El corazón helado (5 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Si por lo menos fuéramos a Málaga. Allí están los abuelos, y lo conozco de ir en verano.

—¿Y qué? Tu abuelo Ignacio es de Madrid. Pídele que te cuente, anda. Yo no he estado nunca allí y me la sé de memoria...

—¿Y por qué no os venís con nosotros, abuela?

—Pues porque unos llevan la fama y otros cardan la lana, por eso mismo —terminó de picar las nueces, las echó en un cuenco, lavó el cuchillo, lo secó, puso los brazos en jarras y se la quedó mirando—. Porque a tu abuelo no le da la gana, porque es el hombre más cabezón que hay en el mundo, y eso que yo soy aragonesa, ¿eh?, terca como una mula, eso es lo que dice, pero no, el terco es él, y que no, que no, que no, y que no. Cuando quisieron darle la nacionalidad francesa, no la quiso él, cuando pudimos empezar a ahorrar, se negó a comprarse un piso, y ya ves, tu abuelo Aurelio, el negocio que hizo, que con lo que le dieron por la casa de Villeneuve, con lo pequeñísima que era y todo lo que le faltaba por pagar, se compró la de Torre del Mar y le sobró dinero. Pero tu abuelo Ignacio no, él no, él, ¿de qué? Él tiene que ser siempre el que más... narices tenga. ¿Y para qué, digo yo, para qué? Pues para nada. ¿Dónde está tu abuelo Aurelio, el que tuvo la debilidad de echar raíces en Francia? En España. ¿Dónde está tu abuelo Ignacio, el que se niega a invertir un céntimo en un país donde está de paso? En Francia. Aquí estamos y aquí seguiremos. Nos volveremos los últimos, mira lo que te digo, los últimos.

—Pero a ti te gustaría...

—Claro que me gustaría —la abuela sonrió, se sentó en una silla, la cogió en brazos—. Si me hubiera casado con un francés, como Olga, pues no, pero... Me casé con tu abuelo, tuve esa suerte, porque hemos sido muy felices pero siempre en español, hablando en español, cantando en español, criando hijos españoles, con amigos españoles, comida española, costumbres españolas, comiendo tarde y cenando más tarde todavía, trasnochando y durmiendo la siesta... Aprendí a guisar igual que mi suegra, cocido los sábados, paella los domingos, lo he seguido haciendo todos estos años, y mira que la quería, ¿eh?, que la quise como si fuera mi madre, igual que a mi madre, porque eso fue para mí cuando nació tu padre y ni siquiera sabíamos dónde estaba Ignacio, si estaba vivo o muerto, y yo era soltera y todo eso. En aquella época lo pasamos muy mal, pero todo era lógico, tenía sentido, y sin embargo, ahora... Ahora ya no sé qué hacemos aquí, qué vamos a hacer aquí, sobre todo cuando os volváis vosotros. Si fuera por mí, ya estaríamos en Madrid.

—¿Y tu pueblo?

—Mi pueblo ni me lo nombres, porque no quiero ni verlo, ni acercarme quiero, mira lo que te digo...

Las cosas eran así. Así de raras, así de absurdas, así de incomprensibles. Porque nosotros somos españoles. Su padre había nacido en Toulouse, su madre había nacido en Nimes, su abuela Anita se había marchado a los quince años de un pueblo de la provincia de Teruel que su nieta nunca podría nombrar ni queriendo, porque ella no había querido volver a pronunciar su nombre. Por ahí, por la sierra de Albarracín, decía solamente, y que estaba viva de milagro porque los habían matado a todos, a su padre, a sus hermanos, a sus cuñados, a todos menos a ella, que un mal día, con quince años recién cumplidos y el coraje de una mujer de treinta, echó a andar por una carretera con una hermana enferma de tuberculosis y una madre que a los cincuenta parecía una anciana, hasta que, de campo en campo, llegó a Toulouse.

