El corazón helado (78 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Habían salido a recoger uno de esos cargamentos de armas que parachutaban los aliados, pero antes de que les diera tiempo a llegar arriba, muy cerca aún de la carretera y del aserradero donde trabajaban, recibieron el regalo de aquella pequeña expedición alemana que se había quedado aislada, rezagada quizás del convoy del que formaba parte o sencillamente perdida, cuando su camión tuvo una avería.

—A lo mejor, se les ha pinchado una rueda de las que hacíamos nosotros —susurró Amadeo, pero él no le contestó porque estaba demasiado ocupado en convencerse de que lo que estaba viendo sucedía de verdad.

—Van a cenar —dijo entonces Moreno, el jefe del grupo, madrileño como Ignacio.

—Justo —contestó él—. Es increíble que hayamos tenido tanta suerte —y no quiso darse cuenta de que su paisano se le quedaba mirando como si no le entendiera.

—No podemos hacer nada —le advirtió expresamente—, las órdenes son muy claras. Si no hay condiciones, no hay parachutaje, así que volvemos al campamento.

—¡Y una mierda vamos a volver!

Hablaban entre dientes, resguardados detrás de unas peñas, tan cerca del lugar que los alemanes habían escogido para hacer una hoguera y sentarse alrededor, que Ignacio sentía cómo le quemaba el dedo sobre el gatillo del fusil. A cambio, la sangre se había helado dentro de sus venas, y la blancura cegadora de las certezas estaba abriendo ojos en su nuca, en sus sienes, en sus orejas, mientras iluminaba ya todo el tablero.

—Vamos a ir a por ellos —anunció entonces, tan tranquilo que ni él mismo lo entendía.

—No —contestó Moreno.

—Sí.

—No —volvió a escuchar—, y te recuerdo que yo estoy al mando.

—¿Al mando? —la mirada de medusa, cargada a partes iguales de asombro y de desprecio, que Ignacio Fernández Muñoz dirigió a su oponente desde una altura muy superior a la de su estatura, abrió un silencio compacto, expectante, que nadie se atrevió a deshacer antes de que él mismo contestara a su pregunta—. Al mando estoy yo, porque soy capitán, y tú no eres más que un jodido sargento chusquero que está cagado de miedo, por cierto.

Luego, sin esperar respuesta, se dirigió a los que ya eran sus hombres, Aurelio, Amadeo, Nicolás el Turronero, que era de Reus, y el Niño, que se llamaba Salvador y había nacido cerca de Orihuela, y les dio instrucciones en un murmullo escueto, firme, tan sereno como si pretendiera explicarles las reglas de un juego de mesa.

—Vamos a ir a por ellos, porque somos menos, pero nosotros estamos a cubierto y ellos no, lo entendéis, ¿verdad? —y esperó a que todas las cabezas asintieran antes de seguir—. Va a ser igual de fácil que acertar a los monigotes de una barraca de feria, pero primero hay que aguantar, asegurar el tiro, repartirse los blancos, y que nadie dispare hasta que yo lo diga...

—¿Qué decís que habéis hecho?

Cuando llegaron a la granja donde les esperaban los responsables de la Resistencia en aquel sector, cosecharon una impávida colección de miradas perplejas en lugar de los brindis y los abrazos que se habían ganado.

—Once bajas y dos prisioneros —repitió Ignacio, hablando en francés, muy despacio—, y hemos capturado un camión con armas y municiones, dos motos y un carro de combate. Tenían también un jeep, pero hemos tenido que dejarlo allí porque sólo éramos seis y nos faltaba un conductor, aunque si queréis, podemos volver ahora a buscarlo.

—¿Un carro de combate? —repitió uno de los franceses, como si se hubiera quedado atascado en sus orugas, y Perea, que lo vio venir, empezó a ponerse nervioso—. ¿Y por dónde habéis traído todo eso?

—Pues por la carretera —respondió Ignacio, un poco cansado ya de tanta preguntita, e insistió para los suyos, en español—. ¿Por dónde coño creerán éstos que lo íbamos a traer?

