En el cuarto de baño de Raquel no se amontonaban los perfumes. Usaba sólo uno, caro, pero compatible con su nivel de ingresos, y en su casa no había antigüedades, todos esos muebles, álbumes, vajillas, libros, porcelanas, juguetes, objetos de plata o jarrones orientales que los exiliados no se llevan consigo al abandonar su país. Con las joyas pasaba algo parecido. Le gustaban, porque solía llevarlas, antiguas y modernas, aparatosas a veces pero incompatibles siempre con la ostentación por la que habría optado un protector millonario y senil. Sólo había una excepción, y era demasiado valiosa como para atribuirle un origen semejante. La noche que fuimos a cenar al japonés la llevaba puesta. La noche que suspendió todas las leyes físicas, estaba en la mesilla, como si hubiera pensado en ponérsela y lo hubiera descartado en el último momento. En la tarde que sucedió a la tormenta, cuando volví a verla allí, le pregunté por ella.
—¿Es buena? —ella me miró como si no me hubiera entendido—. Esa pulsera...
—¡Claro que es buena! —la cogió, la miró, me la dio, era una joya antigua, un aro rígido de oro amarillo que servía de soporte a una especie de constelación espectacular de piedras preciosas, olas crecientes de brillantes, de zafiros, de más brillantes, y en el centro una perla enorme—. Es la pulsera de pedida de mi bisabuela María, la madre de mi abuelo Ignacio.
—¿La que vivía en la glorieta de Bilbao?
—Justo. Esto es lo único que queda de la antigua fortuna de mi familia, el último resto del naufragio.
La noche anterior, cuando me levanté y me vestí para volver a casa, Raquel me pidió que la esperara un momento. He quedado en el Comercial, me dijo, voy contigo. ¿Con quién has quedado?, tuve la debilidad de preguntar, pensando en Paco, y ella me contestó con otra pregunta, ¿y a ti qué coño te importa? A mí, ya, sólo el tuyo, le dije, y entonces se echó a reír y me contó que iba a cenar con Berta.
Al llegar al café, vimos a su amiga a través de las paredes de cristal. Estaba esperando en la barra y nos saludó moviendo el brazo en el aire. ¿Te tomas una caña con nosotras? Al entrar, siempre detrás de ella, me tropecé con uno de mis alumnos de quinto, un chico gris al que apenas conocía de vista cuando apareció por mi despacho, un par de semanas antes, para decirme que le gustaría que yo le dirigiera la tesis. Me saludó y me paré un momento a hablar con él, pero Raquel no me esperó. Cuando me reuní con ella, me dijo que lo sentía. ¿Qué?, le pregunté, después de besar a Berta, que se la quedó mirando con una sonrisa irónica. Que te hayan visto conmigo, contestó. Era todo falso y divertido, un coqueteo tan descarado que me sumé a la risa de su amiga y vi reír a Raquel antes de avanzar hacia ella, abrazarla y besarla en la boca durante el tiempo suficiente para reclamar la atención de todos los ocupantes de la barra, incluido aquel futuro físico mediocre que jamás había visto a Mai y que tal vez ni siquiera sabía que yo estaba casado.
Al margen de su ignorancia, aprendí dos cosas. La primera fue que si al entrar en el café me hubiera encontrado con un testigo comprometedor, seguramente habría hecho lo mismo, y esa certeza desinfectó mi comportamiento del cálculo frío y desagradable, propio de un seductor profesional, que alentaba detrás de mi ventaja. La segunda fue menos sorprendente pero mucho más gratificante. A Raquel, que desconocía su inocuidad, le encantó aquel alarde, sobre todo porque Berta lo había visto todo. Quizás por eso escogió aquella noche para informarme de algo que podía haberme contado antes, en cualquiera de las ocasiones en que habíamos cruzado aquella plaza andando, o dentro de un taxi. Cuando nos terminamos las cervezas, anuncié que iba a invitar, no encontré oposición, Berta dijo que tenía que ir un momento al baño y Raquel me cogió de la mano para sacarme del café, ven, dijo. Nos paramos en la acera, entre el quiosco y la boca del metro, y señaló con un dedo hacia delante.
—¿Ves esa casa? —asentí con la cabeza, sin prestar demasiada atención a un edificio que había visto millones de veces—. Ahí nació mi abuelo Ignacio.
—¿Sí? —pregunté, muy sorprendido, porque no era un palacio pero sí una mansión, una casa muy bonita que era mucho más que eso, la expresión contundente, opulenta pero elegante a la vez, del poderío económico de una vieja burguesía que, aparte de dinero, tenía buen gusto—. ¿En serio?
—En serio. Vivían en el segundo, en un piso enorme que hacía esquina y tenía balcones a la glorieta y a la calle Carranza... —levantó la cabeza y señaló la planta con decisión, como si hubiera repetido ese movimiento muchas veces—. En ése, ¿lo ves?
—Yo creía que ahí no vivía nadie —murmuré, acatando con los ojos la voluntad de su dedo índice—. Creía que el edificio entero era de una compañía de seguros.
—Ahora, a lo mejor, sí lo es. Antes no.
