En ese momento, dejé de estar nervioso, dejé de estar inquieto, dejé de vigilarla, de temerla, de estudiarla, porque empecé a sentirme como un imbécil, pero no como un imbécil cualquiera, sino como el más ingenuo, presuntuoso, incapaz, desvalido y soberbio de los imbéciles que hayan existido jamás. La conciencia de mi imbecilidad me paralizó, me dejó vacío, cansado, furioso conmigo mismo. Márchate, Álvaro, logré decirme al fin, con la última fibra de compasión que me quedaba, que la entretenga su puta madre, y sin embargo no me moví, sostuve su mirada y no me moví. Me había estafado, me había atraído a su lado con engaños, me había hecho una promesa que tal vez no cumpliera jamás, y todo para jugar conmigo, para tomarme el pelo, para sentirse poderosa, para dirigirme con la misma despótica naturalidad con la que había decidido dónde iba a comer yo aquel día, qué iba a comer, y con quién. Márchate, Álvaro, pensé, que pague ella sola todo lo que ha pedido, y sin embargo me quedé, porque se había pintado los labios antes de salir de trabajar, porque tenía la respuesta a todas mis preguntas, y porque no me cansaba de mirarla.
—¿Qué quieres saber?
Antes de contestarme con palabras, me respondió con una sonrisa radiante, como si estuviera al cabo de mi negociación interior y quisiera celebrar su triunfo.
—Pues, no sé... —se paró a pensarlo, y estaba fingiendo, y yo me di cuenta—. Cuéntame cosas de la empresa de tu familia. ¿Qué cargo ocupas tú, exactamente?
—Ninguno —contesté, y me sentí mucho mejor.
—¿Ninguno? —y sólo entonces debutó en las pausas, en las frases hechas, en los puntos suspensivos—. Pero tú...
—Yo nada —y por primera vez, fui yo quien sonrió—. Soy el único de mis hermanos, de los varones, quiero decir, que no trabaja en las empresas de mi padre. Mis hermanas tampoco lo hacen. La mayor es médico intensivista. La pequeña, nada, o sea, supongo que ella dirá que ama de casa.
—¡Ah! —procuró disimular deprisa su decepción—. Y... ¿a qué te dedicas?
—Soy profesor —a pesar de todo, y de sus esfuerzos por esconderla, la expresión de su rostro me hizo reír—. No es tan malo, ¿sabes?, ni tan raro. Somos un montón de millones, en el mundo.
—Ya, ya, lo que pasa es que, no sé... Bueno, claro, por eso llevas siempre esa cartera, que es como..., sí, pues de profesor. ¿Y dónde das clase, en un colegio?
—No, en la universidad —eso ya le pareció mejor—. En la Autónoma. En la Facultad de Físicas.
—De Físicas... De Física de la de las palancas, quieres decir, ¿no?
—De Física. De la única que hay —ahora era yo quien se estaba divirtiendo, y me permití ser condescendiente—. De la de las palancas, sí. De la de las potencias, y las velocidades, y las densidades, y los pesos, y las inmutables leyes del universo.
—¿Y eso te gusta?
—Lo que más.
—Yo la suspendía casi siempre, en el colegio... Y eso que solía sacar sobresaliente en matemáticas, no creas.
—Tendrías malos profesores.
En ese momento trajeron las entradas y ella se aplicó a servirlas con una extraordinaria diligencia. Está intentando reprogramarse, adiviné, encontrar otro camino, otro sistema, otro itinerario que la conduzca a la meta que le interesa, pero no lo tiene fácil. Y sin embargo, cuando estaba a punto de apiadarme de ella, su siguiente pregunta me reveló que no estaba dispuesta a dar nada por perdido.
—¿Y qué enseñas exactamente? —cualquiera que la oyera habría pensado que le interesaba saberlo de verdad.
—Pues, este año, una asignatura troncal de primero que se llama Principios de Física, dos cuatrimestrales de segundo ciclo y un curso de doctorado.
—¿Hoy has dado clase? —afirmé con la cabeza—. ¿Y de qué has hablado?
—Del todo. Y de su compleja relación con las partes —cogí una de las tostadas que ella me había puesto en el plato y la mordí—. Pues sí que son buenas las anchoas...
—No te entiendo —me dijo—. ¿Cómo va a ser compleja la relación entre el todo y las partes? Sólo hay una, y es evidente. El todo es la suma de las partes, eso lo sabe hasta un niño de primaria. Y no tiene nada que ver con la Física.
—¡Ah! ¿No? —sonreí desde muy arriba y me gustó, porque aún no podía calcular el quebranto de mi futura caída—. ¿Estás segura?