Allí, cuando se quedó sola, vivió al amparo de un matrimonio de Madrid, Mateo Fernández y su mujer, María, que habían tenido dos hijos varones, uno fusilado en España, el otro prisionero en algún lugar de Francia, movilizado a la fuerza en un grupo de trabajo militarizado sólo por ser español, y que aún tenían dos hijas, la mayor viuda con poco más de veinte años, su marido fusilado también, ante las mismas tapias que su cuñado. Anita se casó con el único hombre joven de la familia Fernández que había logrado sobrevivir a dos guerras, la nuestra y la otra, decía ella, como si en España las guerras fueran más valiosas, mejores y distintas, y se había alegrado muchísimo de que su hijo mayor se hubiera emparejado con Raquel Perea, la hija de Aurelio, un malagueño que sólo tenía miedo de las tormentas y que estuvo a punto de cruzar la frontera después de escaparse del campo donde había conocido a Ignacio Fernández, alias el Abogado, pero que en el último momento, cuando ya estaba viendo el color del uniforme de los guardias civiles, se dio la vuelta porque somos de un país de hijos de puta, ésa es la verdad, qué le vamos a hacer.

Ése era el mismo Aurelio que había vuelto porque quería morirse al sol y cada año estaba más lejos de la muerte, viviendo a la sombra de una parra que llenaba de lágrimas los ojos de la mujer que ahora mecía a la nieta de ambos en la cocina de su casa de París, la abuela Anita, que en su vida había visto una parra andaluza ni había estado en Málaga, que no conocía más Mediterráneo que el de la Costa Azul, que había vivido en Francia más del doble del tiempo que pasó en aquel pueblo de Aragón cuyo nombre no quería decir jamás, que estaba viva de milagro y que seguramente había salvado la vida de su marido, el que no quería volver a España, cuando él, en algún momento del año 45, le dijo que estaba pensando en cruzar la frontera porque allí dentro hacía falta gente, hombres con experiencia, capaces de organizar a los que habían seguido luchando por su cuenta. Por favor te lo pido, Ignacio, le había dicho ella, por lo que más quieras, no vuelvas, tú ya has hecho bastante, ya has dado bastante, y yo sólo te tengo a ti, ya no tengo familia, ni padre, ni madre, ni hermanos, ni casa, ni pueblo, ni país, ni nada, sólo te tengo a ti, a un hijo al que has conocido con dos años, y dentro de poco, a otro al que a lo peor no llegas ni a conocer, tú ya has hecho bastante, deja ahora a los demás. Los demás han hecho lo mismo que yo, dijo él. Pero los demás no pueden hacer nada por los que están aquí, y tú sí. Tú también haces falta aquí, Ignacio, tú has ayudado a mucha gente y hay mucha gente que te necesita todavía...

Ese argumento extremo, urdido con tanto amor como desesperación, retuvo en Francia al hombre más cabezón del mundo, que había querido volver a España cuando su mujer no quería que volviera, y que no quería volver ahora, cuando ella lloraba de nostalgia por la sombra de una parra que no había visto jamás. Así de raras eran las cosas, y Raquel no las entendía, nadie podría entenderlas, pero aquel laberinto sentimental, donde las calles sin salida desembocaban en una casa blanca al borde del mar y la prosperidad se convertía en una cadena perpetua que sólo podía limar el fragilísimo acero de las paradojas, era el escenario de su vida, la que le había tocado vivir en lugar de cualquier otra.

Estoy hasta los cojones de la guerra civil, decía su padre, y lo decía cantando, usando cualquier musiquilla de las que se entonan en las excursiones, y su madre se echaba a reír para añadir el segundo verso, y de la valentía de los rojos españoles, chimpún, estoy hasta los cojones del cerco de Madrid, seguía su padre, y de la batalla de Guadalajara, chimpún, replicaba su madre, y los dos se reían a la vez, estoy hasta los cojones del Quinto Regimiento, y de la foto de mi padre en aquel tanque alemán, chimpún, chimpún, chimpún... Así volvían a casa los domingos, después de la paella de la abuela Anita, muertos de risa, y sin embargo, él ya estaba en España, ella haciendo las maletas, y Raquel recibiendo la misma respuesta a todas sus preguntas, pues porque sí, porque nosotros somos españoles. Hasta que su abuelo Ignacio le contestó de una manera distinta.

