El corazón helado (6 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Eran españoles y bebían champán. Eran españoles y por eso bailaban, y cantaban, y hacían ruido, e invitaban a beber, a bailar, a cantar, a cualquiera que se acercara a mirarlos, pero su alegría era distinta, mucho más pura, rotunda y luminosa, más trivial quizás que la que iluminaba las mejillas hundidas de quienes habían pagado un precio elevadísimo por sonreír aquella noche, pero también más entera, más cercana a la felicidad auténtica. Los vieron por casualidad, cuando iban a recoger el coche para volver a casa, y se quedaron mirándoles por pura diversión, sólo porque eran tan jóvenes y hablaban tan alto y se reían tan fuerte y hacían tanto ruido y estaban tan contentos.

—¿Sois españoles? —preguntó a la tía Olga el que se fijó en ellos, y Olga bebió de la botella antes de contestar.

—Sí.

—¿Emigrantes? —insistió, y Olga volvió a beber, negó con la cabeza, hizo una pausa para tomar aire y señaló al abuelo.

—Ése es mi padre —dijo—. Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo y español —y en su voz tembló una emoción, un orgullo que Raquel no pudo interpretar.

Había escuchado lo mismo tantas veces, ése era su abuelo, el padre de su padre, que cantaba estoy hasta los cojones de la guerra civil, y se reía, y su hermana, que coreaba sus cantos y sus carcajadas, estaba ahora muy seria, tanto que ni siquiera se molestó en limpiarse la lágrima que descendía despacio por su mejilla, pero eso no le sorprendió tanto como la reacción del desconocido, casi un muchacho, que se acercó a su abuelo, le tendió la mano, y se dirigió a él con un acento emocionado, el cuerpo muy derecho, la cabeza alta, un gesto de hombre adulto en la mandíbula.

—Señor, para mí es un honor saludarle.

Raquel, que se acordaría siempre de aquel día, contempló la escena como si estuviera sentada en un cine, viendo una película. El acordeón dejó de sonar, los que bailaban se quedaron quietos, los que cantaban callaron de pronto, y en la plaza pequeña hizo mucho frío mientras corría un murmullo entrecortado, respetuoso, casi litúrgico, capitán, república, exiliado, rojo, palabras venerables, pronunciadas en voz baja con mucho cuidado y los labios rozando el oído de su destinatario, para no herirlas, para no desgastarlas, para no restarles ni un ápice de su valor.

Capitán, república, exiliado, rojo, palabras preciosas como joyas, como monedas, como un manantial de agua fresca que acabara de brotar en el centro de un desierto. Todas las miradas convergieron en aquel señor alto y bien vestido, que no se distinguía de los franceses porque era rubio, de piel clara, y en la mujer morena y bajita que se apretaba contra él y parecía demasiado sofisticada para ser española, porque llevaba el pelo corto, teñido de rojo oscuro, peinado como si estuviera despeinado, y un abrigo muy moderno que le llegaba hasta los pies y la envolvía como si fuera una capa. Aquellos chicos tan jóvenes, con gafas redondas de montura fina y el pelo largo, las camisas asomando por debajo del jersey entre las trenkas desabrochadas, y aquellas chicas que llevaban el pelo suelto pero por lo demás iban vestidas casi como la abuela Rafaela, con faldas largas y toquillas de punto sobre los hombros, les miraban con una expresión grave y anhelante, respetuosa y conmovida, como si llevaran toda la vida esperando ese momento.

Los abuelos, al principio, sólo sentían asombro, un estupor tan profundo que él no acertó a decir nada cuando estrechó la mano del primero. Yo también quiero saludarle, señor, dijo el segundo, el tercero le llamó camarada, y la cuarta, que era una chica, le dio las gracias, le debemos tanto a la gente como usted, dijo. Entonces la abuela, que había mantenido el llanto a raya durante todo el día, rompió a llorar muy despacio, mimando las lágrimas que se caían de sus ojos con una mansedumbre plácida y templada, estoy muy orgulloso de conocerle, señor, es un placer, un honor para mí, hasta que el último, un chico bajito y menudo con el pelo negro, muy rizado, se cuadró ante él como hacen los soldados, a sus órdenes, mi capitán, y el abuelo cerró los ojos, los abrió de nuevo y por fin sonrió.

