El corazón helado (11 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Mamá, yo también trabajo, ¿sabes?

—Sí, bueno, en fin... No compares. Si ni siquiera das clase todos los días, hijo.

—Pero... —voy a inaugurar una exposición sobre agujeros negros dentro de dos semanas y tengo que ir al museo casi todos los días, iba a decir, pero me callé a tiempo—. Vale.

Renuncié a agotarme en una batalla inútil, como todas las que ya había perdido mientras intentaba convencer a mis padres y a mis hermanos de que el Estado no me pagaba un sueldo todos los meses por estar de vacaciones, una causa que no había mejorado en absoluto con mi incorporación como asesor al equipo de un nuevo museo interactivo de las ciencias. Ahora ganaba más que mi hermana Angélica, la otra Carrión funcionaria, pero ese dato, lejos de incrementar mi prestigio, había terminado de convencer a mi familia de la disparatada inanidad de mi profesión. ¿Y dices que un banco os ha dado dinero para montar esto?, me preguntó mi madre el día que vino al museo conmigo y con mi sobrino Guille, cuya opinión me interesaba mucho más porque entonces era el niño de diez años más listo que conocía. Millones y millones, mamá, le contesté, y ella arqueó las cejas, pues parece un salón de recreativos, hijo mío, concluyó. ¿Y qué quieres, que pongamos retratos de Newton en las paredes y vitrinas con maquetas de catapultas medievales?, le pregunté, y ella me contestó que así, por lo menos, parecería un museo. No volvimos a cruzar una palabra hasta que Guille regresó, es increíble, Álvaro, me dijo, pero acojonante, me encanta, en serio... Mi madre regañó a su nieto por hablar tan mal y luego, en el camino de vuelta, a mí, por malgastar mi legendaria inteligencia en tonterías.

—Entonces vas tú a ver a ese señor del banco, ¿no? —repitió en la puerta, cuando yo ya no esperaba más que dos besos de despedida.

—Sí, mamá, voy yo.

Eso fue todo. Mi madre envió a aquella entrevista al hijo equivocado. Y ya nada volvió a ser como antes.

Aquella tarde, cuando fue a despertarlo, Raquel Fernández Perea se encontró a su abuelo Ignacio sentado en la cama, con las gafas puestas y mirando a lo lejos, hacia un punto suspendido más allá del color, el cielo de primavera que no es tan azul como el de invierno ni tan hermoso como el de otoño, pero suspende sobre la ciudad una promesa tierna y se emociona al sentir el crujido del aire que se estrena a sí mismo en cada segundo.

—Son las cinco, abuelo —anunció la niña, e interpretando su sonrisa como una licencia, corrió hacia la cama y se tumbó a su lado, cuidando de colocar bien las trenzas para que la abuela no se enfadara con ella después—. ¿No te has dormido?

—No —respondió, pero se corrigió enseguida, como si no quisiera levantar sospechas—. Bueno, sí, un poco.

—¿Y adónde vamos a ir hoy?

El abuelo Ignacio dormía la siesta como si fuera una noche pequeña en medio del día, porque se desnudaba, y se ponía el pijama, y bajaba todas las persianas y cerraba todas las puertas antes de irse a la cama. La abuela Anita prefería dormitar con la televisión encendida, sentada en una mecedora, con un cojín en los riñones, otro en la cabeza y algo para leer entre las manos, un libro o el periódico que se le iba cayendo de los dedos muy despacio, siguiendo el ritmo al que cedían sus gafas mientras resbalaban por su nariz hasta quedarse enganchadas en la punta. ¡Uy, creo que he dado una cabezadita!, decía al despertarse, y se negaba a aceptar la versión de su nieta, que la había visto dormir con la boca abierta desde antes de que raptaran a la mujer del granjero o a la hija del gobernador, hasta que llegaba el séptimo de caballería o los piratas salían victoriosos en la última batalla de la película que había emitido la primera cadena. Qué voy a roncar, qué voy a roncar, decía luego, si aquí el único que ronca es tu abuelo... Eso también era verdad, porque a veces Raquel le escuchaba desde el centro del pasillo, y la habitación del fondo parecía la guarida de una familia de monstruos feroces con un solo pulmón, que se desvanecían sin resistencia alguna cuando ella abría la puerta, levantaba las persianas y decía en voz alta, ya son las cinco, abuelo, ¿adónde vamos a ir hoy?

