voz como si lo tuviera delante y no al otro lado del teléfono, es muy importante para mí, no puedes decirme que no... Aquel prólogo, mucho más solemne que el habitual oye, Alvarito, que soy Julio, que tú en este momento estás comiendo conmigo, que tengo que informarte de la situación de la empresa y se nos va a hacer muy tarde, ¿vale?, me alertó de la excepcionalidad de la situación, pero no me preparó para lo que vendría después. Mai y tú tenéis que cenar conmigo un día de éstos, os quiero presentar a mi novia. ¿Qué novia?, le pregunté, bueno, es que..., verás, me contestó, yo me he divorciado... Todavía no, objeté, hacía sólo dos semanas que nos habíamos enterado de que se iba a separar, bueno, pues me estoy divorciando, eso da lo mismo, ¿o no? No se lo negué y él cogió carrerilla, es una chica estupenda, de verdad, maravillosa, me gusta muchísimo, creo que nunca he estado tan enamorado de nadie, y vosotros sois los progres de la familia, Álvaro, se supone que estáis de mi parte... Tampoco le llevé la contraria en eso, él tomó aliento y siguió, más tranquilo. Es que Verónica, porque se llama Verónica, pues..., no se fía de mí, no me extraña, pensé yo, pero no dije nada, y yo voy en serio, te juro que voy en serio, pero ella no está segura, porque le conté que me había divorciado..., en fin, mucho antes, te lo puedes figurar, y está mosqueada, ¿sabes?, necesito presentarle a algún Carrión pero ya, y no puedo recurrir a nadie más, he pensado que a vosotros os da igual, ¿o no?, si ni siquiera estáis casados por la Iglesia, Álvaro, no me jodas, no me irás a decir ahora que creéis que el matrimonio es para toda la vida... A Mai no le sentó muy bien la urgencia de mi hermano, pero estuvo de acuerdo conmigo en que no podíamos negarnos, y al final, e incluso en contra de sus propios principios, se divirtió tanto como yo.

Julio nos invitó a cenar en el restaurante más lujoso, famoso y selecto que se le ocurrió, un alarde que perjudicó desde el primer momento los intereses de su novia, una chica de veintiséis años y belleza indiscutible, por más que Mai se empeñara en discutirla. Verónica, que tenía un expediente académico bastante aceptable aunque nadie pudiera creerlo a simple vista, llevaba un maquillaje que le sacaba un par de décadas, acababa de salir de la peluquería, se había pintado lunares de purpurina en las uñas, e iba enfundada a presión en un conjunto de minifalda y chaqueta de una talla menos, o dos, de la que le habría aconsejado cualquier dependienta, pero cuyo tejido vaquero, lleno de parches de lentejuelas, espejos y bordados de colores, bastó para que Mai reconociera de lejos la firma de un modista italiano sofisticado y sobre todo, me dijo, carísimo.

Así, y allí, se parecía demasiado a todas las demás veinteañeras, pocas, y treintañeras escasas, bastantes, que estaban cenando en el mismo lugar, a la misma hora, con hombres ricos, algunos de los cuales tenían edad de sobra para ser el padre de su novio, que todavía no había cumplido los cuarenta. Mi hermano Julio es así. Siempre se ha comportado como si considerara que la reflexión no es más que un trámite engorroso, y además superfluo. Su estrategia de aquella noche era una consecuencia de lo que él entendía por acción y de los resultados que solía cosechar, porque en un restaurante normal, y a pesar de los doce años que los separaban, la pareja que formaba con Verónica no habría llamado la atención más allá del escote, espléndido, es el sujetador, me susurró Mai, que desbordaba los límites de una especie de corsé de color negro y efectos quizás no suficientes para justificar la ruina de una familia, pero, desde luego, muy perturbadores. Claro que eso no se lo dije a mi mujer, y si me puse de parte de mi hermano no fue por el escote de su novia, sino porque ella era lista aunque no lo pareciera, porque miraba a Julio como si fuera Dios, y porque él la correspondía con miradas de dios pagano, humano, todopoderoso en su pequeñez de mortal atrapado en la formidable ingravidez de sus pechos. Un mes y medio después, cuando en contra de todas mis calculadas recomendaciones de cautela y paciencia, apareció con ella sin avisar en la comida del cumpleaños de mi padre, él no se dejó engañar por la modestia de su camiseta, sin embargo.

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