Será posible, murmuró, meneando la cabeza, y repitió esa frase tan suya, que no acababa de ser una interrogación ni era una exclamación del todo, será posible, lo que decía siempre que algo le parecía imposible para bien o para mal, prólogo invariable de sustos y sorpresas, de tristezas y alegrías inesperadas, será posible, eso dijo, y en lugar de darle la mano, le abrazó.

En ese momento, la plaza entera pareció respirar, expandirse y contraerse en un movimiento armónico, espontáneo, los edificios y los cuerpos recuperando a un tiempo sonido y movimiento, y el acordeón volvió a sonar, la abuela cogió a su marido del brazo, sácame a bailar, Ignacio, y bailaron juntos, solos en el centro de la plaza, y luego se besaron en la boca durante mucho tiempo, como si por fin estuvieran contentos del todo, contentos de verdad, y Raquel les había visto besarse en la boca muchas veces, pero nunca así, y sin embargo tal vez tampoco eso habría bastado para que se acordara de aquel día toda su vida.

Cuando acabaron de bailar, todos les aplaudieron, se agruparon alrededor de ellos, descorcharon más botellas, brindaron por aquel día y por aquella noche, muerto el perro, se acabó la rabia, decían ellos también, y ya se atrevieron a hacer preguntas y a contestar a las preguntas de los abuelos. Había un poco de todo, catalanes, gallegos, media docena de andaluces, un murciano, una pareja de Ciudad Real, una chica canaria, algunos vascos, dos asturianos, un aragonés de Zaragoza, y cuatro o seis madrileños, porque dos de ellos, el que había saludado militarmente al abuelo y otro, más alto y muy gordo, advirtieron que ellos, ser, lo que se dice ser, eran del mismo Vallecas. Parecían un grupo compacto, pero la mayoría no se habían conocido hasta aquella misma mañana, cuando se tiraron a la calle solos, o formando grupos pequeños de dos o tres, compañeros de estudios o trabajo, y se fueron encontrando por los bares, que es donde se encuentran siempre los españoles. Llevaban todo el día en la calle, bebiendo y cantando, bailando y haciendo ruido, y por el camino habían ido reclutando a bastantes franceses, chicas sobre todo, a un par de chilenos y al argentino que tocaba el acordeón, pero Raquel no se enteró mucho de eso, porque se quedó dormida en un banco y tuvieron que despertarla para las fotos.

En el coche se durmió otra vez y no se espabiló hasta que su madre se empeñó en desnudarla y ponerle un camisón a pesar de sus protestas. Entonces ya no pudo volver a dormirse. Escuchó ruidos de puertas, de grifos, el susurro de las despedidas, y un silencio incompleto, enturbiado por el eco sigiloso de alguien que también estaba despierto pero pretendía pasar inadvertido. Aquella noche, Raquel estaba sola en la habitación, Mateo se había quedado a dormir en casa de la tía Olga. Se levantó, salió al pasillo y vio la luz del salón encendida. Su abuelo no la regañó por estar levantada. Al contrario, sonrió, la cogió en brazos, y le contó que él había podido morir muchas veces.

—¿Y por qué te querían matar todos?

—Por republicano, por comunista, por rojo, por español.

—¿Y tú eras todas esas cosas?