—Yo pude haber muerto muchas veces, ¿sabes? Primero en nuestra guerra. Luego, cuando me detuvieron en Madrid, cuando me escapé de la cárcel, cuando me metieron en Albatera, cuando me tiré de un tren en medio de la provincia de Cuenca, cuando fui de Barcelona a Gerona dentro de un camión, cuando crucé la frontera, en el campo de Barcarès, donde murieron muchos, cuando me fugué de mi compañía, cuando Madame Larronde avisó a mi madre de que su cuñado estaba a punto de denunciarme, y después, cuando volví a mi compañía, cuando volví a escaparme, cuando luché contra los alemanes, a ver... —las había ido contando con los dedos—. Trece veces pude haber muerto y aquí estoy, ¿qué te parece?

—¿Y cuando quisiste volver a España y la abuela no te dejó?

—Ésa no cuenta.

—¿Y por qué te escapabas tanto?

—Pues porque me querían matar.

—¿Quiénes?

—Todos.

Pero eso fue después de aquella mañana de noviembre imposible y tropical, cuando en la calle hacía mucho frío y dentro de casa demasiado calor, el que desprendía la voz de su madre gritándole al teléfono, mamá, mamá, ya lo sabemos, claro, lo han dicho por la radio y ha llamado mi marido hace un rato, ¿sí?, qué bien, pero no llores, mamá, dile a papá que se ponga, papá, papá, no chilles, cálmate, a ver si te vas a poner malo tú ahora, encima...

Raquel aún no entendía los relojes, pero se dio cuenta de que era muy tarde porque las persianas filtraban un resplandor que pintaba el aire con ráfagas de luz, y era jueves, de eso estaba segura, había ido contando los días que faltaban para que la tía Olga la llevara al cine con los primos, se lo había prometido, y aún quedaban un día y una noche para que empezara el viernes. Entonces sonó el timbre de la puerta y era ella, la tía Olga, por la mañana, sola y chillando también. Raquel se asustó. Se quedó muy quieta, en la cama, intentando calcular qué habría pasado, hasta que escuchó llorar a su hermano Mateo y se levantó sin pensar, y salió corriendo. Estaban todos en la cocina, tan tristes, tan sombríos como nunca les había visto. La tía Olga se sonaba la nariz mientras ponía la cafetera en el fuego, mamá tenía los ojos hinchados, pero parecía más ocupada en calmar al niño que en tranquilizarse ella misma, y la abuela meneaba la cabeza entre suspiros tan hondos como si le costara trabajo respirar. Su marido, sentado ante la mesa vacía, los brazos inertes, colgando a los lados del cuerpo, fue el único que la vio llegar.

—¿Qué pasa? —Raquel se acercó para sentarse sobre sus rodillas sin pedir permiso.

—Que se ha muerto Franco —y él la abrazó apretando fuerte, como si se alegrara de haber encontrado algo que hacer con las manos.

—¿Y no hay colegio?

—Para ti no. Hoy es fiesta.

—Pues no estáis muy contentos, que se diga...

Él parecía el más triste de todos, pero al escucharla se echó a reír, y su mujer, su hija, su nuera, le siguieron con muchas ganas. Entonces empezó la fiesta verdadera, un día larguísimo y extraordinario, quizás no el más raro de todos los días raros que Raquel viviría desde entonces hasta una tarde de mayo del año 77, porque aquéllos fueron los años raros, la primera época excepcional de su vida, pero sí el único en el que la dejaron hacer lo que le dio la gana desde por la mañana hasta por la noche.

