El corazón helado (3 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Pues un puré de verduras.

—Que no.

—Angélica, díselo tú.

—Es verdad, mamá, tienes que comer algo.

—¡Una cosa, una cosa, una...! ¡Jo, que tengo la mano levantada!

—Vamos a ver, Julia, ¿y a ti qué te pasa?

—Pues que yo soy niña y prefiero pollo al ajillo.

—A ver, los que quieran pollo que levanten la mano...

Mi cuñada Isabel, brazo armado de su marido, que ejercitaba su condición de primogénito con inequívoca autoridad y ninguna consideración hacia la del camarero, empezó a contar y todos se callaron de repente, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa en la reproducción de una película mil veces repetida, las comidas familiares de los Carrión Otero en cualquier restaurante de la carretera de La Coruña, doce adultos, ya sólo once, y once niños, que pronto serían doce, hablando, gritando y moviéndose a la vez.

—Oye, mamá, ¿quién era esa chica que ha llegado al final? El silencio duró más de lo que yo había calculado, porque todos me escucharon y ninguno supo contestarme.

—¿Qué chica? —mi madre me devolvió la pregunta.

—Álvaro, por cierto, ¿y tú qué quieres? No te tengo apuntado.

—¿Yo...? Chuletas, como los niños.

—Calla un momento, Isabel —la curiosidad devolvió por un instante el brillo a unos ojos azulísimos—. ¿Qué chica, Álvaro?

—Pues una chica... De la edad de Clara, más o menos, tirando a alta, castaña, con el pelo largo, liso... Ha llegado en coche, al final. Yo la he visto entrar, se ha quedado cerca de la puerta. Llevaba pantalones, unas gafas de sol muy grandes y una gabardina forrada de piel. ¿No la habéis visto?

Nadie la había visto. Había entrado en el cementerio andando despacio, pisando con cuidado para evitar que sus botas de tacones muy altos se hundieran en la tierra y despreocupándose al mismo tiempo de la suerte de sus tacones, porque no miraba al suelo, tampoco al cielo, miraba hacia delante, o mejor dicho, se dejaba mirar, caminaba sobre la hierba rala, desmochada, sembrada de piedras, como si avanzara por una alfombra roja bajo la luz nocturna de los focos. Parecía llegar de otro lugar y dirigirse a un sitio muy distinto, porque había algo en su actitud, en su forma de moverse, de acompañar sus pisadas con el compás blando de sus brazos, los hombros cómodos, relajados, que desmentía una norma universal, el encogimiento forzoso, inconsciente pero inevitable, hasta ligeramente teatral, que unifica a las personas que asisten a un entierro incluso cuando nunca llegaron a conocer al difunto. No podía ver sus ojos, pero sí su boca, su barbilla, los labios entreabiertos, una expresión serena y casi sonriente, aunque en ningún momento llegó a sonreír. Tampoco se acercó mucho. Se quedó a mi altura, tan lejos de las chaquetas de lana como de los abrigos de pieles, como si no pretendiera tanto ver como dejarse mirar, consciente tal vez o quizás no, en absoluto, de que yo era su único testigo, el único que podía mirarla, que recordaría haberla visto después.

—Se me ha ocurrido que a lo mejor trabaja con vosotros, ¿no? —miré a mi hermano Rafa, a mi hermano Julio—. Igual es una antigua secretaria de papá, o... No sé, puede ser una empleada de la inmobiliaria.

—Pero entonces se habría acercado a saludarnos, creo yo —Rafa me miró, miró a Julio, él asintió, los dos me miraron a la vez—. Yo no he avisado a nadie de la oficina, desde luego.

—Yo tampoco.

—Bueno, pues... No sé. El caso es que yo la he visto... También puede ser que conociera más a papá que a nosotros, que por ejemplo fuera una enfermera del hospital, de las que le han estado cuidando, ¿no? Igual le ha dado corte acercarse a saludar...

