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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

El corazón helado (79 page)

—Ya lo veo.

Dejó al niño en el suelo para abrazarle, para besarle, y sus brazos no se cansaron, sus besos no se acabaron, sus pies se elevaron mucho antes de que él la cogiera por la cintura para sentarla encima de la mesa y seguir besándola, abrazándola más y más fuerte, para poder creer en la realidad que tocaban sus dedos, que percibían sus manos, que inundaba la piel de sus labios desentrenados y atónitos en el preciso instante en el que dejaban de ser huérfanos. Estaba tan conmovido que tardó mucho tiempo en identificar el origen del dolor pequeño y punzante que atormentaba su pantorrilla, pero cuando separó su cabeza de la de Anita y miró hacia abajo, vio a su hijo, cuya existencia se le había olvidado, y se echó a reír.

—Me está mordiendo... —dijo, mientras desprendía las horquillas que sometían el desorden de los rizos oscuros a la severa disciplina del moño.

—Sí —ella le ayudó—, es que está muy enmadrado.

Después de comer, todos se fueron de paseo y se llevaron al niño, para dejarlos solos en una cama distinta de la que Ignacio recordaba, en una habitación más grande y más cómoda, que daba a la calle. El sol que entraba por el balcón arrancaba reflejos dorados, imposibles, del pelo de Anita, y recubría su piel con un capa de caramelo, una luz melosa y delicada, pálida y exacta, que se adornaba con la pereza de sus movimientos. Entonces, Ignacio Fernández Muñoz dijo lo que tenía que decir, y no sintió que estuviera cumpliendo con su obligación, sino ejerciendo un privilegio consciente, fabuloso. Pero ella no le aceptó tan fácilmente.

—Mira, Ignacio, yo he pensado mucho en eso, y no es tan sencillo, ¿sabes? —Anita se separó de él, se recostó sobre la almohada, se puso seria—. Porque ahora todo va a cambiar, eso está clarísimo, tu padre lo dice a todas horas, que la nuestra no, pero esta guerra sí que la vamos a ganar, que ya la hemos ganado, como quien dice. Y cuando los nazis se rindan o incluso antes, a lo mejor, los aliados arreglarán lo de Franco, no les va a quedar más remedio que arreglarlo, porque él es aliado de sus enemigos, de los alemanes y de los italianos, siempre lo ha sido, ¿no? Mandó tropas a Rusia y todo... Bueno, tú no necesitas que yo te lo explique, eso lo sabe todo el mundo. Así que cualquier día los aliados invaden España, tú te vuelves a ir a la guerra, echáis a ese cabrón, todo se arregla y luego qué, ¿eh? Porque aquí las cosas son de una manera, aquí está todo revuelto y todos somos pobres, pero en casa van a ser muy distintas, ¿o no? En casa serán como antes, cada uno en su sitio. Y tú serás todo lo comunista que quieras, Ignacio, pero eres un señorito. Un señorito comunista, pero un señorito, y eso es más importante que lo otro, ya puedes decir tú que no, que te digo yo que sí. Y yo, pues... Yo, en Madrid, antes de la guerra, sólo podría haber sido la criada de tu madre, para qué nos vamos a engañar. Y ya sé que antes de venir aquí, Francisco era aprendiz en una pastelería, pero es que María es María y yo soy yo, y yo me conozco, así que, dentro de nada, cuando todo vuelva a ser como antes... A ver qué pinto yo en tu vida, Ignacio.

Anita había preparado aquel discurso con mucho cuidado y lo soltó de un tirón, como un escolar que recita una lección bien aprendida. Después, se dio la vuelta en la cama, se le quedó mirando y le vio sonreír. Se estaba comportando como si no hubiera entendido nada, pensó ella mientras le veía acercarse, abrazarla, y dejar que su sonrisa desembocara en una risa breve, acompasada con los movimientos de su cabeza.

—Hay que ver —y se reía ya a carcajadas—, eres más terca que una mula... Pero de verdad, ¿eh? En mi vida he visto nada igual...