Así empezaba el mejor momento de todos los sábados, que eran los mejores días de la vida de Raquel desde que los abuelos volvieron a España. No había sido fácil, pero había merecido la pena. No había sido fácil porque les habían esperado mucho tiempo, más del que todos calculaban. Ignacio Fernández Muñoz se negó a poner un pie en Barajas hasta septiembre de 1976, y dejó muy claro que venía de vacaciones.

Sólo de vacaciones, repitió, después de besar a sus nietos sin ninguna solemnidad en la voz, ningún indicio de emoción o incertidumbre, ni la pálida sombra de un temblor, como si de verdad creyera en las palabras que decía o se sintiera protegido por la uniforme impersonalidad que convierte todos los aeropuertos del mundo en territorio neutral. Cada uno de sus gestos, de sus movimientos, desde la elegante indiferencia de sus pasos hasta la curiosidad cortés de las miradas que dirigía a los viajeros, a sus equipajes, y a las bailaoras de plástico en miniatura que le devolvían la mirada desde todos los escaparates con los ojos muy pintados, moño de pelo negro y bata de cola, eran tan exactos y comedidos, tan indolentes como si los hubiera estado ensayando durante varios días delante de un espejo. Raquel se sintió decepcionada por su naturalidad, el aplomo con el que aparentaba estar llegando a Suiza, una actitud de simpatía distante y desinteresada que habría inducido a cualquier extraño a suponer que no era más que el acompañante de su mujer. Porque la abuela sí, la abuela besó el marco de la puerta por la que salió al vestíbulo del aeropuerto, Anita, por favor, murmuró él, y volvió a hacer lo mismo al atravesar la puerta que la separaba de la calle, Anita, deja de hacer tonterías, anda, por favor te lo pido, y lloró, y se rió, y se tapó la cara con las manos mientras decía cosas raras, frases hechas, palabras sueltas que no acababan de encajar bien entre sí, acordándose de su madre sin venir a cuento después de haberlos abrazado por turnos, estrechándolos muy fuerte. Y sin embargo, cuando llegaron hasta el coche, y acomodaron las maletas, y se apretaron dentro, él dirigió su propia ceremonia de bienvenida sin perder nunca el control, pero sin molestarse tampoco en ocultar que la había planificado de antemano. El conductor giró la llave de contacto, pisó el acelerador, y cuando iba a meter la marcha atrás, su padre le detuvo con una pregunta.

—¿Adónde vamos?

El hijo se quedó mirándole con extrañeza. Eran las doce y media de la mañana de un día soleado, un calor benévolo que ya presentía la convalecencia amable del otoño. —Pues a casa, a dejar las cosas, ¿no?

—Ni hablar —la voz del viajero era firme, pero sorprendentemente risueña a la vez—. Pues sí, era lo que me faltaba, volver a Madrid después de treinta y siete años para ir derecho a conocer Canillejas, ya te digo...

—¿Y adónde quieres ir?

—A las Vistillas.

Su hijo, que había sonreído a la brusca y caprichosa determinación del recién llegado, volvió la cabeza y le dirigió una mirada precavida, donde el desconcierto no pesaba tanto como la intuición de un ridículo inminente.

—Y eso, aparte de en las letras de los chotis..., ¿dónde está?

—¡Pues dónde va a estar! Donde ha estado siempre, al final de la calle Bailén, vamos, digo yo...

—Ya... —pero el coche no se movió, la cabeza del conductor
tampoco—. ¿Y por dónde voy?

—Pero, bueno, Ignacio, será posible... —el padre sonreía, moviendo la cabeza de pura satisfacción, como si la ignorancia de su hijo le devolviera algo que creía haber perdido muchos años atrás—. Vamos a ver. La Puerta del Sol, ¿te suena?

—Claro, papá.