Pero todo eso lo imaginé después, mientras buscaba una explicación razonable para su repentina desaparición, tan brusca, tan inexplicable como su llegada. Al principio pensé algo mucho más tonto, que se había equivocado, que no creía venir a un entierro, que tenía cualquier otra cosa que hacer en aquel cementerio pequeño, apartado, en aquella mañana fría de un jueves de marzo con sol y sin pájaros. No era sólo su actitud, esa despreocupación de mujer que pasea por el puro placer de dejarse mirar, sin haberse propuesto llegar a sitio alguno. Su aspecto también dificultaba su presencia en el entierro de mi padre, en ese duelo partido en dos, la memoria de su infancia y la de su edad adulta encarnadas en dos realidades compactas, opuestas, antagónicas. Ella era joven, iba bien vestida, muy abrigada, llevaba el pelo suelto y ningún maquillaje, en contraste con la aparatosa sofisticación de sus botas de mosquetero. En aquel momento, en aquel lugar, podría pertenecer a mi familia, debería haber pertenecido a mi familia, y sin embargo, yo no la conocía. Si era pariente de Anselmo, de Encarnita, de cualquiera de los vecinos del pueblo que permanecían juntos, agrupados, sin mezclarse con los madrileños pero acompañándoles a distancia con ese gesto de sombría serenidad inscrito en el código tácito que ella prefirió ignorar, debería haberse acercado a saludarles, y no lo hizo. Al contrario, abrió el bolso, sacó un paquete de tabaco, un mechero, encendió un cigarrillo, se quitó las gafas y me miró.

—No sé qué decirte... —mi hermana Angélica necesitó más tiempo para reaccionar—. Yo trabajo en la UCI, conozco a todas las enfermeras de allí, y tu descripción no me encaja mucho con ninguna, la verdad. Antoñita es joven, pero no es alta, y las otras... Además, puede ser que le diera corte saludar a mamá, pero a mí no. A mí tendría que haberme dicho algo.

—Pues no sé, pero el caso es que la he visto —insistí, mirando a mis hermanos uno por uno—. A lo mejor es vecina de alguno de vosotros, o compañera del colegio, o algo así. Podría haber estudiado contigo, Clara...

—Será del pueblo —apuntó mi hermano mayor mientras la pequeña negaba con la cabeza.

—Eso también lo he pensado, pero el caso es que no tenía pinta.

—¡Pero bueno, Álvaro! —mi madre apoyó la hipótesis de Rafa—. La pinta no tiene nada que ver. Si fuera de mi edad, todavía, pero ahora todos los jóvenes vais vestidos igual, en los pueblos y en las ciudades. Ya no hay diferencias.

Me miró como si ella sí me conociera, como si quisiera reconocerme, y entonces pensé que a lo mejor había venido para eso, que lo que buscaba no era dejarse ver, sino mirarnos, y sostuve la mirada de sus ojos, que eran grandes y de un color extraño, verdosos pero oscuros, mientras ella me miraba de frente, con paciencia, con firmeza, como si llevara mucho tiempo esperando la ocasión de volver a vernos, como si hubiera llegado hasta allí sólo para reconocernos, para reconocerme a mí, que me había equivocado antes al mirarla, al creer que era eso lo que deseaba. En los dos últimos días había fumado tanto que aquella mañana me levanté con la ilusión de no volver a hacerlo nunca más, pero llevaba un paquete en el bolsillo del abrigo, y el cigarrillo que ella consumía despacio, sin despegar sus ojos de los míos, me obligó a abandonar su mirada y mis propósitos. Cuando empecé a fumar, ella ya había terminado, cuando volví a mirarla, ella ya no me miraba, sus ojos enfocados hacia delante, hacia mi madre, que sollozaba mientras Rafa cogía un puñado de tierra y lo tiraba sobre el ataúd, hacia Clara, que dejaba caer unas flores en la fosa con un gesto desconsolado y último, hacia mis sobrinos mayores, tan jóvenes todavía, niños vestidos de hombre con traje y corbata, incómodos en sus papeles, en sus ropas, en la estricta vigilancia de los adultos. Ahora miraba hacia allí, hacia ellos, los estudiaba, los observaba con la misma paciente intensidad que antes había derramado sobre mí, como quien cumple una misión y no tiene prisa. Entonces estuve seguro de que aquella desconocida sabía muy bien dónde estaba, y sentí una inquietud cercana al miedo, un temor poco profundo que no nacía del peligro sino de la presión de lo inexplicable, pero mi madre se dejó caer hacia atrás, mi hermano Julio la recogió, la sostuvo mientras se doblaba después hacia delante, los demás rompieron la formación, la rodearon enseguida, y comprendí que todo había terminado, las palas, los rezos, las sogas. Mi padre viajaba ya hacia el olvido cuando me acerqué por fin yo también, y ocupé mi lugar entre los míos.

