El corazón helado (36 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Oye, que te estoy alabando —insistió, cogiéndome por los hombros, después de que respondiera a su enhorabuena inicial con un simple movimiento de cabeza—. A-la-ban-do, ¿lo entiendes? Estoy reconociendo en voz alta que a lo mejor estaba equivocado. Si eso no es suficiente, ya me dirás lo que hace falta para ablandar tu vanidad...

—Que sí, que me alegro, y te lo agradezco mucho, de verdad —le respondí—. ¿Cómo va la campaña?

—¿La campaña? —frunció las cejas y se acarició la barba, mientras me miraba como una madre preocupada por el acceso de fiebre de su único hijo—. La campaña va muy bien, ganamos seguro, pero tú estás fatal, Alvarito.

—Sí, eso es verdad. No estoy nada bien.

Miré a mi alrededor y vi a Mai al fondo, muy entretenida, charlando en el centro de un grupo. No era probable que me echara de menos en un buen rato, así que cogí a Fernando de un brazo y me lo llevé a un rincón, detrás de los paneles.

—No te lo vas a creer, pero...

Él me miraba con una expresión seria, preocupada, muy distinta del gesto travieso que había adoptado para preguntarme si tenía un lío un par de semanas antes, en el pasillo de mi casa. Seguramente esperaba una revelación grave, dramática, la noticia de una enfermedad o el estallido de un problema insoluble. Con los años, Fernando había desarrollado un pesimismo metódico que se imponía a su verdadero carácter, fuerte, animoso, para desembarcarle en largos y monótonos periodos de melancolía, tan intensos que a veces le obligaban a conectar una especie de piloto automático que le convertía en el doble de sí mismo, un hombre de su edad, su cara, su cuerpo, que seguía hablando con la misma atronadora voz, se reía con las mismas ruidosas carcajadas, daba sus clases con la solvencia mecánica de un autómata, y se pasaba las horas muertas en su despacho sin hacer nada, con las manos cruzadas sobre la mesa y el paladar amargo a fuerza de repetir que todo es un asco. Hasta que la sombra del menor contratiempo se perfilaba en el horizonte y entonces sí, entonces reaccionaba con una pasión, una entrega y una capacidad de trabajo asombrosas incluso para mí, y tal vez superiores a las que era capaz de desarrollar a los veinte años. En aquella época, yo le había dicho una vez, en broma, que la necesidad de conspirar era el principal rasgo de su naturaleza, que había nacido conspirador, como podría haber nacido artista, o sordo, o habilidoso. El tiempo me había dado la razón. Fernando no sabía estarse quieto, no había querido, no había podido aprender a dejar pasar las horas, los días, las semanas, en los niveles de actividad sostenida, rutinaria, que para los demás definían la madurez y para él no eran más que otro nombre de la inactividad. Desde que nos conocimos, había cambiado mucho más que yo, quizás porque había tenido más razones para cambiar, porque le habían pasado muchas más cosas, buenas y malas. Guardaba memoria de todas ellas, y por eso, incluso inmerso en el frenesí de una campaña electoral, que era lo que más le gustaba en este mundo, la experiencia de su pesimismo ya le había preparado para lo peor antes de que yo encontrara una forma de empezar.

—Bueno, resumiendo... —al final me lancé sin paracaídas—. Mi padre tenía una amante.

—Joder, pues me alegro por él, me habías asustado, coño... —se frotó la cara y se me quedó mirando con una sonrisa maliciosa—. Así que tu padre tenía una amante, mira por dónde... ¿De toda la vida, o más joven que él?

—Más joven que yo —hice una pausa, le miré, y opté por una repetición enfática—. Más joven que nosotros, Fernando.

—¿Qué? —aquel dato le desconcertó tanto que se quedó serio, callado, antes de pasar por todas las etapas de un proceso que yo conocía muy bien y que culminó con un ataque de risa—. Joder con don Julio, pero qué hijo de puta, con lo formalito que parecía, será cabrón...

