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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

El corazón helado (10 page)

—¡Pero si es un putón, Álvaro, hijo, por Dios, no hay más que verla!
—y se limitó a trasladar su escándalo desde el cuerpo de su futura nuera hasta mis ojos—. Hombre, de tu hermano no me extraña, porque Julio piensa con la polla, ya se sabe, pero tú eres más listo, vamos, creo yo...

—Que no, papá, si yo te entiendo —le interrumpí con suavidad—, si es verdad que parece un putón, pero yo tengo la impresión de que no lo es. Yo creo que es una buena chica, en serio.

—Buena, no te digo yo que no... Y para ponerle los cuernos a tu hermano, seguro. Dentro de un mes, ése no entra por las puertas.

—Ya verás como no, papá —insistí—. Ya verás como es al revés.

Tenía razón, y de eso también me enteré yo antes que nadie. Oye, Alvarito, que soy tu hermano Julio, que tú en este momento estás comiendo conmigo, que tengo que informarte de la situación de la empresa y se nos va a hacer muy tarde, ¿vale? No había pasado ni un año desde la boda, y sin embargo Julio y Verónica siguieron llevándose bien, siendo felices a su manera descompensada, elemental pero eficaz, y de vez en cuando, y aunque habían tenido dos hijos muy seguidos y aún eran tan pequeños que su madre los llevaba encima a todas partes, ella volvía a vestirse como antes y él a mirarla como un dios olímpico, cautivo en su inservible omnipotencia. Hasta que un día mi padre tuvo un infarto grave y lo hospitalizaron por primera vez, seis meses antes de la que sería definitiva, y Julio entró una tarde en el hospital llorando como un crío, porque Verónica le había pillado dos veces seguidas, y sin broncas, sin gritos, sin amenazas, había empezado a hacer las maletas.

Mi hermano me lo contó entre sollozos, ahora ya tienes la casa para ti solo, le había dicho en la puerta, ya no hace falta que pidas más favores, que te acuerdes de borrar todos los mensajes del móvil antes de abrir la puerta, que escondas los recibos de las tarjetas de crédito. Yo me voy. Ya puedes follar aquí con quien quieras. Entonces me di cuenta de que era la primera vez que veía llorar a Julio desde que éramos pequeños, y le pregunté por qué no lloraba menos y dejaba de meterse en la cama con cualquiera. Él me miró como si no tuviera respuesta para eso, se encogió de hombros y siguió llorando. Verónica se fue de casa con los niños, estuvo fuera casi dos meses, y no se quejó, no llamó a nadie para poner a parir a su marido, no visitó abogados, no pidió dinero ni urdió venganzas. Yo estoy muy enamorada de él, pero no puedo más, dijo solamente, y ese repertorio de gestos dignos, sobrios, sólidos, venció las últimas resistencias de mi madre y de mi hermano Rafa, pero tampoco convenció a mi padre.

—Ya te dije yo que era un putón —me comentó en el tono que empleaba para decir las cosas que no tenían importancia, cuando Julio se había arrastrado lo suficiente como para que ella accediera a volver a casa con él—. ¿Te lo dije o no? —repitió, y me quedé tan helado que no encontré nada que contestar.

El hielo de aquellas palabras se me quedó dentro como una astilla frágil pero resistente, uno de esos diminutos fragmentos de madera que se deslizan bajo la piel sin hacer daño, que no abren una herida ni convocan el color de la sangre, pero se van endureciendo con el tiempo hasta convertirse en un relieve calloso que forma parte indisoluble del dedo donde se han clavado, igual que el cuerpo blando de un camarón abandonado sobre una roca se hace piedra con ella. Así, aquellas palabras de mi padre se fosilizaron en mi espíritu, ese espacio ideal que identificamos con el corazón, y nunca he podido recordarlas sin un escalofrío. Quizás fue culpa mía, quizás debí preguntarle por qué las había dicho, a qué criterios obedecía un juicio tan inconcebible para mí. Quizás tuve yo la culpa, pero no me atreví a hacer ninguna pregunta, quizás porque me dio miedo escuchar alguna respuesta.

Estás exagerando, Álvaro, Mai, como siempre, se puso de su parte, tu padre es un hombre muy mayor, va a cumplir ochenta y tres años, ¿qué quieres?, seguramente él no puede aceptar que una mujer deje a su marido en ninguna circunstancia, y menos si se trata de un hijo suyo, y si lo ve tan mal como hemos visto a tu hermano... Era verdad que Julio lo había pasado mal, tanto que llegué a encontrar cierta grandeza en la metódica insistencia de su humillación, una nobleza trágica de la que yo nunca había sospechado que llegara a ser capaz, como nunca había acertado a imaginar ni aproximadamente la intensidad de un amor que él mismo traicionaba una y otra vez. Entonces volví a pensar que yo no había experimentado jamás nada parecido, pero me sentí muy cerca de mi hermano, de sus ojos congestionados, de sus manos temblorosas, de la desesperación de su aspecto de preso en huelga de hambre, la piel apagada, las mejillas hundidas, los huesos cada día más relevantes bajo la ineficaz compasión de sus elegantes trajes arrugados. Entonces, también, comprendí a Verónica, a la que se había marchado de casa y a la que volvería sin duda algún día, al abrir la puerta para llevar a los niños a la guardería y encontrarse con que su marido había vuelto a dormir vestido, sentado en el suelo del descansillo de su piso de alquiler. Cuando eso sucedió, mi padre acababa de salir del hospital pero estaba muy débil. Le quedaban cuatro meses de vida y a pesar de todo, y de que su voz era apenas un eco pálido de su voz, encontró fuerzas para pronunciar aquellas palabras, ya te dije que era un putón, y yo no fui capaz de superarlas.