—Yo sí la he visto —mi sobrino Guille, el segundo de los hijos de Rafa y el más listo de todos, dejó de jugar con el móvil y me miró—. Llevaba una chaqueta de cuadritos y unos pantalones como de montar a caballo metidos en unas botas de esas que tapan las rodillas, ¿a que sí?

—Sí, justo, ésa era. Menos mal que tú también la has visto... —le sonreí, y recibí a cambio una sonrisa de catorce años, borracha de protagonismo—. ¿Y la has visto salir?

—No, eso no. Estaba al fondo, y yo creía que iba a venir luego, como los otros, pero ya no la he visto más. Me he fijado porque... Era guapa, ¿verdad?

—Desde luego, es muy extraño... —mi hermano Rafa miró a su hijo, luego a mi madre, por fin a mí, pareció que iba a decir algo más y se quedó callado de repente.

—¿Y no puede ser pariente nuestra, mamá? —insistí—. No sé, prima lejana o algo por el estilo...

—No —la negativa de mi madre fue seca, tajante, y sin embargo tardó algún tiempo en justificarla—. Como comprenderás, hijo, yo todavía conozco a todos mis parientes. Aunque sea vieja, estoy muy bien de la cabeza.

—Ya, pero el caso es que... —la miré a los ojos y no me atreví, pero también vi algo en ellos que no esperaba—. Nada.

—Oye, Álvaro..., ¿tú estás tomando algo? —mi hermana Angélica intervino en el tono de suspicaz solicitud que se había hecho famoso a través de los partos, hospitalizaciones y convalecencias de toda la familia—. Porque para haber tomado sólo la pastilla que te he dado esta mañana, te estás metiendo en un bucle un poco raro, la verdad...

