—Se ha ido. Ha tenido que irse, porque... La vecina de abajo, Madame Larronde, ya la conoces, vino a verme esta mañana, para avisarme de que su cuñado estaba pensando en denunciarle. Como por las ventanas del patio se ve todo...
—¡Ay! —Anita abrió mucho los ojos y se tapó la boca con las dos manos, pero hacía falta mucho más que eso para que María Muñoz perdiera los nervios aquella tarde.
—Yo le he dicho que no se marchara, que iríamos a hablar con ese hombre, que le ofreceríamos dinero, no sé, algo habríamos podido hacer, pero no ha querido quedarse, me ha dicho que no estaba dispuesto a que corriéramos ningún riesgo por él...
Prefirió pararse ahí, liberar a Anita de los argumentos de su hijo, ese miedo que no quiso compartir con nadie y se guardó para ella sola hasta el final de la guerra. Es demasiado peligroso para todos, mamá, para vosotros pero también para mí. Ésa había sido la verdadera respuesta de Ignacio. Si me voy, puedo intentar presentarme voluntariamente en mi compañía. Me arrestarán, me meterán en un calabozo, y luego volveré al trabajo, no me pasará nada peor. Pero si me cogen los vichystas, me mandarán a Alemania, y los nazis me encerrarán en un campo de concentración de los suyos. Yo ya sabía que iba a pasar esto, mamá, y sé lo que tengo que hacer, no te preocupes...
María Muñoz no le contó a Anita esa parte de la historia porque estuvo con su hijo hasta el final, porque le vio entrar en la despensa, salir con aquel cuaderno, escribir en él, dejarlo abierto encima de la mesa de la cocina antes de marcharse, y cuando ya había bajado dos escalones, subir otra vez para hacerle un último encargo. Cuídame a Anita, mamá, le había pedido, mientras volvía a besarla, a abrazarla, cuídamela. Por eso no le contó nada más, y se quedó mirándola en silencio, desde la impotencia de saber que no podía hacer nada por ella, que nunca se le ocurriría nada que decir para consolarla, para consolarse a su lado. Eso sólo lo lograría Paloma, a quien un repentino impulso de su antigua compasión devolvió a la vida aquella noche, muy tarde. Todos se habían acostado ya excepto Anita, que no había querido levantarse de la mesa de la cocina ni siquiera para cenar, y seguía allí, mirando su cuaderno con los ojos muertos cuando su compañera de trabajo tapó las palabras de Ignacio con una fotografía que no había visto nunca.
—Mira —le dijo, señalando aquella imagen dorada, brillante—, ésta es una foto de mi familia el día de mi boda. Entonces, hace ocho años, teníamos tres hombres jóvenes, ¿ves? A éste —y acarició con la yema del dedo índice el rostro moreno y sonriente de su marido— me lo mataron. A éste —y señaló a su hermano Mateo, casi tan elegante como el novio, con un frac inmaculado, una gardenia blanca en el ojal— también. Éste —y se detuvo por fin en Ignacio, un chico no muy alto pero con las piernas desproporcionadas, demasiado largas para su estatura, casi un niño embutido en un traje de persona mayor— no puede morir. Éste va a vivir, ¿comprendes?, porque no pueden matarnos a los tres, es imposible. Eso se llama cálculo de probabilidades —en ese momento, por fin, Anita levantó la vista hacia ella y la miró—. Cuando acabes la cartilla, dile a mi hermano que te enseñe matemáticas.
Anita sonrió a Paloma, y volvió a sonreír al contemplar la cara próspera y alegre de los Fernández Muñoz, esa familia de la que sólo conocía la cruz. Sonrió al ver a los padres, mucho más jóvenes de lo que podía imaginar, Mateo con pelo y bigote, el pulgar de la mano derecha dentro del chaleco por el que asomaba la cadena de oro de su reloj, María risueña y elegantísima, con joyas en los dedos, en las muñecas, en el cuello. Sonrió al ver a los novios, ella tan guapa que casi daba miedo mirarla, él tan feliz como si no hubiera nadie que lo supiera mejor. Sonrió al ver al hermano mayor, serio y presumido, a la hermana pequeña, incómoda en su vestido de señorita, y sonrió también, sólo un momento, al mirar a Ignacio.