Volví a escucharlas cuando mi mujer recordó en voz alta todo lo que él habría podido contarnos y no habíamos querido saber, y las recuperé sin pretenderlo en el atasco de la carretera de Burgos, porque la extrañeza de Mai se había fundido con la figura de la desconocida para cultivar en mi imaginación una inquietud que no estaba seguro de sentir en realidad y que no había conocido hasta entonces.

Mi insistencia tenía un aspecto enfermizo, y lo sabía, pero la hostilidad de mi padre hacia mi cuñada adquiría tintes distintos, más sombríos y secretos, casi culpables, cuando la relacionaba con la fugaz aparición del cementerio, y la indiferencia de los demás no me serenaba, porque la única respuesta a mis preguntas eran muchas más preguntas a las que ya nadie podría contestar por mí. Nunca se me había ocurrido plantearme qué clase de hombre, de hombres distintos tal vez, podría haber llegado a ser mi padre antes de convertirse en él mismo, qué clase de hombre podría haber seguido siendo mientras mi conciencia y mi memoria lo registraban como a un ser único, íntegro y sin fisuras. A lo mejor hasta tuvo una novia en Rusia, había dicho Mai, y yo me había entretenido tejiendo aquella historia y otras mucho más extrañas, pero ninguna había logrado rescatarme del frío de media docena de palabras pronunciadas en el tono de las cosas que no tienen importancia, ni ayudarme a entender la mirada de una mujer joven que parecía equivocada y no lo estaba, mientras me miraba como quien cumple una misión y no tiene prisa.

Mi interés, casi mi obsesión, por recordar datos sueltos, imágenes, palabras, acordes discordantes en la melodiosa figura del hombre que yo había conocido, sometía mi memoria a una tensión extrema de resultados engañosos, desleales con la realidad, a base de forzar interpretaciones complejas de los hechos más simples. La muerte es atroz, cruel, insoportable. Tal vez sólo era eso, la suma de mi dolor y de mi culpa, una morbosa aversión a los entierros que no tenía otra justificación que la propia naturaleza de tales ceremonias. Más allá, sólo quedaba el tiempo, que iría limando los picos y rellenando los huecos, devolviendo seguramente cada cosa a su lugar y mi ánimo al horizonte sereno donde mi padre volvería a encajar en el perfil desmedido de la montaña más alta. Porque había sido un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser sus hijos.

Metí el coche en el garaje y fui andando hasta la calle Argensola. Mi hermana Clara vivía allí, en un piso enorme, antiguo y muy bonito, en el que habíamos vivido todos juntos cuando éramos pequeños. A mí me encantaba aquella casa, y la había recordado con nostalgia desde que mi padre decidió matar dos pájaros de un tiro, y edificó en una de sus parcelas de La Moraleja para gozar de una vivienda representativa de su estatus y escapar al mismo tiempo de la agitación que estaba empezando a sacudir lo que hasta entonces había sido uno de los barrios más tranquilos del centro de Madrid. Cuando nos mudamos a las afueras yo tenía quince años, y me pasé los diez siguientes viajando entre las dos casas, la antigua, que mi padre no había vendido por la clamorosa oposición de mis hermanos mayores, que le convencieron de que era mucho más insensato obligarles a coger el coche de madrugada y hartos de copas, que permitirles quedarse allí las noches de los viernes, de los sábados, y la nueva, a la que dejé de ir a dormir los fines de semana cuando conquisté al mismo tiempo la mayoría de edad y la llave de Argensola. Después, durante casi cinco años, en los que invertí buena parte de mi tiempo libre en calcular dónde podría poner otra estantería para los libros que desbordaban ya las posibilidades de mi minúsculo, agradable y desproporcionadamente caro apartamento de Boston, sentí una añoranza aún mayor por aquel piso de techos altos y habitaciones amplias, cuadradas, pero al regresar me encontré con que no tenía opción. Clara, la novia más precoz de todos mis hermanos, ya había fijado una fecha para la boda y estaba haciendo obras. Me conformé con lo más parecido que podía pagar en el mismo barrio, un piso grande y un tanto destartalado en la calle Hortaleza que quedó muy bien después de arreglarlo, aunque no me ahorró del todo la punzada de melancolía que me asaltaba cada vez que entraba en el portal de la casa de mi hermana.

—Mira que eres, Álvaro —mi madre abrió la puerta, me dedicó una sonrisa apagada, me besó con fuerza en las mejillas—. Ya sabía yo que no me ibas a llamar antes de salir, y bien que te lo he dicho.