—Sí, y las sigo siendo. Por eso pude morir tantas veces, pero salvé la vida, y ¿sabes para qué? —Raquel negó con la cabeza, su abuelo volvió a sonreír—. Para nada —hizo una pausa y lo repitió otra vez, como si le gustara escucharlo—. Para nada. Para bailar esta noche un pasodoble con tu abuela en una plaza del Barrio Latino, con un frío que pelaba y delante de una pandilla de inocentes. Muy simpáticos, eso sí, muy buenos chicos, generosos, divertidos, estupendos, pero unos inocentes que no saben de lo que hablan y no tienen ni idea de lo que dicen. Sólo para eso.

—Eso no es nada.

—No, tienes razón. Pero es sólo muy poco. Poquísimo. Casi nada.

El abuelo la besó, la miró. No había dejado de sonreír y Raquel no había visto nunca, y nunca volvería a ver, una sonrisa tan triste. Eso fue lo que recordaría siempre de aquel día, de aquella noche del 20 de noviembre de 1975, la tristeza de su abuelo, una pena honda, negra y sonriente, el balance de aquel día de risas y de gritos, de champán y de tortillas de patatas, de juramentos feroces y de honores imprevistos, una fiesta española, salvaje y sombría, feliz y luminosa, a sus órdenes, mi capitán, y aquel hombre cansado que sonreía a su último fracaso, una derrota pequeña, definitiva, cruel, cínica, ambigua, despiadada, insuperable, obra del tiempo y de la suerte, victoria de la muerte y no del hombre que la había esquivado tantas veces.

Ignacio Fernández no había derramado una sola lágrima aquel día, aquella noche. Había visto llorar a su mujer, a su hija, a su nuera, a muchos de sus amigos, de sus camaradas, hombres que habían podido morir como él y que como él habían sobrevivido para ver pasar por su puerta el cadáver de su enemigo. Vamos a brindar, decían, porque somos de un país de hijos de puta, un país de cobardes, de miserables, de estómagos agradecidos, un país de mierda, él había escuchado todo eso y no había derramado ni una sola lágrima. Porque en cuarenta años no hemos sido capaces de matarlo, vamos a brindar, y él no había dicho nada, no había hecho nada excepto levantar su copa en silencio una y otra vez. Me quiero morir, Ignacio, le había dicho un hombre mayor con el que se había abrazado muy fuerte en algún lugar de los muchos por los que habían peregrinado aquella noche. No me jodas, Amadeo, había contestado él, hoy no es día para morirse, y entonces ya estaba sonriendo, pero su nieta aún no había entendido su sonrisa, no había desenmascarado la pena negra, honda, que ahora afloraba a los labios de su abuelo, curvados en una mueca que había perdido su eficacia mientras estaban solos, abrazados, en la casa dormida.

—No hables así, abuelo —intentó decir Raquel, y sólo pudo decirlo a medias, porque las lágrimas ensuciaron su garganta, taponaron su nariz, alcanzaron sin dificultad la frontera de sus ojos.

—Pero, bueno... —su abuelo la separó un poco, la miró despacio, frunció las cejas, volvió a abrazarla—. ¿Y a ti qué te pasa?

—No lo sé —y no lo sabía—. Es que me pongo triste de oírte hablar así.

—No te preocupes. Estoy contento, aunque no lo parezca. Ahora ya puedo volver yo también.

A la mañana siguiente, Raquel no se acordaría de cómo se quedó dormida, pero nunca en su vida olvidaría esta conversación. El abuelo la había cogido en brazos, se había acostado a su lado, la había besado muchas veces y enseguida se había hecho de día, y mamá había entrado en la habitación metiendo prisa, levántate, Raquel, hija, vamos, a desayunar, y la había vestido, y la había peinado. Después, la abuela la había llevado al colegio como si fuera una mañana normal, y era una mañana normal, lo fue excepto porque ella estaba muerta de sueño y se durmió en el recreo, y luego, por la tarde, cuando la tía Olga fue a recogerla para llevarla al cine con sus hijos, se durmió otra vez y no vio la película. Eso, al fin y al cabo, fue una suerte, porque cuando volvió a la casa de los abuelos estaba muy despierta, y reconoció sin vacilar a su padre en el hombre joven que se bajaba de un taxi, enfrente del portal, para desencadenar otra fiesta española, privada y familiar, agria, dulce, amarga, salada, húmeda y seca, pero definitiva.