—¿Qué pasa? —se defendió ella—. ¿Es que no tengo razón?

Él no quiso contestar a su pregunta. Se la quedó mirando, sonrió, le apartó un mechón de pelo de la cara para colocarlo detrás de una de sus orejas, y volvió a la carga, cambiando esta vez la interrogación por el imperativo.

—Cásate conmigo, Anita.

—¿Por qué?

—Por favor.

Aquella respuesta la hizo sonreír, pero todavía se resistió un poco más.

—¿Estás seguro de que no es por lástima?

—Sí. Estoy seguro de que no es por lástima.

Ignacio Fernández Muñoz y Anita Salgado Pérez se casaron en Toulouse a finales de enero de 1945. El oficiante de la ceremonia, un antiguo concejal frentepopulista que, antes de recobrar su puesto, había luchado a las órdenes del Abogado durante los últimos meses de la guerra, les hizo un regalo de bodas muy particular, al obviar la ausencia de la partida de nacimiento que la novia había solicitado por escrito media docena de veces, primero al alcalde, y después al párroco de su pueblo, sin obtener respuesta alguna. Poco después, los recién casados se trasladaron a París, y allí empezó para Ignacio la época de los reencuentros, tan anhelada durante el largo tiempo de las despedidas.

La capital francesa hervía de esperanzas, de noticias, de proyectos susurrados o gritados en español, entre risas y abrazos. En París, el capitán Fernández conoció a la novia de Amadeo, a la mujer de Aurelio, y a la de aquel zamorano que no podía dormir por las noches pensando en su suerte, y volvió a ver a muchos de sus compañeros de infortunio, del más reciente y también del más antiguo. Anduvo preguntando por Roque en vano, y se enteró de que al Pasiego lo habían matado a tiros los gendarmes mientras huía a campo través, después de sabotear un tendido eléctrico de esos que le gustaban tanto. Aquel chaval de Alicante al que llamaban el Niño había muerto también y de la manera más tonta, a manos de un francotirador vichysta apostado en un granero, que decidió morir matando mientras los libertadores de su pueblo desfilaban por las calles. Lo de Nicolás había sido peor. Él fue el único héroe del tanque que prefirió quedarse en la guerrilla, porque su mujer vivía en Ariège, muy cerca del campamento, y se arriesgaba a ir a verla de vez en cuando. En una de aquellas visitas, una patrulla alemana le sacó de la cama de madrugada, y el Turronero supo quién lo había delatado, porque el único que conocía aquella dirección era otro guerrillero que solía bajar al pueblo con él. Mientras los nazis se lo llevaban, gritó su nombre. Después fue a parar a Mauthausen y no volvió, pero su mujer jamás olvidó aquel grito. Cuando Ignacio, Aurelio y Amadeo se enteraron, anduvieron buscando al traidor para matarlo, pero nunca lo encontraron.

A cambio, una noche, en un café que frecuentaban casi a diario, el Abogado reconoció a un chico muy joven, resuelto y sonriente, que se llamaba Julio Carrión González, y era el hijo mayor de aquella mujer tan encantadora que se llamaba Teresa y había sido la maestra socialista de Torrelodones.

Raquel colocó el péndulo caótico encima de la mesilla, delante de la foto de sus abuelos. Le gustaba mirarlo, y a mí me gustaba ver cómo lo miraba, porque sus labios acusaban la impredecibilidad del movimiento con una sonrisa perpetua y sin embargo elástica, cambiante, que crecía, y se encogía, y volvía a crecer en cada enloquecido capricho de la bola roja, de la bola negra, sin borrarse nunca, sin dejar nunca de ser una sonrisa.

—Es como si se persiguieran, ¿verdad? —me dijo una vez, al principio—. Y es imposible, porque las dos están sujetas al mismo eje, pero cuando cambian de sentido y empiezan a girar tan deprisa, parece que la una intenta coger a la otra, y luego se cansa, y por eso se para, y entonces, de repente, la perseguida se convierte en perseguidora, y es como si todo volviera a empezar, pero al revés...

—¿Te gusta, eh?

—Mucho.