Yo también esperaba verla de cerca, encontrarme de nuevo con sus ojos, descifrar su color, saber quién era, para qué había venido, por qué nos miraba así, con esa intensidad, esa paciencia de quien cumple una misión y no tiene prisa, pero estreché todos los abrigos de pieles, todas las chaquetas de lana, abracé a conocidos y a desconocidos, besé rostros tersos, otros arrugados, y no apareció. Mi madre, las mejillas súbitamente hundidas, una expresión de agotamiento tan intensa como no habíamos visto ni en los peores momentos de la agonía de su marido, pidió ayuda para emprender el camino de vuelta. La abracé, repartiéndome la asombrosa levedad de su cuerpo con mi hermano Julio, y entre los dos la sacamos del cementerio casi en volandas. Cuarenta y nueve años, murmuraba, hemos vivido juntos cuarenta y nueve años, cuarenta y nueve años durmiendo en la misma cama, y ahora, ahora... Ahora tienes que conocer a la hija de Clara, mamá, y ver crecer al hijo de Álvaro, a mis hijos, Julio enhebraba otras cifras, números como anclas, como clavos, como botones capaces de abrocharla a la vida, tienes cinco hijos, mamá, y doce nietos, y todos te queremos, y te necesitamos, te necesitamos para seguir queriendo a papá, para que papá siga estando vivo, tú lo sabes... Yo le escuchaba como si hablara desde muy lejos y no descuidaba el cuerpo cuya responsabilidad compartíamos, pero estaba pendiente del rastro de aquella mujer que se había evaporado con la misma habilidad que había desplegado al llegar como si viniera de ninguna parte. Mi madre caminaba muy despacio, Julio la consolaba con palabras dulces, pausadas, y yo la besaba de vez en cuando, apretaba mis labios, mis mejillas, contra su cabeza, para disculparme ante mí mismo mientras buscaba a aquella desconocida en todas las direcciones, aunque ya hubiera adivinado que no estaba allí. Quería agotar todas las posibilidades para convencerme de que había comprendido su estrategia, llegar tarde, cuando los asistentes al entierro ya se hubieran distribuido de espaldas a la puerta y los familiares más cercanos estuvieran reunidos alrededor del sacerdote, ver la ceremonia a distancia, protegida por el anonadamiento último que blinda los sentidos de quienes han pagado ya los otros plazos del dolor, y marcharse deprisa, mientras los que no han sentido la muerte de cerca cumplen con el rito de afirmar lo contrario. Ella había previsto todo eso pero no había podido contar conmigo, con mi única extravagancia, esa morbosa aversión a los entierros que había desbaratado su plan, recortado su astucia. No quería que nadie la viera pero yo la había visto, sólo yo, y un niño de catorce años que la habría olvidado enseguida si no fuera porque, al salir del cementerio, ya estuve seguro de que su presencia no había sido un espejismo, ni un accidente, nada que pudiera merecer cualquiera de los nombres de la casualidad. Ella había estado allí y nos había mirado como si nos conociera, como si quisiera reconocernos, y al mirarla, yo había descubierto un rasgo familiar en su perfil, un destello borroso, huidizo, que no había sido capaz de atrapar al mirarla de frente, como no fui capaz de capturar del todo la naturaleza de la luz que iluminó con un color más puro, aún más azul, los ojos de mi madre al escuchar una pregunta inocente.

—¿Por qué no me lo has contado antes, Álvaro?

—¿El qué? — Miguelito se resistió como una fiera a entrar en la silla anclada al asiento trasero del coche, pero cuando conseguí abrochar el último cierre, ya se había quedado dormido.

—Lo de esa chica... —Mai arrancó y yo ocupé el lugar del copiloto, porque mi hermana Angélica, en la línea de su histerismo tradicional, había insistido en que no me convenía conducir y a mí tampoco me apetecía—. Podrías habérmelo contado antes, cuando hemos ido a recoger al niño, o al ir al restaurante.

—Pues sí —admití, y no encontré gran cosa que añadir—. Pero no se me ha ocurrido.

Mi mujer se paró ante un semáforo, sonrió, me acarició el pelo, se inclinó sobre mí, me besó, y esa secuencia de acciones cálidas, tranquilas, amables, me arrancó del frío y la inquietud de aquella mañana para devolverme a un lugar conocido, mi propia vida, un paisaje llano de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia.

—Qué raro todo, ¿no? —dijo ella al rato, cuando ya circulábamos por la autopista.

—Sí. O no —la muerte es tan rara, pensé—. No lo sé.

La abuela Anita tenía los balcones repletos de geranios, de hortensias, de begonias, flores blancas y amarillas, rosas y rojas, malvas y anaranjadas, que desbordaban las paredes de barro de sus tiestos para trepar por los muros y descolgarse por las barandillas, ahítas de luz y de mimos. Como en París se me helaban casi todos los años, le explicaba a su nieta cuando salía a regarlas, una tarea difícil, trabajosa, porque las plantas buscaban el espacio que no tenían y se encaramaban unas sobre otras para crecer en el aire, confundiendo sus tallos, sus brotes, pero nunca a la abuela, que sabía exactamente dónde y cuándo, cómo y cuánto tenía que regar cada maceta.

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