A la hora de comer seguía en camisón, no se había tomado la leche, había engullido a cambio un paquete entero de galletas de chocolate, había roto un cenicero, se había bebido dos cocacolas, se había puesto perdida de sombra de ojos y de lápiz de labios con las pinturas de su madre, y nadie parecía darse cuenta de eso, ni de nada, en una casa donde todos habían faltado al trabajo y sin embargo ninguno paraba de moverse ni un momento, porque no paraba el teléfono, ni el timbre de la puerta, conocidos y desconocidos que tampoco habían ido a trabajar, y llegaban y la besaban, y se marchaban o se quedaban, y comían o no comían, porque en la casa de los abuelos no se comió aquel día y sin embargo comieron muchas veces, tantas que no pararon de comer. La abuela Anita se encerró en la cocina, como hacía siempre que estaba nerviosa, y aparecía cada dos por tres en el salón con una bandeja, y luego llegó el tío Hervé con los primos, Annette, que se llamaba así por la abuela, y Jacques, que se llamaba así porque sí, y Raquel ya se divirtió más y comió menos, y se dedicó a maquillar a su prima, que tenía un año menos que ella y se dejaba hacer de todo, hasta que escuchó dos palmadas y luego la voz de su abuelo, ¡hala!, vámonos a la calle.

Eran las cuatro y media de la tarde y ya no lloraba nadie. Mamá le limpió la cara con un algodón embadurnado en un líquido blanco que olía mal y una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviera encantada de verla así, llena de manchas de todos los colores, y le puso un traje nuevo que acababa de comprarle, el abrigo de salir y un gorrito ridículo, a juego, que se llamaba capota y era odioso. Estuvo a punto de quitárselo en el último momento para dejarlo en la mesa del recibidor, pero le distrajo la oferta del tío Hervé, dispuesto a llevársela a su casa con sus hijos, como iba a hacer con Mateo, y aún más la respuesta del abuelo, no, ella no, ella que venga. Ya es mayor, y así se acordará siempre de este día.

Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por los besos y los abrazos, la alegría y las lágrimas, el júbilo y el estrépito de los tapones que saltaban de las botellas de champán al ritmo de los juramentos más feroces que escucharía en su vida, la fiesta española, un destello salvaje, sombrío, en los ojos oscuros dilatados a medias por el alcohol y la melancolía, que estallaba detrás de las puertas de algunas casas de París sin que París se diera cuenta, lugares especiales, familiares y extraños a la vez, donde recibían a los abuelos gritando sus nombres y les invitaban a probar una tortilla de patatas, otra más, que nunca sería la última, porque aquélla fue una noche larga de botellas de champán y tortillas de patatas, de besos repetidos y abrazos fuertes, de maldiciones y apellidos, de venganza pública y rencores privados, de brindis por los ausentes y preguntas en el aire. Porque somos españoles y los españoles nunca podemos ser felices del todo, una variedad domesticada y ebria de la desesperación se asomaba a las comisuras de los labios, a la humedad de los ojos, a las aristas de la cara de aquellos hombres secos, consumidos, agotados por el constante ejercicio de su dureza, que levantaban una copa en el aire para repetir, uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia, y que sin embargo tenían la rabia dentro, tan agarrada al corazón que, mientras se obligaban a parecer felices, ya sabían que iban a morir antes que ella.

Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por la milagrosa transformación de su abuela, que parecía de repente una mujer muy joven, porque le brillaban los ojos, y los labios, y el pelo, mientras se movía deprisa, con una agilidad desconocida, caminando como si flotara, como si bailara, como si su sola sonrisa bastara para sostenerla por encima del suelo, ni por la forma en que la miraba su abuelo, pozos salvajes, sombríos, también sus ojos salvo cuando la seguían como si estuviera a punto de enamorarse de ella, treinta y tres años después de que ella le enamorara por primera vez. Los dos se besaron en la boca durante mucho tiempo cuando terminaron de bailar en una plaza donde otros españoles mucho más jóvenes y muy distintos, frutos amargos de la España de Franco, estudiantes y exiliados voluntarios de última hora mezclados con pseudoaventureros izquierdistas de buena familia y trabajadores a secas, habían improvisado una verbena con el acordeón de un argentino que sabía tocar pasodobles.

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