—¿Puedo quedarme la foto? —le preguntó a Paloma cuando estaba a punto de venirse abajo otra vez.
—Bueno —concedió ella, y la besó en la cabeza—, pero sólo esta noche. Mañana me la devuelves.
Esperó a quedarse sola para mirar otra vez a aquel muchacho de dieciséis años, que le parecía tan joven como si ella misma guardara una memoria muy lejana de esa edad. ¿Dónde estarás ahora?, se preguntó, y sintió el mordisco de una soledad más cruel que la orfandad, pero aquella herida le dolió menos que las agujas clavadas en todas las respuestas que podía imaginar a la pregunta que la atormentaría a partir de aquella noche, ¿dónde estarás ahora, Ignacio, dónde estarás?
Él estaba en una especie de calabozo improvisado al fondo de un barracón y bastante contento, porque todo le había salido bien. Había llegado a la fábrica de neumáticos sin contratiempos, se había encontrado con que su grupo no había cambiado de destino, y hasta le había dado tiempo a abrazar al obrero asturiano al que había transferido sus responsabilidades políticas en el instante de fugarse, antes de presentarse ante el director de la fábrica.
—¿Pero de dónde sales tú, macho? —le preguntó Amadeo en medio del abrazo, con su acento lluvioso y cantarín—. Joder, si parece que vienes de pasar dos años en un balneario...
—Ya te contaré —Ignacio sonrió, como si pudiera mirarse en el asombro de su amigo—. ¿Cómo están las cosas por aquí?
—Peor que por allí, seguro —el asturiano se rió—, pero, por lo demás, igual que antes.
Eso significaba que el director seguía siendo el mismo comandante militar sin ganas de complicarse la vida cuya situación, aquel empleo miserable, casi incompatible con su edad y graduación, revelaba además que, pese a su indudable integración en el nuevo régimen, no sentía una excesiva afinidad con los criterios del gobierno colaboracionista. Tal vez por eso, nunca había asumido la responsabilidad de enviar a los reclusos que estaban a su cargo a una muerte segura en un campo alemán, e Ignacio no fue una excepción. ¡Ah, los españoles!, se limitó a reflexionar en voz alta, después de escucharle, en un tono que indicaba cansancio, fastidio, y nada más grave. Como si no tuviéramos bastante con los alemanes, se nos vienen encima ustedes, los españoles... ¿Qué habremos hecho los franceses para merecernos a nuestros vecinos? Ignacio podría haber contestado a esa pregunta, pero prefirió quedarse callado y fue derecho al calabozo en premio por su silencio. Y allí, en el escenario de su antiguo desamparo, se dio cuenta de que Anita estaba con él, y nunca volvió a sentirse tan solo como antes.
Contaba con una ventaja que ella no tenía, porque podía imaginarla, calcular el ritmo cotidiano de su vida, situarla en un lugar concreto, entre personas con un rostro y un cuerpo conocidos, y sabía en qué taza desayunaba, en qué orden se desnudaba, qué le gustaba comer, cómo se lavaba la cabeza en la pila de la cocina. Cada día de los que pasó en el calabozo y de los que vinieron después, fueron tan iguales entre sí como distintos de los que había vivido antes, porque al despertarse recordaba los despertares de Anita, y antes de dormirse recordaba a Anita dormida, y en cada paso que daba, veía a Anita andar, pararse, moverse por la casa, y esa imagen dotaba a su propio tiempo de peso, de sentido.
