El corazón helado (85 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Ella tenía un pasado y yo tenía otro, aunque no supiera qué hacer con él. No había encontrado nada que hacer todavía cuando miré el reloj y me resigné a haber perdido definitivamente mi vieja habilidad para el cálculo mental.

—Llegas tarde —estaba apoyada en la pared y no se movió de allí hasta que llegué a su lado.

—Menos de cinco minutos —me defendí—. En España eso no es llegar tarde —sonrió, y su sonrisa aún tenía el poder de borrarlo todo—. ¿Cómo estás?

—¡Uf! —se separó de la pared con un gesto de cansancio casi doloroso—. Hecha polvo. No tengo ganas ni de comer, así que...

Al entrar en casa, ni siquiera se paró a dejar el bolso en el perchero del recibidor, como solía. Lo llevó enganchado en el hombro hasta el dormitorio y allí lo dejó caer en el suelo antes de desplomarse sobre la cama con los ojos cerrados, como si estuviera muerta. Me acerqué a ella y le quité un zapato, después el otro.

—¿Quieres que te desnude?

—Sí —abrió los ojos para mirarme—. Por favor.

—Ya se lo he dicho a Fernando, sólo tiene un defecto, ¿sabes? —mientras le quitaba la ropa, hablaba en voz alta, y ella se dejaba hacer, y se reía—, porque por lo demás es muy buena chica, me conviene mucho, pero tiene un defecto, que bebe, ¿qué le vamos a hacer?, le gusta beber, y claro, al beber... Es lo que pasa.

Me acosté a su lado, la abracé, y ya estaba dormida. Yo la seguí enseguida y aún estaba todo en su sitio. Fue después cuando saltó el tornillo, cuando se resquebrajó una esquina de la totalidad, cuando un engranaje de la máquina impecable que los dos habíamos formado hasta entonces empezó a chirriar, a rozar con los hábitos del tiempo y la costumbre. Yo estaba despierto y ella seguía durmiendo, y a mí me gustaba verla dormir porque me gustaba mirarla, y en la quietud del sueño se afirmaban sus rasgos, se acentuaba la irresistible proporción de sus caderas y su piel descansaba en su propia perfección. Raquel dormía desnuda, abandonada a su desnudez, asequible e indefensa y vulnerable y expuesta y desprevenida y segura y deseable hasta el dolor para mis pobres ojos. Y mis ojos cedieron a la voluntad despótica de aquel deseo que dolía, y se dolieron de una imagen hostil, ajena, que nunca habían visto al mirar a Raquel, mientras anticipaban las etapas de la liturgia personal, estable, conocida, que ella inauguraría al abrir los ojos y volverse hacia mí, para sonreír, tantearme, y dejarse acariciar o acariciarme como una de las nuestras, una mujer única y sin embargo normal, si por normal entendía lo que era yo, sujeto y objeto de una normalidad que no excluía ninguna anormalidad teórica, pero era coherente con sus propios excesos.

Aquella tarde, mientras miraba a Raquel, la imaginaba, la pensaba, la recordaba en actitudes, y posiciones, y situaciones que para cualquiera que no fuera yo resultarían mucho más impúdicas, más perversas y obscenas que la silueta de una mujer joven que se desliza en un jacuzzi rodeado de velas encendidas donde la espera un anciano con la edad suficiente para ser su abuelo. Para cualquiera que no fuera yo, porque yo también integraba esas imágenes, y mi mirada las había registrado como elementos útiles en la elaboración de una intimidad que tenía sus propias reglas, un idioma, una gramática, una sintaxis. Raquel y yo habíamos aprendido muy deprisa a dominar ese lenguaje porque nuestras capacidades eran parejas, semejantes y tan asombrosamente compatibles que no necesitaban superar la barrera del instinto. No hablábamos de sexo, no hacía falta más allá de su afición por describir el placer, por catalogarlo o definirlo con expresiones de un júbilo casi infantil, qué bien, qué bien, qué gusto. No hablábamos de sexo, lo hacíamos, sin planificarlo, sin pactarlo, sin comentarlo y hasta la frontera del agotamiento, un límite que se había vuelto tan dudoso como el prestigio de aquellas frases importantes sobre el todo y las partes cuyos últimos, subatómicos fragmentos, flotaban ya en el aire con la simpática indolencia de las antigüedades inservibles. Yo nunca había disfrutado tanto de una mujer, nunca había disfrutado tanto con una mujer, ni para ninguna. Ése había sido el primer núcleo de aquel ahora sin fin ni principio, y la cinta del lazo que nos ató, pero aprendía cosas de Raquel todos los días, cada día descubría cosas nuevas y nada me había inducido a modificar ni siquiera en los detalles las reglas de nuestra intimidad común.