—Pero, mamá, si ya sabías que iba a venir —Clara, los labios hinchados, los tobillos más hinchados aún, las piernas hinchadísimas, vino a mi encuentro caminando detrás de su inmensa tripa, y me saludó con la alegría de un soldado acorralado que ve venir de lejos a los refuerzos—. Y, además, Álvaro también sabía que tú ibas a llamar a Lisette para preguntarle a qué hora había salido, o sea que...

—¿Y cómo iba a saberlo, a ver?

—Porque te conozco, mamá —la besé otra vez y ella me cogió del brazo mientras mi hermana se reía—. Porque te conozco.

—De todas formas, yo no sé qué trabajo te cuesta llamar a tu madre, hijo mío...

Clara supuso en voz alta que a todos nos apetecía tomar un café y nos dejó solos en el salón. Me senté con mi madre en un sofá y contemplé con ternura una escena que no había vuelto a ver desde que era pequeño, mientras ella revisaba la correspondencia con su elegante pericia de siempre, rasgando los sobres con un abrecartas que ya estaba preparado sobre la mesa y que producía un corte tan limpio como un bisturí. Al llegar, la había encontrado físicamente bien, mucho mejor de lo que pretendía estar. A pesar de la fragilidad de su aspecto, era una mujer fuerte, que nunca había padecido una enfermedad grave y siempre se había recuperado de las leves antes de tiempo. Todos estábamos seguros de que resistiría bien el golpe, y sin embargo no logró mantener los ojos secos más allá de la segunda tarjeta de pésame, y cuando leyó la última los cerró, se dejó caer sobre el sofá, hundió la cabeza en el respaldo y permaneció así, ausente, en silencio, durante un rato. Clara llegó con el café y la miró con un gesto equidistante entre la inquietud y la compasión. Ella volvió en sí muy despacio.

—No sabéis las ganas que tengo de que se acabe todo esto.

—Sí lo sabemos, mamá, no te preocupes —contesté al contemplar en ella el cansancio que yo mismo había sentido hacía muy poco, esa urgencia de empezar a recordar a mi padre por mi propia voluntad, libre de la presión de los ritos y de los objetos, la bienintencionada hostilidad de las palabras y las ceremonias.

Mi madre me cogió la mano, asintió con la cabeza, suspiró, volvió a erguirse y luego, ignorando la taza que Clara le había puesto delante, miró todas las demás cartas por encima, deteniéndose sólo en el sobre cuya solapa yo había destrozado al atravesarla con un dedo.

—¿Y esto qué es? —me preguntó, sosteniendo el papel con membrete de Caja Madrid que yo había leído antes.

—Pues una carta que ha llegado por mensajero, de alguien de un banco que quiere hablar contigo de unos fondos que tenía contratados papá, creo... A ver, déjame mirarlo —volví a leer el texto por encima y le hice un resumen—. Sí, bueno, papá tenía invertido un dinero, aquí no pone cuánto, en unos fondos con desgravación fiscal. Y este señor quiere saber si te interesa recuperar el capital o reinvertirlos en otros que, naturalmente, según él, ahora son mucho más ventajosos, etcétera. Te lo puedes figurar.

—¿Y cómo se llama?

—¿Este señor? —mi madre asintió—. Pues R. Fernández Perea. No sé, Ramón, Ricardo, Rafael...

—No lo conozco.

—O Roberto —apuntó Clara.

—O Remigio —añadí yo, y mi hermana se echó a reír, pero la mirada de impaciencia de su madre la disuadió de seguir jugando.

—No, no me suena nadie con ese nombre. ¿Y qué se supone que tengo que hacer, llamarle por teléfono?

—Bueno... —volví a consultar la carta—. Él dice que está a tu disposición para celebrar una entrevista personal, pero puedes llamarle, por supuesto. Aquí está su teléfono.

—Vete a verle, mamá —Clara la miró, me miró a mí después—. Tratándose de dinero, es mejor, ¿no?

—Sí —le di la razón sin mucho interés—. Es posible.

Entonces mi madre se tomó el café muy despacio, yo le pregunté a Clara qué tal estaba, ella me contestó que fatal, harta de tripa y deseando parir, y cuando parecía que el tema no daba más de sí, volvió sobre él por sorpresa.

—Mira una cosa, Álvaro —me dijo—. Las cuentas, o como se llamen, de la carta esa, ¿estaban a nombre de papá o de alguna de las empresas?

—Parece que de papá. Es el único nombre que aparece.

—Entonces vas tú —sentenció—. Le llamas, quedas con él y te enteras de todo.

—¿Yo? —intenté defenderme—. Pero ¿por qué? Si yo no sé nada de esto, mamá, que vaya Rafa, que es el que entiende de dinero.

—Rafa entiende del dinero del grupo, pero tu padre nunca mezcló las cuentas. Nuestro dinero aquí, el de las empresas allí, decía siempre. Por eso es mejor que vayas tú. Además, tus hermanos están siempre muy ocupados. A ti no te cuesta nada acercarte un rato, cualquier mañana, al banco ese y...

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