—¿Y qué pasó? Porque, teniendo ese piso, no es lógico que tu abuelo viviera donde vives tú ahora. ¿Lo vendieron?
—No. Lo perdieron todo después de la guerra, esta casa, la de la sierra, las tierras de mi bisabuela... —me miró, sonrió, volvió a mirar hacia delante—. Se lo robaron todo, mejor dicho.
Entonces, Berta salió del café, se reunió con nosotros y dijo algo que no escuché bien, porque Raquel me estaba mirando con la misma sonrisa tras la que se había defendido la primera vez que me habló de su abuelo Ignacio. Había algo magnético en esa sonrisa, una dulzura desolada y sin futuro, el cansancio que enturbia la mirada de un niño enfermo o entumece las alas de un pájaro enjaulado, el hilo frágil de una tristeza sólida, despierta, pero indiferente a su poder de despertar la compasión de una roca. Yo no era una roca y no pude resistirme a esa sonrisa, y en aquel momento habría dado cualquier cosa, propia o ajena, por consolar a Raquel, por rescatarla de su propio gesto, por arrancarle aquel rictus amargo de la boca y hacerle reír a carcajadas. Era mucho más guapa cuando se reía y sin embargo aquella expresión le pertenecía, era absolutamente suya, distinta de cualquier otra sonrisa, de cualquier otra tristeza que yo hubiera contemplado antes en el rostro de nadie. A veces, la debilidad que sentía por Raquel me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. Entonces comprendía que era amor, y ese instante fue una de aquellas veces.
—Si me voy a cenar con vosotras... —propuse, casi con miedo—. ¿Estropeo algo?
—No sé —Berta intercambió una mirada con Raquel antes de contestarme con el mismo descaro con el que me había confesado que su amiga le había hablado mucho de mí la primera vez que la vi—, la verdad es que eras el primer punto del orden del día.
—Sí —Raquel sonrió, se pegó a mí, me dejó abrazarla—, pero supongo que encontraremos otra cosa de la que hablar...
Habíamos pedido ya cuando me levanté para llamar a casa. Le dije a Mai que me había encontrado en la biblioteca del Consejo con un amigo al que ella conocía y que en aquel momento debía de estar tan tranquilo en su despacho de la Universidad de Columbus, Ohio, y antes de que me diera tiempo a explicarle que no la llamaba para que se uniera a nosotros, sino para avisar de que yo no iba a cenar en casa, me advirtió entre bostezos que con ella no contara, porque estaba cansadísima y a punto de irse a la cama. Cuando volví a sentarme, Raquel dejó caer la cabeza sobre mi hombro, la apretó un instante, me besó en el brazo. Comprendí que había adivinado sin dificultad qué era lo que había hecho en realidad después de decir que iba al baño, y por primera vez, me sentí más en deuda con ella, pese a la nimiedad de mi delito, que con Mai, pese a la gravedad de mis culpas. Supongo que esa sensación era el final de la pendiente, la breve llanura en la que comenzaba la cuesta abajo, pero aquella noche yo no podía pensar en mí, sólo en Raquel. La estrella de la cena, sin embargo, fue mi abuela Teresa.
—Bueno, pues ya podemos empezar con el segundo punto del orden del día —dije, para superar el silencio un tanto incómodo que se abrió entre el beso de Raquel y la mirada atenta de su amiga, y las dos se echaron a reír.
—No hay —me dijo Raquel.
—¿En serio? —la miré, la besé en los labios—. No sabía que diera tanto de sí...
Las dos volvieron a reírse, pero ninguna dijo nada. Entonces hablé yo, y podría haber hablado cualquier otro día, elegir un momento más íntimo, un lugar más tranquilo, una situación más propicia, pero ya llevaba callado mucho tiempo. Demasiado.
—En ese caso, voy a proponer uno. Antes —miré a Raquel y ella me devolvió una mirada pacífica, neutral—, cuando me has contado lo de la casa donde nació tu abuelo, me he acordado... En realidad, no he tenido que acordarme, porque desde que lo descubrí, lo tengo siempre en la cabeza, pero... Últimamente, me pasan cosas increíbles, y todas a la vez, a mí, que nunca me pasaba nada —Raquel cerró los ojos, sonrió—. Y lo peor... Yo siempre había creído que mi abuela paterna había muerto en 1937, en plena guerra, y hace un par de meses, revisando unos papeles de mi padre, me enteré de que no era verdad...
Aquella noche hablé yo. Hablé y hablé durante mucho tiempo, todo el que hizo falta para escarbar la tierra con los dientes, para apartar la tierra parte a parte, para minar la tierra hasta encontrar a Teresa González Puerto, y besarla en su noble calavera, y desamordazarla, y regresarla desde el fondo del hoyo en el que su hijo la había enterrado.