—Sí, en fin... —yo recuperé en el suyo mi primer regocijo y me reí con él—. Pues eso es lo de menos.

—Pero... —y de repente se me quedó mirando con ojos de alucinado—. ¿Lo sabe todo el mundo? Quiero decir, ¿tu madre...?

—No, ni siquiera Mai. Sólo lo sé yo. Y ahora, tú.

Le conté con el menor número de palabras que pude utilizar todo lo que había pasado desde el día del entierro hasta la noche anterior sin pararme a resolver sus dudas, a contestar a sus preguntas, no teníamos tiempo para eso y se lo dije, y que nada de lo que le estaba contando era tan importante como parecía.

—¿Y esto es lo de menos? —me preguntó al final, instalado ya en una confusión completa que me resultaba tan familiar como su risa previa—. Pues no sé qué será lo de más.

—Lo de más... —tomé aire, le miré, y decidí seguir hasta el final—, lo de más es que anoche estuve a punto de acostarme con ella. Pero a punto, en serio. ¿Tú sabes lo que es a punto? Pues eso. Porque se dio cuenta y de repente miró el reloj y dijo que se le había hecho muy tarde. Sólo por eso, que si no... No te lo vas a creer, pero hacía muchísimo tiempo que una tía no me gustaba tanto, y es más... —hice una pausa, renuncié a mirarle, y tomé otra decisión sin saber si era la mejor, sin saber ni siquiera si era buena—. No sé si alguna tía me ha gustado tanto alguna vez en mi vida. Y ya sé que todo es absurdo, y un disparate o algo peor, pero... esto es lo que hay.

Levanté la cabeza y me encontré con su cara, y en ella un gesto de inexpresividad casi total, la mirada fija, las cejas en su sitio, la boca abierta.

—¿Estás hablando en serio?

—Sí.

—¿Seguro? —asentí con la cabeza y él frunció las cejas, como el primer indicio de que estaba saliendo del pasmo—. O sea, que no te estás quedando conmigo, no me estás tomando el pelo, no es una broma.

—No. De verdad que no.

—¡Joder! —el volumen de su voz se incrementó hasta rozar los límites del alarido mientras se frotaba la cara hasta cubrírsela del todo con las manos—. ¡La hostia! —se destapó la cara, se echó a reír y me arrastró a su risa—. Para que luego digan que lo de la herencia genética es una tontería. ¿Y qué piensas hacer?

—Pues... —medité un momento antes de responder— nada. Lo más probable es que no haga nada, porque lo más probable es que no la vuelva a ver. Ya lo hemos arreglado todo, no nos quedan asuntos pendientes.

—Excepto esto.

—Sí, pero esto sólo me afecta a mí.

—Eso no lo sabes, Álvaro —y ya estaba pensando en otra cosa—, eso nunca se sabe.

Elena Galván tenía el pelo muy negro, los ojos muy negros, la nariz grande, los labios finos y los rasgos duros, una expresión trágica, afilada, sobre la que ella bromeaba antes que nadie. No me podía llamar de otra manera, ¿no?, decía al presentarse, mientras dirigía un dedo burlón hacia sí misma, con esta cara tan griega... Cuando terminaba de decirlo, la sonrisa había suavizado su rostro de tal manera que parecía otro. Yo no llegué a ser su profesor, pero cuando volví de Estados Unidos su expediente aún era legendario, y seguía sobresaliendo sin piedad entre los demás becarios porque su elevada inteligencia no la estorbaba para ser muy lista, una aparente paradoja que no resulta serlo tanto entre los jóvenes brillantes y ambiciosos. Elena Galván cumplía ambas condiciones, y era además encantadora, generosa, divertida y amable con todo el mundo. Tenía las ideas muy claras, daba gusto trabajar con ella y sentía devoción por José Ignacio, por eso no me extrañó que en el curso siguiente empezáramos a ser siempre cuatro en el bar, en el comedor, en las copas de después de clase. Al principio pensé que el profesor Carmona había decidido cobijar a un nuevo polluelo bajo sus alas, lo había hecho con alumnos menos valiosos que Elena, pero un día no pudo acompañarnos a comer y cuando ella se levantó para ir al baño, yo ya había comprendido que estaba equivocado. No me lo habías contado, cabrón, le dije a Fernando, y él se echó a reír. No tengo nada que contarte, respondió luego, no ha pasado nada todavía. Pero va a pasar, vaticiné, y él cruzó los dedos.