Ellos le explicaron que allí las cosas no eran así, que nunca hacían prisioneros y que el tanque no servía para nada, que habría que reventarlo. Ignacio ya se lo esperaba, pero Aurelio se había puesto tan contento al verlo, ¡Boquerón, ven aquí, que te he encontrado una mula para que te vuelvas a tu pueblo!, que había cedido a sus súplicas sin mucha resistencia. Pero ¿cómo vamos a reventarlo, Abogado, con lo bonito que es?, decía mientras lo acariciaba. Y está nuevecito, míralo, sin estrenar, me estaba esperando, como quien dice. Vamos a llevárnoslo, por lo que más quieras, si son las tres de la mañana y de aquí al camino de tierra no hay más que dos kilómetros, ¿quién nos va a ver? Y si nos sigue alguien, le hacemos frente, total, por ametralladoras no será, ¿tú has visto lo que hay en ese camión?

—Ha sido una imprudencia —reconoció Ignacio—, pero sin imprudencias no se ganan las guerras.

Su audacia no convenció a los franceses. El ataque de furia del Boquerón, que se lanzó como una fiera contra las solapas del primero que pilló, cuando se enteró de que pretendían dejarle sin su mula, fue más efectivo.

—¿Qué vas a reventar tú, eh, qué vas a reventar tú? ¡Listo! Mi tanque no, ¿te enteras? —y lo levantó en vilo sin dejar de gritar, ni reparar tampoco en que su víctima no entendía ni una palabra de lo que le estaba diciendo—. Con ese tanque voy a cruzar yo la frontera, ¿me oyes?, con ése me vuelvo yo a mi pueblo, así que mucho ojo... ¡Y el tanque, ni tocarlo!

Aquella madrugada, como si el Ejército de Levante no se hubiera disuelto jamás, Aurelio Perea condujo el tanque por el camino de tierra que llevaba a su campamento, donde sus compañeros sí les hicieron el recibimiento que se merecían y, al día siguiente, una foto memorable. Moreno, muy ofendido, no quiso posar, pero le perdieron de vista muy pronto, la tarde en la que fueron convocados a la granja para encontrarse allí con un oficial francés disfrazado de labriego a quien no habían visto nunca. ¿Vosotros sois los del tanque?, les preguntó en español. Cuando le dijeron que sí, sonrió antes de ofrecerles la oportunidad de incorporarse a las tropas francesas integradas en el ejército aliado. Tenemos la impresión de que aquí estáis desperdiciados, añadió luego. ¡A buenas horas!, exclamó Aurelio, tan harto como los demás de hacer de recadero. Y mientras se reía, entusiasmado por el cambio de destino pero consciente también, por una vez, de los riesgos que asumía, Ignacio volvió a pensar en Anita.

Por eso, cuando una mañana de septiembre de 1944, recorrió con la mirada el andén de la estación y no la vio, se preguntó si merecía la pena haber abandonado a toda prisa las fiestas, los homenajes, los desfiles de la Liberación, para volver corriendo a Toulouse. Había dirigido el telegrama a su nombre, para dejar claro que volvía por ella, a por ella, para que no se sintiera ajena a su familia, ni le diera vergüenza ir a recibirle con los demás. Y el telegrama había llegado, porque allí estaban ellos, su padre, su madre y María, embarazada y colgada del brazo de un desconocido, todos menos Paloma, que estaría trabajando, se dijo, todos menos Anita, de la que jamás habría pensado que ese día se le ocurriera ir a trabajar.

—¡Ignacio! —su padre gritaba su nombre y le saludaba agitando el sombrero, pero él no se movió, no dio ni un paso hacia él, y seguía mirándoles, contándoles, papá, mamá, María, ese hombre que está con María, y Anita no. Anita no.

—¡Hijo mío! —su madre se abalanzó sobre él, le abrazó, y recibió a cambio un abrazo templado, mecánico, dos preguntas y una mirada recelosa.