No fue eso lo que ocurrió aquella tarde, cuando ya había perdido todas las cuentas y sabía manejar el cuerpo de la mujer que dormía a mi lado como maneja un músico su instrumento favorito. No fue eso y tampoco fue culpa de los objetos, el jacuzzi, las velas, la pantalla de plasma, aquel consolador de goma morada que parecía relleno de una especie de gel y que podría haber comprado yo mismo si me hubiera dado por ahí y no hubiera sabido desde el principio que la última propuesta, el último capricho, el último regalo que le haría a Raquel en este mundo sería un consolador. Era otra cuestión, confusa, abstracta, difícil de definir, que se situaba en la intersección exacta de tres identidades, la mía, la suya, la de mi padre, con sólo dos estilos, dos maneras de mirar el mundo, de entender la vida, todas las cosas, también el sexo, la nuestra y la de los otros. Una cuestión de identidad o de estilo, tan fundamental o tan frívola, pero igual de resbaladiza, de peligrosa, porque no interactuaba con ideas o palabras, ni siquiera con sentimientos, sino con un instinto, confuso, abstracto y difícil de definir por naturaleza. Si Raquel Fernández Perea era la mujer que yo conocía, el cuerpo con el que mi cuerpo se entendía sin palabras, el sexo que se abría con un simple susurro de mi voz, una simple presión de mis dedos en ciertos lugares y determinadas condiciones, no podía ser otra, la que yo había imaginado a solas en aquel ático de la calle Jorge Juan, la desconocida que encendía la última vela antes de zambullirse desnuda en el agua, para recostarse después sobre una pila de almohadas con sus piernas bonitas abiertas de par en par, y una sonrisa que dejaba ver sus encantadores dientes separados.

Entonces Raquel se despertó, sonrió antes de abrir los ojos, vino hacia mí, me abrazó, volvió a cerrarlos, alargó la mano derecha hasta rozar mi sexo, lo tocó con un dedo, luego con dos, lo acarició con la palma antes de agarrarlo, lo apretó, y sólo después volvió a mirarme, los ojos muy abiertos, los labios fruncidos en un círculo casi perfecto para dejar escapar algo parecido a un soplido antes de emitir un ronroneo gatuno, característico, y volver a sonreírme por fin. Conocía esos síntomas, y los sucesivos, pero me desconocí a mí mismo mientras correspondía con otros prestados, ajenos, incómodos para los dos, con los que pretendía ponerla a prueba y sólo logré probar mi propia debilidad.

—Ya está bien, Álvaro —abrió los ojos, cerró las piernas, usó las dos manos para apartar las mías de su cuerpo.

Raquel Fernández Perea nunca me había frenado, jamás me había puesto límites, pero aquél no era yo y ella sí se había dado cuenta.

—¿Por qué?

—Porque me estás mirando con los ojos de tu padre —se tapó con la sábana, me dio la espalda y con los ojos fijos en la pared, dijo algo más—. Antes o después tenía que pasar, ¿no? Y lo peor es que me lo tengo muy bien empleado.

Yo amaba a esa mujer. La amaba tanto que, algunas veces, mi amor por ella me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. Entonces era más yo que antes, más yo que nunca, y yo fui hacia ella, yo me deslicé debajo de su sábana, yo la abracé por detrás, yo la besé muchas veces, yo le pedí perdón y yo le dije en voz alta que la quería. Repite eso, me dijo, y lo repetí hasta que se me secó la lengua dentro de la boca.

Entonces comprendí el significado exacto de las palabras que pronunciaba, y que tendría que aprender a vivir, y a quererla, con el peso del asombro de Fernando, como había aprendido a vivir, y a quererla, a la sombra del fantasma de mi padre. Y mientras todo volvía a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, pensé que lo mejor que nos podía pasar a los dos era que yo nunca descubriera la verdadera relación que había unido a Raquel Fernández Perea con Julio Carrión González, y que, tal vez, la solución al problema que los dos estábamos planteando en aquel mismo momento nunca dependería de mí.

Así pude distinguir con precisión el color del pánico, y medir en mi propio estómago el volumen de la cantidad de nada que cabe en el vacío.

El 12 de septiembre de 1949 el cielo se oscureció sin avisar, a media tarde. Cuando estalló el primer trueno, Julio Carrión González estaba apoyado en uno de los pilares de granito que sustentaban el porche de la Casa Rosa, la más bonita de su pueblo, contemplando los esfuerzos de un taxista que no atinaba a asegurar bien todos los bultos que había ido amontonando sobre la baca del techo. El segundo trueno apenas precedió a la lluvia en unos segundos y persuadió a aquel hombre de la conveniencia de abandonar sus mejores propósitos.

—Lo siento, señora, pero esto van a tener que llevarlo ustedes encima.

Mariana Fernández Viu no le contestó. Ni siquiera se fijó en la maleta que puso delante de sus pies. Tiesa, rígida, como muerta, miraba a su enemigo y apretaba el bolso entre las manos como si fuera su último asidero, el clavo que la mantenía a salvo, apenas unos milímetros por encima del abismo. Pero ni en aquel bolso ni en ninguna otra parte existía nada que pudiera salvarla. Julio lo sabía, y por eso sostenía el odio de aquella mirada con una paciencia templada, risueña. Había visto un odio mucho más intenso en unos ojos mucho más hermosos. Húndela, machácala, destrózala, y cuando termines con ella, dile que vas de mi parte. Esto es lo que querías, ¿no, Palomita?, pensó mientras encendía un cigarrillo y expulsaba el humo muy despacio sólo para exasperar a su víctima, no dirás que no cumplo mis promesas....