Lo que pasó duró casi dos años y fue tremendo. Si Elena Galván alguna vez pareció griega de verdad, fue la mañana en la que entró en mi despacho para despedirse, la piel tirante, pálida como un pergamino, dos cuencas oscuras debajo de los ojos. No me compadezcas, me dijo mientras la abrazaba, ocúpate de tu amigo, que está peor que yo, y todavía le queda mucho por empeorar, no creas... Era una mujer enamorada, despechada y harta, pero sus palabras adquirieron una resonancia metálica, peculiar, antes de llegar a mis oídos, como si su voz cobijara de pronto el inexorable aliento de la sibila. En aquel momento supe que se cumplirían. Y se habían cumplido.

Vete con ella, le había dicho a Fernando la noche anterior, una de tantas noches iguales, las noches de Elena, el mismo bar, las mismas copas, la misma conversación con una idéntica proporción de dudas y de certezas, de propósitos y de incertidumbres, antes y después de su despedida, cuando él todavía estaba a tiempo y cuando todo el tiempo se había agotado ya. Vete con ella, repetí después de un rato, y no me había olvidado de Nieves, que se parecía un poco a Mai, porque eran primas hermanas, y que era más mona que Elena, y mucho menos atractiva en cualquier otro aspecto, pero también amable, y cariñosa, y buena en el mejor sentido de esa palabra, una buena mujer para su marido, una buena amiga para sus amigos. Nieves no se merecía esto, nunca se lo había merecido, yo estaba seguro porque la conocía desde hacía muchos años, todavía no habíamos acabado tercero cuando se convirtió en la novia de Fernando y siempre me había caído bien, le tenía mucho cariño. ¿Me voy con ella?, me preguntó él aquella noche, cuando ya le había dicho dos veces que lo hiciera. ¿Qué es lo que está pasando, Álvaro? Mai me había hecho otra pregunta cada pocos días durante largos meses, tú tienes que saberlo... Mientras pude, le contesté que no, que no tenía ni idea, y después le pedí que no volviera a preguntármelo. No me pidas que te cuente eso, Mai, no me lo pidas porque sabes que no puedo hacerlo.

No llevábamos mucho tiempo viviendo juntos, aún no estábamos casados. Te importa más tu amigo que yo, me dijo por fin, cuando todo estaba empezando a llegar a su límite, es eso, ¿no?, no, no es eso, piénsalo un poco, no, no quiero, no me da la gana de pensarlo, bueno, pues allá tú... ¿Me voy con ella, Álvaro?, volvió a preguntarme Fernando aquella, la última noche, el mismo bar, las mismas copas, la misma conversación de siempre. Elena no se merece esto, pensé, nunca se lo ha merecido, y él tampoco se lo merece, son dos contra una, yo también estaba seguro de eso, de que Nieves nunca ganaría del todo, de que Fernando y Elena ganarían o perderían juntos, y sin embargo no volví a decirle que se fuera con ella, no me atreví. Y yo qué sé, contesté en cambio, porque ya se lo había dicho dos veces y él parecía no haberme escuchado, si lo estás dudando tanto... No lo sé. La verdad es que no lo sé... Pero sí lo sabía.