—Bueno, pues llegas hasta allí, coges la calle Arenal, desembocas en Ópera, rodeas el teatro, sales a la plaza de Oriente y giras a la izquierda.

—Y Arenal..., ¿cuál es? Porque hay dos, ¿no?

—Yo te lo digo, hijo, yo te lo digo.

Raquel, sentada a su lado, le escuchaba murmurar, esto ha cambiado mucho, no lo reconocería, porque eso..., no, no puede ser, ¿o sí?, no, no sé, estoy perdido, Anita, será posible, hasta que llegaron a una avenida muy grande, con árboles, y fuentes, y muchos coches en todas direcciones, y su voz se elevó más clara que antes, más grave y más seria, más triste y casi furiosa.

—La Castellana —dijo, y la abuela, que estaba sentada junto a la otra ventana, con Mateo en brazos, le buscó la mano, se la llevó a la boca y la besó muchas veces—, joder... Joder.

—La cojo, ¿no?

—¡Pues claro, coño, cómo no la vas a coger! —la incertidumbre de su hijo le rescató de su propia emoción—. Ve hasta Cibeles, y luego coge Alcalá hasta arriba... Pero, bueno, cómo está esto, si lo han destrozado... Mira, Raquel, cuando yo vivía aquí, este paseo estaba lleno de palacetes como ése, ¿ves?, algunos cayeron con los bombardeos, porque nos bombardeaban todos los días, ¿sabes?, pero yo no sé qué pasaría después, porque... ¿Y ves ese edificio tan grande de la izquierda? Es la Biblioteca Nacional, esto sí que está igual, y por esa calle, que se llama Génova, se va a mi casa, y esto es Recoletos, y el Café Gijón, qué barbaridad, ¡mira esa fuente!

—Sí —y ella, que no podía comprender que su abuelo la estaba usando como escudo contra sí mismo, le interrumpió de pronto—. La Cibeles. La he visto muchas veces. Ahora vivimos aquí, abuelo.

—Claro —aceptó él—, claro.

Y sin embargo, la llevó a un lugar donde nunca había estado antes, y le enseñó que una ciudad puede ser algo más que un conjunto de calles con casas donde vive la gente.

—¿Por qué querías venir aquí, abuelo? —le preguntó cuando ya se había cansado de estar de pie, a su lado, mientras él lo estudiaba todo sin pronunciar una palabra, como si pretendiera reconocer cada edificio, cada tejado, cada puente, cada cuesta, cada árbol, cada loma, cada uno de los picos de la sierra que se levantaba al fondo, recortándose contra el horizonte con tanta nitidez como si todo formara parte de un gigantesco decorado.

—Bueno, las vistas son muy bonitas, ¿no?

—Sí, pero... —Raquel no se atrevió a llevarle la contraria del todo—. No sé, hay muchos sitios más bonitos. El Retiro, por ejemplo. O la plaza Mayor. A mí me gustan más que esto.

—Sí —su abuelo la miró, sonrió—. Pero éste fue el último sitio de Madrid donde estuve antes de marcharme. De aquí me fui y aquí quería volver... —entonces se volvió hacia su mujer, acercó la cabeza a la suya, bajó la voz—. Aquí fue donde...

—Ya lo sé —Anita se apretó contra él, le besó en la cara—. No pienses en eso, vamos a tomar algo, anda.

Raquel no entendió el sentido de esas palabras, pero adivinó que el repentino interés de su abuela por arrastrarles a la terraza más cercana no pretendía otra cosa que reemplazar aquellos puntos suspensivos con un punto y final. Eso no le sorprendió tanto, sin embargo, como el súbito adelgazamiento de la voz de su abuelo, que se fue apagando como una emisora de radio mal sintonizada mientras el camarero se inclinaba poco a poco sobre él sin llegar a descifrar lo que le estaba pidiendo. ¿Una caña?, ofreció, y el abuelo negó con la cabeza, carraspeó, tragó saliva y repitió la pregunta, para que su interlocutor asintiera por fin con una sonrisa de alivio, ¡ah!, vermú, perdóneme, no le entendía, vermú de grifo, sí, claro que tenemos... Raquel no sabía lo que era eso, pero si salía de un grifo y lo servían en aquel bar, no podía ser nada muy raro, ni muy caro.