—Quería estar contigo, papá, contigo y con mamá.

Su padre no dijo más que eso, no hacía falta más, repartir los regalos, una caja muy grande para Raquel, otra más pequeña para Mateo, perfume para su mujer, aceite para su madre, y una crónica distinta, paciente y minuciosa, de los acontecimientos de la víspera tal y como se habían vivido desde dentro, el relato que su padre siguió con atención y la cara seria, sin sonreír ni siquiera cuando su hijo mayor descendió de lo universal hasta lo particular, confesando que todavía le dolía la cabeza por la monumentalidad de la cogorza que se había cogido el día anterior, porque después de las copas de por la mañana, en la oficina, había seguido brindando con sidra, con vino blanco, con ron, con whisky. No fue culpa mía, resumió, tuvimos que mezclar porque a la hora de comer ya se había acabado el champán en Madrid. Entonces, la abuela empezó a hacer planes, a barajar fechas, a contar dormitorios, podemos irnos a vivir cerca de vosotros, ¿no?, ¿qué te parece, Ignacio?

Su marido no contestó enseguida. Antes, se bebió de un trago el coñac que tenía en la copa, se levantó de la silla, se paseó por la habitación, apoyó los puños en la mesa, y sólo después, estalló.

—¿De qué estás hablando, Anita? ¿Me quieres decir de qué estás hablando? —la abuela bajó la vista y no dijo nada, nadie se atrevió a despegar los labios, aunque el tío Hervé, que era francés y a aquellas alturas debía de estar muy saciado ya de pasiones españolas, insinuó un gesto de cansancio que su suegro no detectó—. ¿Tú sabes quién manda en España? ¿Es que no has visto llorar a ese hijo de puta? ¿Es que no sabes quién es? Llama a Aurelio, anda, llámale. Que te lo cuente él, o Rafaela, que en Málaga lo conocen mucho, todo el mundo lo conoce allí.

—Pero el otro día, cuando viste a Ramón, tú me dijiste...

—¡Ya sé lo que te dije! Que Ramón me había dicho que Fulano le había contado que Mengano había oído que Zutano se había enterado de que en una reunión secreta, que nadie sabe ni dónde ni cuándo ha sido ni quiénes se han reunido, alguien, que tampoco se sabe quién es, había dicho que no se iba a hacer nada sin nosotros. Eso te dije. ¿Y sabes lo que significa eso? Eso no significa una mierda, ni eso significa. Será posible, Anita, será posible... Que yo, ahora mismo, ni siquiera soy español, joder, que yo no tengo pasaporte, ni español ni francés ni de ninguna parte, sólo papeles de refugiado político y un carné del Partido Comunista de España, que está también prohibido en Francia, por cierto. ¿Adónde quieres que vaya yo con eso?

—Pues Aurelio...

—Aurelio estaba enfermo y yo no.

—Eso no tiene que ver.

—¡Claro que tiene que ver! Aurelio está jubilado y yo no, yo tengo cincuenta y siete años y no puedo vivir del aire, Anita, no me puedo marchar así como así, y tú tampoco. Tú tendrás que hablar con tu socia, vamos, digo yo, tendrás que decidir qué vais a hacer, si te compra tu parte o si cerráis la guardería, y yo tengo que encontrar trabajo, yo no puedo...

—Pero ya has hablado con Marcel, y él...

—¡Él nada! Él hará lo que pueda, pero cuando pueda, y ahora no se puede, ahora hay que esperar, ver qué pasa, cómo evoluciona todo. Eso es lo que voy a hacer yo, por lo menos. Si tú quieres volverte antes, ya sabes. Habla con tu hijo, que estará encantado.

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