En aquel mismo instante, Fernando Cisneros empezó a pensar que el mayor error de su vida era no haberse marchado con Elena Galván. Eso no es verdad, no puedes saberlo, yo acabaría aprendiéndome de memoria aquel discurso a fuerza de repetirlo, no puedes saber qué estaría pasando ahora si vivieras con Elena, no es lo mismo acostarse con una mujer que vivir con ella, igual os estaríais tirando las cacerolas a la cabeza todos los días, no puedes estar seguro de nada, piensas que ella es el gran error de tu vida sólo por eso, porque no lo sabes. Él me escuchaba con mucha paciencia, y asentía en silencio sólo para repetir al final que el mayor error de su vida había sido no marcharse con Elena Galván, y yo me quedaba sin fuerzas para seguir porque estaba más de acuerdo con él que con mis propias palabras, aunque nunca se lo diría, y nunca le diría que ya se lo advertí.

La profecía de Elena se había cumplido desde el principio, y seguía cumpliéndose en algún momento de todos los días. Yo había vuelto a verla muchos años después, una tarde de diciembre, en la calle Preciados. Había ido con Miguelito a ver las luces de Navidad, ella iba de compras con su marido, un hombre de su edad, con buena pinta, que llevaba en una mochila a una niña de un año, embutida en un buzo de colores. Fue Elena quien me vio a mí, y al principio me costó reconocerla porque había engordado un poco, se había cortado el pelo y estaba mejor que antes, más guapa, sin esa tensión dramática, exangüe, que había acentuado sus rasgos de máscara trágica durante los últimos meses que pasó con Fernando. Entonces me acordé de José Ignacio aquella mañana de las despedidas, cuando entró en mi despacho gritando cinco minutos después de que ella se hubiera marchado, pero, bueno, ¿qué pasa aquí?, ¿nos hemos vuelto locos o qué? No sé de qué me hablas, le dije, porque no tenía el cuerpo para preguntas retóricas. Elena Galván me acaba de decir que se va, me explicó, que ha aceptado una oferta de la Universidad de Castilla la Mancha, y yo, la verdad, es que no lo entiendo... ¿Es que este departamento puede prescindir de los mirlos blancos, así, alegremente? No puede ser, hay que hacer algo, mejorarle el contrato, sacarle una plaza, lo que sea, no se puede marchar, no podemos... No es eso, José Ignacio, le interrumpí por fin, no es eso. Elena y Fernando llevan dos años liados. No ha sido un rollo esporádico, ni una juerga de congreso en congreso, ha sido algo más grave, muy grave, diría yo. Él no se ha decidido a dejar a su mujer y ella ha optado por marcharse lejos, su contrato no tiene nada que ver, no va a quedarse por mucho que se lo mejores. José Ignacio me miró como si acabara de revelarle que los dos éramos extraterrestres, y luego se quejó en voz alta. ¿Y conmigo qué pasa...? ¿Cómo es posible que yo nunca me entere de nada? Me limité a sonreír mientras el estupor se afianzaba en su rostro. Pues te voy a decir una cosa, intentó concluir cuando se lo sacudió, total, para lo que hace... No, no la digas, le pedí. No la digo, ¿no? No, por favor. Pues tendremos que llevarnos a ese imbécil a comer, eso sí, concedí, ya he quedado yo con él...

Total, para lo que hace, ya se podía marchar él y dejarnos a Elena aquí, habría dicho José Ignacio si yo se lo hubiera consentido, y después se habría arrepentido hasta el punto de desear arrancarse la lengua de cuajo. Le conocía muy bien, aunque no tanto como a Fernando, que recordó lo mismo que yo, y en el mismo orden, durante la pausa que su ensimismamiento abrió en mi confesión. Habían pasado casi siete años desde que la vio por última vez, casi seis desde que no había vuelto a hablar de ella excepto para ponerla a la cabeza de la lista de sus errores, se llevaba tan bien con Nieves como antes, como siempre, hasta donde yo sabía no había vuelto a serle infiel, pero Elena Galván todavía formaba parte de sus reflejos automáticos. Quizás nunca los abandonaría del todo.

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