Si hubiera podido verla de verdad, habría estado muy contento y aún más orgulloso de ella, porque su novia se había entregado a la devoción del cálculo de probabilidades como si fuera la estampa de una Virgen milagrosa, y al amparo de las matemáticas, se sacudió tan pronto el veneno perezoso y estéril de la autocompasión, que al día siguiente del que había perdido llorando su partida, al volver del trabajo, fue a buscar sus cuadernos, los abrió sobre la mesa, y le dijo en voz alta al aire de la cocina desierta, voy a hacer los deberes. Entonces dibujó un cuadrado alrededor de la última frase que él había escrito, y en el espacio restante copió cinco veces, delante de
p
y de
b
se escribe siempre
m,
y al lado, en la página contigua, fijándose tan bien en las palabras que comprendía como en las que no, empate, combate, ampuloso, émbolo, compás, ambos, campo, tumbos, pompa, bombo, ampolla, sombrío, una vez, y otra, y otra más. Delante de
p
y de
b
se escribe siempre
m,
te quiero, Anita. Ésa fue la primera frase que escribió cuando llegó a las hojas en blanco que estaban al final del cuaderno, antes de copiar las que él había escrito sobre las rayas simples para enseñarle a leer y hacerla reír al mismo tiempo, Anita es una manzanita, Anita es un bombón de chocolate, Anita es terca como una mula, Yo estoy loco por Anita, Te voy a comer a besos, ¿Y tú qué haces por las noches, Anita?, Deja de leer y vámonos a la cama de una vez. Cuando terminó de copiarlas todas, ya se había dado cuenta de que estaba engordando.
Estaba engordando y no quería ni pensarlo, pero aunque no lo pensara, estaba engordando igual. Al principio no le dio importancia, porque se encontraba bien, con mucho apetito y mucho sueño, pero sin ascos ni ganas de vomitar. Su hermana mayor contaba los embarazos por la repentina repugnancia que le inspiraba el café con leche del desayuno. Ella ni se acordaba de cuándo había tomado café por última vez, pero esa especie de asquerosa amalgama de cereales tostados que mezclaba con la leche todas las mañanas, le sentaba tan bien como antes de conocer a Ignacio. Y la regla, pues ya se sabe, se decía a sí misma, la regla se vuelve loca con los disgustos, así que cualquier día de estos, me baja y adiós. Pero su cintura no se quería enterar, su cintura no se enteraba y sus pechos se habían vuelto igual de tontos, y crecían, y le dolían, y cada mañana le costaba más trabajo abrocharse la falda, hasta que un día ya no pudo abrochársela más. Y ese día, por la tarde, al volver a casa, se sentó en la cama y se echó a llorar.
—Pero ¿qué te pasa, hija mía? —al escucharla, María Muñoz entró en la despensa con la alarma pintada en los ojos, y se sentó a su lado mientras se sujetaba el pecho como si se lo acabaran de abrir en canal—. ¿Has sabido algo? ¿Has tenido noticias de...?
—No, no es eso.
—Menos mal —y María se recorrió la cara con las manos dos veces, primero hacia arriba, luego hacia abajo, las palmas abiertas como si pretendiera borrar sus rasgos y volver a colocarlos después, cada uno en su sitio—. Menos mal, porque... —y sólo en aquel momento se dio cuenta de que no entendía nada—. Pero entonces, ¿qué te pasa?
—Nada —Anita volvió a hacer un puchero pero logró seguir hablando, aunque todavía no se atrevió a mirarla—. Estaba pensando que... Hay que ver, María, qué mala suerte has tenido con Ignacio, ¿verdad?
—¿Mala suerte? Pues no, yo no creo que... ¿Qué quieres decir?
—No sé... Primero, en Madrid, con la mujer esa, que hablaba tan mal, ya sabes... —espió con el rabillo del ojo la cara de su interlocutora y comprobó que su expresión seguía anclada en una perplejidad imperturbable—. Y ahora aquí, conmigo.