—¿Y Anita dónde está? ¿Le ha pasado algo?

—No. Está muy bien —María Muñoz sonreía—, en casa.

—¿Y por qué? —insistió él—. ¿Por qué no ha venido?

—¡Ignacio! —su padre llegó a su lado, le abrazó, y él le devolvió un abrazo despistado, pendiente sólo de los labios de su madre.

—Es que las cosas han cambiado un poco, hijo —pero ella seguía sonriendo—, ya te irás dando cuenta...

—¿Se ha casado? —su hermana llegó a su lado, le cubrió de besos, intentó presentarle al hombre que le acompañaba—. ¿Se ha casado con otro, mamá?

—No, ¿qué dices? —y como si pretendiera exasperarle definitivamente, su madre se echó a reír donde antes sólo había sonreído—. No se ha casado, te está esperando en casa, ahora la verás...

—Yo soy la que se ha casado —intervino María—, y quiero presentarte a mi marido. Francisco, éste es mi hermano Ignacio... Francisco es de Sonseca, en Toledo, ese pueblo donde se hacen los mazapanes, ¿sabes?

—¿Sí? —Ignacio estrechó la mano que le ofrecían, tan confundido que se encontró preguntándose a sí mismo qué cosa serían los mazapanes, y tardó un instante en recordarlo—. Pues nada, me alegro mucho de conocerte.

—Yo también. María me ha hablado mucho de ti...

Los recién casados se despidieron de él en la puerta de la estación y le dejaron a solas con sus padres y una catarata de noticias irrelevantes —¿qué te ha parecido Francisco?, María está encantada con él, le conocimos hace un año y medio, más o menos, y venía detrás de Paloma, como todos, no creas, pero se enamoró de María y estamos contentísimos, ¿sabes?, es un chico muy bueno, serio, formal, trabajador, ella se ha quedado embarazada enseguida, ya lo has visto, está de cinco meses, nos gustaría que fuera una niña— que no pretendían otra cosa que ahogar sus preguntas, pero la casa estaba cerca, y el taxi no tardó más que unos minutos en dejarles delante del portal.

—Escúchame un momento antes de subir, Ignacio —María Muñoz cogió de las manos a su hijo y le miró a los ojos mientras su marido abría la puerta—. Esto es lo único bueno que nos ha pasado desde que nos fuimos de casa, después de lo de Mateo, de lo de Carlos, procura recordarlo, lo único bueno...

—¡María! —Mateo Fernández la miró desde el interior del portal, con un gesto tan escandalizado que hasta le rejuveneció.

—¿Qué pasa? —protestó ella—. ¿Es que no puedo hablar con mi hijo?

—No, no puedes. Porque tu hijo ya es un hombre hecho y derecho, un hombre capaz de tomar sus decisiones. No necesita tus consejos, y muchísimo menos tus chantajes.

—¿Chantajes? —la mujer se volvió contra su marido—. Yo no le estoy chantajeando, sólo intento decirle lo que siento...

—¿Pero qué coño pasa? —y el hombre hecho y derecho estalló—. ¿Me queréis decir qué coño pasa aquí de una puta vez?

—No hables tan mal, Ignacio.

—Mamá...

Subieron las escaleras en silencio, y al llegar al descansillo, se encontraron con que la puerta estaba abierta. En el umbral, Paloma, alertada por sus gritos, les sonreía con un niño entre los brazos, un niño ya grande que tenía el pelo oscuro, las orejas de soplillo, y unos ojos muy negros, unos ojos grandes, dulces y melancólicos que se parecían a los ojos de Anita, pensó él, incapaz todavía de atar cabos.

—¿Y este niño?

—Es tu hijo, Ignacio —su padre le dio la noticia en un tono contenido, informativo, casi neutro, y estudió con aprensión el pasmo que acababa de congelar la expresión del recién llegado.