En Madrid había miles de bares, eso le había llamado mucho la atención cuando llegó, y en cada bar había muchas botellas, muchísimas, centenares de botellas, paredes enteras recubiertas de ellas, y en el centro de cada barra, una especie de cacharro de metal, dorado o plateado, con unas ruedecitas y unas palancas que manejaba un camarero callado, con la cara seria, como si controlar esa máquina fuera una misión muy difícil o muy importante, tanto que nadie le hablaba ni se atrevía a molestarle mientras inclinaba un vaso con una mano y con la otra tiraba de la palanca. En ese instante, cualquiera pensaría que iba a pasar algo grandioso, pero por el grifo sólo salía cerveza, y luego una espuma blanca que él nivelaba con una espátula para tirar la mitad por el desagüe, volver a rellenar el vaso y hacerlo chocar por fin sobre la barra.
Ahi
tiene, solía decir entonces con una sonrisa, no
ahí,
como en Málaga, sino
ahi,
porque en Madrid nadie sabe pronunciar ese acento. El cliente le devolvía la sonrisa antes de darle las gracias como si el camarero hubiera hecho algo muy grande por él, y si conocía su nombre de pila, lo añadía al final para subrayar su gratitud, para hacerla más larga, más ancha, más intensa.

Siempre era así. Raquel había contemplado esa ceremonia muchas veces, había visto cómo aprendían sus padres a darle las gracias a Andrés, que era como se llamaba el camarero del bar que había en la esquina de su casa, y hasta se había fijado en que la máquina del café, que solía estar al fondo, adosada a la pared, no le merecía a nadie ningún respeto. Los camareros hablaban entre ellos al manejarla porque lo hacían sin mirar, sin darse importancia, y los clientes ni siquiera les daban las gracias cuando les ponían delante una taza sin anunciarla. Ella no sabía que de los grifos de los bares saliera otra cosa que no fuera cerveza, pero aquella mañana al abuelo le pusieron delante una copa de vidrio corriente rellena de un líquido oscuro, casi marrón, un cubito de hielo y media rodaja de naranja, y él la levantó en el aire, la miró, la olió, y la hizo girar entre sus dedos como si fuera algo distinto, un nombre, un apellido, una pista preciosa, el mapa de un tesoro o un tesoro en sí mismo. Cerró los ojos antes de beber, y cuando los abrió eran más grandes, más claros y más limpios, tan raros que Raquel se asustó.

Nunca había visto llorar a su abuelo. Tampoco lo vería aquella mañana, pero en la emoción que abrillantaba sus ojos secos, comprendió que lo que estaba pasando era muy importante aunque ella no lo entendiera, aunque todo le pareciera vulgar, aunque lo fuera. Había tantos bares en Madrid, tantas barras, tantas palancas, tantos grifos, tantos camareros investidos del sumo sacerdocio de la espuma y tantas fuentecitas alargadas de loza blanca con dos minúsculos bocados dentro, que aquélla no podía ser especial. Parecía igual que todas las demás, y sin embargo el abuelo cogió una de las dos patatas fritas con un boquerón en vinagre encima que le habían puesto al lado de la copa, se la comió, y sonrió. Ésa fue la primera vez que Raquel Fernández Perea vio sonreír a su abuelo, la primera vez que contempló su sonrisa auténtica, dos labios curvándose de pura alegría en un rostro sin sombras, sin reservas, sin miedo y sin dolor. Su abuelo sonreía como un niño pequeño, como un adolescente feliz, como un estudiante fervoroso, un soldado valiente, un fugitivo con suerte, un abogado tranquilo, un luchador resignado y un madrileño lejos de Madrid, como todos los hombres que había sido, como todos los que volvió a ser en ese instante, apenas un segundo, el tiempo suficiente para pensar que tal vez hubiera llegado el momento de firmar la paz consigo mismo. Raquel no entendía nada, pero sabía que estaba pasando algo importante, estuvo segura de eso cuando el abuelo cogió la mano de su mujer, se la apretó, y ella se echó a reír.

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