—Si lo llego a saber, no te lo regalo.

—¿Por qué?

—Porque no me haces ni caso, Raquel. Estás todo el rato pendiente de él.

—¡Oh! —entonces se volvía hacia mi lado, ponía los ojos en blanco, fingía una repentina expresión de escándalo, me abrazaba, sonreía, se disponía a estar pendiente de mí—, Álvaro...

Desde mi lado de la cama, la visión del péndulo interfería con la de la foto que estaba detrás. La bola del elemento exterior ocultaba y revelaba la imagen del tanque a intervalos rítmicos, rigurosos, extremadamente previsibles, y tan desvinculados en apariencia del descarado coqueteo de las bolas más pequeñas, que ahora tapaban un rostro, y luego otro, más tarde ninguno y por fin los dos, como si todo no fuera la misma cosa. El todo se había convertido en un término problemático para mí, una nueva gota de disolvente sobre la apacible llanura que había empezado a accidentarse cuando otro concepto esencial, dos palabras transparentes y sólidas como una viga maestra, mi padre, cedió a las primeras grietas. A veces, al mirar el péndulo al que los ojos de Raquel retornaban sin solución una y otra vez, pensaba que aquel artefacto ingenioso, pero inocente, era una representación exacta de mí mismo, un buen chico, un buen hijo, un buen ciudadano, un hombre corriente, hasta vulgar, a quien nunca le pasaba nada que no estuviera más o menos programado, y el caos amable y doloroso, placentero y amargo, estable a su manera y precario siempre, que le estaba desordenando por dentro.

En los primeros tiempos de mi historia con Raquel, ese diagnóstico, certero en la teoría, no se cumplió en la práctica, sin embargo. No me apetece hablar de tu padre, me había advertido ella en los momentos previos a la explosión callada, sigilosa, que alteró la órbita del planeta para otorgarle el privilegio de girar alrededor de sus caderas. Yo le había dicho que a mí tampoco me apetecía y había dicho la verdad. Ese pacto elemental, desnudo de argumentos, de condiciones, desarboló el fantasma de Julio Carrión González, a quien su última amante terminó de expulsar con una patada tajante, definitiva, de una realidad a la que ya jamás podría acceder. Donde no estuvo nunca fue aquí, en esta cama. Aquella aclaración fue algo más que un regalo, más que un acuerdo adicional o una garantía que yo no había pedido, la confirmación puntual, oportuna, de que lo que pudiera suceder entre ella y yo no sería jamás una continuación de lo que hubiera tenido ella con mi padre en aquel ático de la calle Jorge Juan.

Con la revelación de Encarnita pasó algo parecido. Esa historia siempre fue muy misteriosa, había dicho ella, y con eso me di por satisfecho, porque después de examinarla sin demasiada atención, concluí que sus términos encajaban aceptablemente con la versión oficial. Mi madre veraneaba en Torrelodones de pequeña, mi padre la conoció allí y luego, muchos años después, le dio trabajo para ayudarla a escapar del tiránico control de la abuela, que pretendía tenerla encerrada en casa todo el día. Se enamoraron, se casaron y tuvieron cinco hijos, yo el cuarto. Que Mariana hubiera acudido a la Guardia Civil para decir que mi padre se lo había robado todo, y que en lugar de la casita de alquiler situada junto a la estación, su reclamación aludiera a uno de los chalés más valiosos del pueblo, no había podido ser un simple malentendido, pero dejó de tener importancia en el momento en que la despojada se convirtió en la madrina de la boda de su única hija con el supuesto autor de su ruina. Ese detalle bastaba para justificar la versión edulcorada y ambigua que habíamos recibido sus nietos, y relegaba el misterio de Encarnita a la categoría de un simple lío de familia, esos conflictos relevantes siempre para los protagonistas pero nimios para cualquier testigo imparcial. A aquellas alturas, yo ya no era otra cosa, y tampoco tenía ganas de hablar, de pensar en eso.