—Pero si es igual que tú, ¿es que no lo ves? —la abuela extendió los brazos y el nieto se lanzó a ellos con una carcajada que dejó ver sus dientes superiores, separados en el centro por una ranura idéntica a la que Ignacio Fernández Muñoz había visto durante toda su vida entre sus propios dientes—. Con el pelo negro, igual que su madre, pero por lo demás, igual que tú, la misma nariz, las mismas orejas, el mismo hueco abierto entre las paletas...

Él no dijo nada y miró a ese niño, luego a su madre, después a su padre, a su hermana Paloma, y por fin al niño otra vez. Pero si teníamos cuidado, estaba pensando, teníamos cuidado siempre, casi siempre, menos unas pocas veces, al final, cuando Anita me pillaba dormido...

—¿No te lo esperabas? —Mateo Fernández, que no tenía elementos para compartir aquellos cálculos, sonrió al verle negar con la cabeza—. Pues es bastante frecuente, ¿sabes? Suele ocurrir.

—Ten —su madre intentó ponerle a su hijo en los brazos, pero el niño se le escurrió a mitad de camino, y al llegar al suelo, corrió hacia Paloma.

—¡Pero si es papá! —le dijo ella—. Papá, ya lo sabes, hasta sabes decirlo, ¿a que sí? A ver, dilo, para que él te oiga, papá, pa-pá —al niño no le dio la gana de mover los labios y su tía se echó a reír, le besó, miró a su hermano—. Está muy mimado, como te puedes figurar...

Él todavía tardó un poco más en reaccionar, y en ese intervalo, la curiosidad pudo en su hijo más que la extrañeza. Por eso, pateó hasta que Paloma volvió a ponerle en el suelo, se acercó a él con cautela, le agarró del pantalón y levantó la cabeza para mirarle.

—Soldado —dijo, y ésa fue la primera palabra que Ignacio Fernández Muñoz escuchó de su hijo.

—¿Y mamá? —le preguntó entonces—. ¿Dónde está mamá?

—Mamá —repitió el niño, muy seguro—. Vamos, vamos...

Echó a correr por el pasillo y su padre le siguió, pero se volvió enseguida, cuando comprendió que le faltaba un dato fundamental.

—¿Cómo se llama?

—Ignacio —los tres le contestaron a la vez y su madre apostilló—, igual que tú.

Mientras seguía a su hijo por el pasillo, en los pocos metros que le separaban de la cocina, se le vinieron encima de golpe, en desorden, todas las sensaciones, las emociones que no había sido capaz de sentir desde que había entrado en aquella casa, y vivió la sorpresa de Anita en su propia sorpresa, y luego imaginó su desamparo, su angustia de muchacha sola, embarazada, su miedo, su determinación, su fuerza, y hasta tuvo ganas de echarse a reír al calcular su propio despiste, la evocación minuciosa y constante de aquel cuerpo de muñeca que tal vez ya no existía, se dijo, que quizás no volvería a existir jamás. En la cocina le esperaba sin embargo una mujer que parecía detenida en el tiempo, quieta y de espaldas frente al fogón, como si estuviera esperando a que su hijo le tirara de la falda para ponerse en marcha. El niño le anunció con voz muy clara, papá, dijo, y sólo después Anita Salgado Pérez cogió un paño, lo usó para apartar el cazo del fuego, se limpió las manos, se dio la vuelta, le miró, y él vio que era mucho más guapa, mucho más joven, y limpia, y verdadera, y deseable, y digna de su amor, y de sus mimos, de lo que había podido recordar a distancia, y en la emoción que temblaba en sus labios, en la emoción que esmaltaba sus ojos, se sintió a la vez desnudo y cobijado, y supo que por fin había vuelto a casa.

Cuando empezó a andar hacia Anita, ella había cogido al niño en brazos y estaba dejando sobre la mesa unos cuadernos muy usados, con las tapas dobladas, las páginas abarquilladas por la insistencia de sus dedos ya expertos, seguros y veloces.

—He hecho los deberes —le dijo, y parecía a punto de llorar, pero sonrió al verle sonreír.

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