Aquella noche hablé yo y lo conté todo, lo que había creído saber y lo que sabía, lo que me habían explicado y lo que había aprendido por mi cuenta, lo que había sentido antes y después de saber, lo que seguía sintiendo. Tenía que hacerlo algún día y fue aquella noche. Tenía que hacerlo algún día porque el secreto de mi abuela me abrumaba, porque me ahogaba, porque mi silencio celoso y enamorado me estaba convirtiendo en cómplice del injusto e injustificable silencio de mi padre, porque no podía seguir callado. Tenía que contarlo para que mi abuela volviera a vivir siquiera en mis palabras, para devolverla a su vida verdadera, la que ella había elegido, la que le había costado la vida. Tenía que contarlo y lo conté aquella noche, y mientras lo hacía me iba sintiendo mejor, más bueno, más digno, más valiente, más parecido al hijo que ella hubiera querido tener, hombre de sobra por ella, para ella, el hada benéfica que revoloteaba con gracia y tesón sobre nuestras cabezas, su presencia conmovedora como una bendición antigua, capaz de sobrevivir al tiempo y a los horrores de la guerra, a la paz de los cementerios y a las sonrisas quietas de las fotografías.
Eso sentí, y la sentí a ella, a mi abuela Teresa, la mayor, la más joven, la más amada, no la esposa mansa del hombre equivocado sino la novia adúltera de un mago, la muchacha imposible que a los treinta y tantos años decidió dejarse el pelo suelto y estar todo el día en la calle pegando gritos, la que se atrevió a escribir que a lo mejor se estaba equivocando, pero que estaba haciendo lo que creía que tenía que hacer, y que lo hacía por amor. Esa Teresa era parte de mí y estaba conmigo, estaba a mi lado mientras contaba su historia, y ya no era sólo mía, pero era más mía que antes en cada letra, en cada coma, en cada una de las palabras de aquella carta que habría hecho de mí un hombre mejor si hubiera podido leerla antes, si hubiera podido leerla a tiempo, si ella no hubiera muerto muchos años antes de que yo naciera en una cárcel cualquiera de la inmensa cárcel en la que se convirtió este país desdichado, abandonado a su mala suerte. Teresa estaba conmigo, estaba viva porque era parte de mí, y nunca lo sabría. Nunca podría saber que había resucitado en mi amor, en mi orgullo, que seguiría alentando en el orgullo y en el amor de mis hijos, y de los hijos de mis hijos. Porque las manos no son más rápidas que la vista, y la óptica es una ciencia paradójica, y la hierba es capaz de crecer en los desiertos, y el final de un capítulo no es el fin de la historia, y la vida de una mujer admirable no termina con su muerte. Todo eso sentí, todo eso conté, su voz en la mía, para que mi abuela volviera a ganar la guerra aquella noche, y Teresa González Puerto ganó la guerra, y en su triunfo triunfó la razón, y la luz por la que había luchado iluminó los ojos estremecidos de una actriz de teatro que apenas respiraba, la pizza casi entera y fría del todo, los cubiertos olvidados sobre el plato, mientras la mujer a la que su nieto amaba como habría podido amarla a ella, escuchaba en silencio, cubriéndose la cara con las manos.
—Es impresionante —Berta habló primero—. Y tú te quedarías... No sé, debió de ser tremendo, para mí sería tremendo, desde luego. Yo también soy de una familia muy facha, ¿sabes?, y si me enterara de algo así, pues... Por un lado me sentiría fatal, pero por otro, creo que me emocionaría mucho, que me sentiría muy orgullosa de... Bueno, es lo que has dicho tú, pero pensar en tu propio padre después de eso tiene que ser muy fuerte, ¿no? —asentí con la cabeza y miré a Raquel, pero ella no se había movido y seguía muy quieta, las manos tan firmes contra la cara como si no pudiera despegarlas—. ¿Por qué no me pasas una copia? Tengo varias parecidas, de gente que estaba en la cárcel, de fusilados, de soldados, he pensado muchas veces en hacer algo con ellas, alguna clase de espectáculo, no sé bien cómo, pero le doy vueltas de vez en cuando. No es fácil, porque muchas no se pueden leer de un tirón, ¿sabes? La verdad es que están muy mal redactadas, llenas de repeticiones, de frases hechas, tontas, de cursiladas. Son cartas de gente que no leía libros, que no estaba acostumbrada a escribir. Bastante hicieron, los pobres. Pero lo asombroso no es eso. Lo asombroso es que, así y todo, sólo esas cartas bastarían para demostrarle a cualquiera que este país no ha hecho más que degenerar.
—Sí —la miré, sonreí—. Eso es exactamente lo que pienso yo.
—Aunque la verdad es que la carta de tu abuela está muy bien, se nota que era maestra. Es casi tan buena como la que un tío de Ra le escribió a su mujer cuando le condenaron a muerte. Ésa también te gustaría, porque...
—No me encuentro bien.
La voz de Raquel, que ahora nos miraba con los hombros encogidos, los ojos húmedos, la piel muy pálida, puso un punto final abrupto a nuestra conversación.
—¿Qué te pasa?
—Estás blanca, Ra...
—Sí —la pregunta había sido mía, el comentario de Berta, ella nos miró en el orden inverso antes de explicarse—. Aquí hace mucho calor. He debido de tener un bajón de tensión o algo parecido, estoy como mareada, no sé... Me gustaría irme a casa.