—¿Contigo? —María Muñoz creyó que estaba intentando confesarle a destiempo una relación que todos en aquella casa habían descubierto cuando empezó, y la abrazó mientras se echaba a reír—. Pero si yo te quiero mucho, Anita, muchísimo. No te preocupes, nunca he pensado que te parezcas a aquella mujer.
—Pues no creas, que en algo sí que me parezco, María... Me parezco, porque... —se deshizo del abrazo y por fin miró a la madre de Ignacio a los ojos—. Pero yo me voy, no te preocupes. Me voy ahora mismo. Recojo mis cosas, vuelvo a la pensión, y luego... —se dio cuenta de que ella seguía sin entender al ver que la miraba con el ceño fruncido, el mismo gesto de preocupación que habría dirigido a cualquiera de sus hijas—. Luego, cuando nazca el niño...
María Muñoz se la quedó mirando con los ojos muy abiertos. Después chilló, volvió a taparse la cara con las manos y se balanceó sobre la cama, adelante y atrás, varias veces.
—Yo lo siento mucho, ya te lo he dicho —insistió Anita, incapaz de interpretar la escena que estaba viendo—, lo siento de verdad, te juro que lo siento. Pero no te preocupes porque me voy a ir, yo no puedo seguir viviendo aquí, me moriría de vergüenza, yo...
—¡Ay! —su futura suegra se destapó la cara, y estaba llorando, y sonreía a la vez—. ¡Ay, Dios mío! —y volvió a abrazarla, y la besó en la frente, en las mejillas, en la cabeza, la apretó muy fuerte, y la retuvo entre sus brazos mientras pronunciaba las únicas palabras que Anita no esperaba escuchar—. Pero cómo te vas a ir, no digas tonterías, lo único que tú tienes que hacer ahora es comer bien, y dormir mucho, y pasear, tomar un poco el sol y... ¡Ay, Anita! —entonces la separó de sí, se quedó mirándola, volvió a abrazarla—, qué alegría tan grande, de verdad, de verdad, qué alegría...
Al salir de la despensa se empeñó en creer que aquella noticia sólo significaba una cosa. Todo estaba empezando a cambiar. Había llegado la hora de remontar, y remontarían. Desde aquel momento, no volvió a dudarlo. Estaba tan segura, tan contenta, que ni siquiera le molestó la reacción de su marido, que se llevó las manos a la cabeza cuando escuchó su jubilosa versión de la noticia.
—¿Pero tú te has vuelto loca, o qué? —y la miró como un padre que regaña a una niña pequeña—. Lo hecho, hecho está, y no tiene remedio, pero que encima estés contenta, ya, me parece el colmo... ¿Es que no te das cuenta de que esto es justo lo que nos faltaba?
—Sí, Mateo —contestó ella, que ya había previsto aquella pregunta y había meditado su respuesta—, tienes razón. Esto es lo que nos faltaba, es precisamente lo que nos falta —él cerró los ojos de puro estupor y ella esperó a que volviera a abrirlos—. Y sí, estoy loca, me he vuelto loca. Porque me han matado a un hijo de veintitrés años, porque tengo una hija que se ha quedado viuda a los veinticuatro, porque tengo un nieto en Madrid que ya sabe andar, y sabe hablar, y no lo conozco, porque no lo he visto nunca y a lo peor me muero sin conocerle... —al recordarlo, hizo otra pausa, más melancólica, pero se recompuso enseguida—. Claro que estoy loca, ¿quién no lo estaría? Y aparte de eso, todo me importa un pito, para que lo sepas. ¿Que no están casados?, ¿y qué? ¿Que Ignacio no sabe que va a tener un hijo?, ¿y qué? ¿Que cuando vuelva, igual no le gusta encontrárselo?, ¿y qué? Culpa nuestra no ha sido, y por lo demás... ¿Que Anita es hija de un guardia forestal, que hasta hace cuatro días era analfabeta, que hace cinco años este embarazo me habría parecido una tragedia?
—No, yo no digo eso, pero... —él intentó intervenir, pero ella no se lo consintió.