A aquellas alturas, estaba muy claro que a ella sólo le interesaba ganar tiempo, porque sus planes, cualesquiera que fueran, habían fracasado. Hasta hacía sólo un momento, su dominio de la situación era tal que no se había tomado la molestia de esconder sus cartas. Todas estaban ahora delante de mí, como si las hubiera desplegado encima de la mesa. Pretendía sacarme una información que yo no le podía dar, pero la maquinaria estaba en marcha, ella misma la había diseñado, le había dado cuerda, y apenas había dispuesto de tiempo para asimilar su traición, para tragarse el discurso que se había vuelto en su contra. Porque todo lo que había dicho era verdad. Ya habíamos pedido la comida, nos la iban a traer y tendríamos que comérnosla, nos quedaba una hora por delante, había que llenarla de palabras, de gestos, de acciones, y sólo yo podía hacerlo. Así que me propuse disfrutar de la situación, calculé que ella no podía sentirse ahora menos imbécil de lo que yo me había sentido sólo unos minutos antes, y decidí lucirme.
—Por lo que se puede deducir de tus palabras, supongo que tú estudiarías esa especie de pseudociencia, rastrera en sentido literal y limitadísima en el plano teórico, que se llama Economía, ¿no? —ella se echó a reír y me dio la razón con la cabeza—. Claro. El problema de los economistas es que sois extraordinariamente arrogantes. Carecéis por completo de la humildad intelectual que se adquiere al trabajar con horizontes amplios. No te voy a discutir la brillantez de Marx, eso de que la economía mueve al mundo, pero deberías tener en cuenta que el mundo es una cosa, muy pequeña, por cierto, y el universo otra, muchísimo más grande, hasta el punto de que no sólo contiene al mundo, sino que éste representa apenas una insignificante brizna, y aún no sabemos cuánto, de su totalidad. Y fuera del reducidísimo ámbito de la economía, que se circunscribe al insignificante ámbito del mundo, el todo no tiene por qué equivaler a la suma de las partes. De hecho, podríamos decir que el todo sólo es el resultado de la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.
—¿Y sánscrito, no hablas? —sonreía, se estaba divirtiendo, yo también.
—No es tan difícil, te lo voy a explicar, verás... Te voy a poner un ejemplo clásico, facilito, relacionado con la vida cotidiana, que les he puesto a mis alumnos en clase, esta mañana. Eran de primero, así que, aunque seas economista, procura quedar bien.
—Lo intentaré.
—Supongamos que tenemos dos habitaciones comunicadas por una puerta. En la primera, hay un niño llorando. Lo llamaremos A. En la segunda, hay otro niño y también está llorando. Lo llamaremos B. Mientras la puerta está cerrada, la suma de A más B, a la que llamaremos X, equivale efectivamente al total del llanto que podemos escuchar —hice una pausa mientras el camarero servía los segundos platos, dorada a la espalda para ella, solomillo de ternera a la plancha para mí—. Veamos ahora qué ocurre si abrimos la puerta, es decir, si permitimos que las partes se interrelacionen entre sí. Aquí la situación se complica, se hace mucho más compleja de lo que parece, porque puede ser que A y B decidan seguir ignorándose, que se den la espalda y sigan llorando igual que antes. Pero también puede ser que A sienta una curiosidad repentina por el llanto de B, y deje de llorar para quedarse mirándole. Y puede ser que ocurra lo contrario, que sea B quien dejé de llorar al percibir el llanto de A. Con suerte, A, o B, cruzará la puerta para jugar con su compañero, y si logra convencerlo, entonces el llanto cesará por completo. Con mala suerte, A, o B, furioso como consecuencia del berrinche, atacará al contrario, los dos se enzarzarán en una pelea, se pegarán, se harán daño, y su llanto crecerá, se hará más violento, más desesperado y, en consecuencia, más sonoro. ¿Lo entiendes?
—Sí. Eres un buen profesor.
—Desde luego que lo soy —sonreí—. Y, por tanto, espero que ya hayas comprendido que X puede resultar igual, mayor o menor que la suma de A más B. Eso depende de la interrelación de las partes. Por eso, sólo podemos afirmar con certeza que el todo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.
—Vale. ¿Y eso para qué sirve?
—Desde luego, no hay quien os aguante... —se echó a reír, estaba mucho más guapa cuando se reía—. ¿Que para qué sirve? Pues para comprender cómo suceden las cosas. ¿Te parece poco? Para intentar formular reglas que alivien la insoportable angustia de nuestra existencia en esta miserable brizna de la inabarcable inmensidad del universo que es el mundo. Y, descendiendo al plano primario, elemental y rastrero al que se limitan los intereses de los economistas, para definir las catástrofes naturales, por ejemplo. Una emergencia, sin ir más lejos, es lo que ocurre cuando el todo es mayor que la suma de las partes.
—Muy bonito —y me aplaudió juntando las manos con cuidado, para no hacer mucho ruido.
—Sí que lo es. Mucho más bonito que el trabajo de cualquiera de mis hermanos. Pero muchísimo menos útil para ti, me temo.
En ese momento, una campana simbólica anunció el principio del tercer y definitivo asalto. El primero lo había ganado ella. El segundo lo había ganado yo. El tercero sería mucho más largo de lo que cualquiera de los dos podíamos calcular en aquel momento, no tendría ningún ganador y cambiaría nuestras vidas para siempre.
—Porque tú piensas que te he traído hasta aquí para averiguar cosas sobre la empresa de tu padre —avanzó por fin, con cautela—, cosas que tú no sabes y tus hermanos podrían haberme contado.