En los primeros tiempos, sólo pensé en Raquel, en su cuerpo, en su piel, en sus gestos, en su manera de sonreír, de ponerse seria, en su forma de mirar, de mirarme, y en el despojo seco y sin sentido en el que la ausencia de todas esas cosas convertía mi cuerpo, condenando mis ojos a una impotencia peor que la ceguera, porque no les impedía seguir contemplando la trivialidad, un conjunto de formas y colores pálidos, deslucidos, irritantemente idiotas, que se empeñaban en seguir existiendo a mi alrededor. El tiempo se llamaba Raquel, los días, las horas, los minutos, los segundos se definían por ella y hacia ella, y sólo existían dos momentos en mi vida, los que ganaba a su lado y los que perdía por las esquinas de un mundo que la proclamaba en cuanto contenía, las personas y los objetos, los paisajes y los edificios, la luz y la sombra, porque en todas partes la veía y en todas me dolía no poder mirarla. Caí por esa pendiente tan deprisa que no llegué a cobrar conciencia de mi propia velocidad, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que me pasaba, mi vida ya se había convertido en algo menos que una coartada, un simple envoltorio que me consentía vivir una vida más grande que la mía y que se llamaba Raquel, igual que el tiempo.

Ella nunca me frenó, nunca me puso límites. Aquella primavera magnánima, paradigma y resumen de todas las primaveras, bendijo cada uno de nuestros encuentros con el don de la facilidad, una fluidez ligera, continua, soleada y casi crujiente. La armonía nos mantuvo protegidos, seguros, entre las cuatro esquinas de una cama donde sólo existían el sexo, la risa, la complicidad liviana y confidencial que es propia de los amores adolescentes y algo más, algo más grave, más necesario, que acertaba a sentir conmigo, en mí, que la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del Sol justo debajo de nuestros cuerpos desnudos y enlazados. Más allá estaba todo lo demás. Más allá estaba el invierno, el hielo, la condición resbaladiza y sucia de una nieve fea, terrosa, manchada de barro y deshecha sólo a medias por las pisadas de la gente, mucha gente inocente y culpable, leal y traidora, consciente o no de la herida que sus pasos iban abriendo en las heladas aceras del futuro de sus hijos, de sus nietos, un horizonte culpable, desolado, distinto del paisaje limpio y envuelto con astucia en un bonito papel de colores brillantes que alguna vez ellos creerían heredar. Más allá estaba el invierno, pero yo no fui capaz de presentirlo, y así dejé pasar el tiempo, sin preguntas, sin respuestas, sin silencios.

Raquel lo sabía todo, siempre lo había sabido todo y que, en algún momento, el mundo que sosteníamos entre las manos con la indolente naturalidad de dos príncipes herederos, estallaría en el aire como una pobre burbuja de jabón. Yo no sabía nada excepto que no quería saber, no todavía, mientras mi vida se iba convirtiendo en algo menos que una coartada, el envoltorio de la única vida verdadera, la que nacía en el instante en que mi dedo índice temblaba contra el botón de un portero automático.

—Hola, soy yo.

—Sube.

Siempre decía lo mismo, sube, una orden, una súplica, una respuesta o la mitad de una contraseña vital, clandestina. Sube, decía, y yo subía, y a veces la había llamado antes, y a veces no, pero siempre la encontré al otro lado del timbre. Entonces, el clima aún era templado, la primavera aún no necesitaba desembocar en el verano y a mí todavía me bastaba con necesitar a Raquel. Esa necesidad era todavía un bien, un privilegio capaz de dilatarse en el tiempo, de llenar con holgura los fines de semana, dos días enteros, hasta tres, en los que lograba gobernar con firmeza su ausencia y mi ansiedad, atesorar mi deseo como un avaro que se esconde para contar sus monedas, retrasar a conciencia, con la morbosa serenidad de un místico o un faquir profesional, un placer complejo, difícil de definir, hecho de júbilo, y de experiencia, y de conocimiento, y de memoria, y de alivio, y de impaciencia. Todo lo que sentía cuando escuchaba ese verbo, sube, esa voz que me salvaba la vida sin haberme dado aún noticias de la muerte.

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