—¡Señora, por favor, muévase, que nos vamos a empapar!

El taxista se atrevió a ponerle una mano en el hombro cuando el agua caía ya con tanta fuerza que desdibujaba los contornos de la escena que Julio contemplaba. Entonces, por fin, Mariana bajó la cabeza y accedió a entrar en el coche. Un instante después, el motor se puso en marcha para que el hombre que fumaba en el porche con el gesto impasible de un testigo casual, celebrara su estrépito como un soldado celebra los compases de un himno, el símbolo de la causa por la que ha luchado, por la que acaba de obtener la victoria definitiva. Aquel hombre había llegado al final de su camino. Había sido un trayecto largo y tortuoso, peligroso, accidentado y nada fácil, pero todo eso ya daba lo mismo, porque ahí estaba él, hijo de un pastor alcoholizado y de una presa política que había muerto en la cárcel, Julio Carrión González, rico, y hecho un señor.

—Eso es robar, Julio —Eugenio le había mirado a los ojos con un destello póstumo de su antiguo y purísimo candor—. Aunque haya una ley, aunque sea legal, aunque lo haga todo el mundo. Eso es robar. Y por ahí no paso.

Eugenio Sánchez Delgado fue la primera persona a la que Julio buscó al volver a Madrid, en abril de 1947. Antes, sólo había ido a ver a su padre, lo que quedaba de él, una figura borrosa y consumida, arrumbada como un trasto más en una casa sucia y llena de objetos rotos, como fragmentos rescatados de otra vida y colocados con cuidado sobre las superficies de los muebles, en los mismos estantes, las mismas repisas que ocupaban antes, cuando estaban enteros y servían para algo.

—Padre...

Julio reconoció primero un jarrón de cristal rajado, después un tapete de ganchillo deshilachado, amarillento, más tarde un molinillo antiguo de café al que le faltaba el mango, todo oscuro de polvo, brillante de grasa rancia, y la porquería formaba pequeñas pirámides grisáceas de naturaleza indeterminada en las esquinas de las paredes, y el aire olía mal, a cerrado, a podrido, a miseria.

—Padre...

Julio se acercó a él y comprobó que el cuerpo de Benigno olía peor que el aire de su casa. El anciano no levantó la vista para mirarle y ni siquiera se movió cuando la corriente que su hijo había creado al abrir todas las ventanas hizo volar los periódicos atrasados mientras las cucarachas corrían despavoridas hacia sus escondrijos. Julio tuvo que zarandearlo para lograr que le mirara, pero estaba tan borracho que no le reconoció.

—¿Cómo has entrado aquí? —era difícil entenderle, y más aún soportar sus dientes negruzcos, la pestilencia de su aliento—. ¿Quién eres tú?

—Soy Julio, padre, soy su hijo —Benigno le miró entonces con más atención, e intentó sonreír—. Pero, padre, ¿cómo puede usted vivir así?

No obtuvo respuesta para esa pregunta, sólo una versión más débil, más turbia, de la mirada bovina que doce años antes le desesperaba y aquella mañana le inspiró un sentimiento confuso, donde un estruendo de sirenas y luces de alarma, ¿no se habrá atrevido usted a gastarse mi dinero, verdad, padre?, alcanzó a convivir durante un instante con una tristeza permanente y un pasajero acceso de repugnancia. Después, Benigno volvió a bajar la cabeza y a beber de una copa rellena de un líquido transparente, irisado. Julio se la arrebató de entre las manos, se pringó los dedos en el cristal y olió su contenido. Por lo menos era barato, orujo.

—Muy bien, padre, se acabó lo que se daba —Benigno ni siquiera hizo el intento de mover la cabeza—. Vamos, levántese.

Le sujetó por las axilas para ayudarle y tuvo que izarle a peso. Eran las once de la mañana, pero no podía saber si aquella noche había dormido, si había madrugado para emborracharse o si la borrachera le había impedido acostarse. Eso ya daba lo mismo. En el suelo, cerca de la puerta de la cocina, había un colchón con una manta mugrienta encima. Le dio tanto asco que lo depositó allí sin taparle y se fue al corral, donde no quedaba ni una sola gallina, sólo las jaulas abandonadas con las puertas abiertas, alguna ausente. Pero los sacos seguían estando en el mismo sitio. Llenó uno con los periódicos atrasados y todos los trastos rotos que había visto al entrar, y subió al piso de arriba. Su antiguo dormitorio estaba tan sucio como el resto de la casa, pero nadie lo había tocado, y sus cosas, la cama hecha, los viejos libros de la escuela, unos pocos juguetes supervivientes y las postales de mujeres desnudas que guardaba en un cajón, le saludaron como una cuadrilla de niños avejentados y enfermizos, polvorientos. Eso no le consoló, al contrario. Cuando empezó a sentir los primeros síntomas de algo parecido a un mareo, abrió todas las ventanas, se lavó las manos, se sacudió el polvo del traje, salió a la calle y por fin respiró.

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