—No lo pienso —contesté, celebrando que hubiera decidido afrontar mi curiosidad de una vez—. Lo sé. Tú me lo has dicho antes.
—No exactamente —parecía tranquila.
—Pero tu relación con mi padre tiene que ver con sus negocios.
—¿Eso es lo que crees? —sonreía.
—Es una de las dos posibilidades que barajo —su sonrisa me había desconcertado, pero ya no podía volverme atrás—. Que mi padre tuviera negocios sucios y tú hubieras intervenido de alguna manera en ellos. Como agente, como cómplice, o quizás, simplemente, como testigo.
Valoró mis palabras durante unos segundos, sin dejar de mirarme, sin dejar tampoco de sonreír.
—¿Quieres un postre? —negué con la cabeza—. ¿Un café? Espero que no te lo dejes entero, como el último al que te invité... —llamó a un camarero, le pidió dos cafés y me miró—. Tu padre tenía negocios sucios, Álvaro, todos los empresarios de su nivel los tienen. Yo conozco un par de ellos, y son sucísimos, te lo aseguro. Ni te imaginas cuánto. Pero mi relación con él no tiene que ver con sus negocios, ni con los sucios ni con los limpios.
—Entonces... —pero no fui capaz de acabar la frase.
—¿Entonces? —preguntó ella.
—Entonces...
Lo intenté por segunda vez, y por segunda vez renuncié antes de tiempo. Era verdad que manejaba otra hipótesis, pero estaba tan convencido de que la primera era la buena, que la segunda no había sido más que una especie de ejercicio de masoquismo intelectual, una pura especulación sin más fundamento que su compatibilidad con los datos del problema, y cuyas consecuencias, sin ser exactamente terribles ni escapar de los límites de lo posible, incluso de lo frecuente, sobre todo en este país, en aquella época, resultarían como mínimo amargas, y muy difíciles de procesar para todos los miembros de mi familia. Y sin embargo, era verdad que manejaba otra hipótesis, la elaboración de una sospecha que había brotado por sí sola el día que la descubrí en el cementerio de Torrelodones, cuando todavía no la había visto de cerca, cuando aún no era capaz de memorizar su rostro y me pareció atrapar un rasgo familiar en su perfil, un destello borroso, huidizo, que se perdía al mirarla de frente. Ahora, mientras la tenía delante, al otro lado de la mesa, esa impresión se desvaneció en un momento, como una pompa de jabón, pero entonces me había impulsado a preguntarle a mi madre si aquella desconocida no podría ser una pariente lejana, y esa pregunta no le había gustado, y yo me había dado cuenta. Después me había fijado en que tenía los dientes separados, pero ese rasgo no la vinculaba con mi padre, sino con su viuda, y sin embargo aquella idea ya estaba instalada dentro de mí y no pude dejar de contar con ella. Es absurdo, imposible, me dije. No puede ser. Y sin embargo, seguía encajando con los datos del problema.
—Entonces —dije por fin—, puede que seamos parientes.
—¿Sí? —y sonrió de entrada, pero luego se puso seria—. ¿En qué grado?
—No te ofendas, pero... Se me ha ocurrido... Sin ninguna razón, que conste —maticé—, sólo por especular, pero... —tomé aire y lo solté de un tirón—. ¿Puede ser que tú seas hija de mi padre?
Estaba bebiendo agua, y su primera reacción, a medio camino entre la sorpresa y la carcajada, fue dejarla escapar en una especie de cascada frenética que lo puso todo perdido, los platos, las copas, el mantel, y a mí mismo.
—Lo siento —se reía mientras se limpiaba la cara con la servilleta, y se me quedó mirando y volvió a reír, hasta que se le saltaron las lágrimas de la risa—. ¿Ves? Éstos son los riesgos que se corren al comer con alguien con quien no se tiene demasiada confianza, perdóname, lo siento mucho...
—No eres hermana mía —concluí con alivio, mientras ella alargaba la mano para limpiarme la barbilla con una esquina seca de su servilleta, y en ese momento, y a pesar de la tensión que flotaba sobre el aparente buen humor de aquella escena, fui perfectamente consciente de que, dejando al margen los protocolarios apretones de manos del jueves anterior, aquélla era la primera vez que Raquel Fernández Perea me tocaba, aunque fuera a través de una tela.
—No, desde luego que no. Y además, soy una chica bien educada. Lo siento mucho, en serio, lo que pasa... —volvió a reírse—. Es que me he acordado de mi padre, el pobre, y... Mi padre se llama Ignacio, es ingeniero de telecomunicaciones y veinte años más joven que el tuyo. No se parecen en nada, de verdad, pero en nada de nada, son los dos hombres más diferentes que puedas imaginarte. Mi madre se llama Raquel, estudió Historia del Arte, tiene una tienda de marcos y, hasta donde yo sé, siempre ha sido una esposa ejemplar, pobrecita. No sé cómo se te ha podido ocurrir una cosa así...
Yo no despegué los labios. Ella todavía se rió un rato, meneando la cabeza en un gesto que revelaba un asombro limítrofe con el escándalo, y su reacción me pareció excesiva, pero no me preparó para lo que se me venía encima.