El corazón helado (92 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—No lo entiendo —Julio respondió con sinceridad a la mirada tensa y concentrada de Eugenio, y le sorprendió tanto la sonrisa pacífica que recibió a cambio que, por un momento, se olvidó de rogar para sí mismo que dejara de tocarle los cojones.

—Pues yo sí lo entiendo. Y entiendo lo que me dijo Pancho al despedirse de mí, lo entiendo muy bien. Tiene que estar usted equivocado, lo que me ha contado no puede ser verdad. No le creo, compréndame, no es que le esté llamando mentiroso, es que no puedo creerle. No puedo. Pero si puede hacer usted cualquier cosa por mi hermano... En ese momento, pensé que él y yo no éramos tan distintos, que cada cual se agarra a lo que puede para seguir tirando en este mundo de mierda. E intenté hacer algo por ellos, no sólo por Pancho, también por su familia. Hablé con Romualdo, que tiene un cargo en el Ministerio de Agricultura y está forrándose, se lo conté todo, le pedí que les echara una mano en lo que fuera, una ayuda, una subvención, un crédito sobre la cosecha, por lo menos. Él puede, ¿sabes?, no le habría costado ningún trabajo. Te lo pido como un favor para mí, le dije, ni siquiera para ellos, pero no le dio la gana. Que se jodan, me contestó. Desde entonces no me hablo con él.

Cuando salió de casa de Eugenio, Julio Carrión ya no fue capaz de percibir aquella sensación de claridad, aquel aroma fresco y distinto, como un olor a ropa recién lavada, que le había dado la bienvenida. Estaba disgustado y no tenía motivos, porque el relato de Eugenio confirmaba sus mejores expectativas, pero no logró ahorrarse un sabor amargo, como un residuo de comida podrida entre los dientes.

El hombre sin ideas no pudo explicarse por qué echaba tanto de menos al Eugenio de antes, entusiasta, fervoroso y alegre, pero en su irremediable ausencia, Madrid le pareció una ciudad triste, dura, complicada. Sus ojos encontraron los senderos trazados por la mirada de su amigo, y así, en contra de su propia voluntad, logró ver su revés, la angustia, la pobreza, la rabia domesticada de los desahuciados, y escuchó su silencio. La nostalgia del subsuelo le tentaba, pero la controló para jugar sus cartas lo antes posible, confiando en la endeblez de aquel espejismo que comprometía sus planes, su futuro. Al fin y al cabo, Eugenio Sánchez Delgado siempre había sido un bicho raro, se dijo, un hombre único, no podía haber muchos como él, y cruzó los dedos. No tardó ni dos días en descubrir hasta qué punto llevaba razón.

—¡Coño, Julito! —Romualdo le sonrió con los labios, con los ojos, con toda la cara, antes de ir a su encuentro—. No sabes cómo me alegro de verte. ¡Me cago en diez! Todos los días, cuando me levanto, me miro las piernas y me acuerdo de ti, macho. Pero, ¡ven aquí!, dame un abrazo, anda...

Aquel abrazo fuerte, prolongado y estrecho, que llamó la atención de algunos clientes, entre los que tomaban el aperitivo al atardecer en un bar caro, elegante, de la Gran Vía, fue el umbral de la nueva vida de Julio Carrión, copas, putas, reservados, cálculos, porcentajes, comisiones, cenas de madrugada, y más copas, más putas, más reservados, citas con hombres simpáticos, no tanto como él, en despachos oficiales o privados, en bares y en cafeterías, solo o con Romualdo, y otras copas, otras putas, otros reservados, y otros cálculos, otros porcentajes, otras comisiones, otras cenas de madrugada y alguna temprana, familiar, en un comedor presidido por una reproducción de la Santa Cena y una anfitriona maternal, regordeta, que no tenía ni medio polvo y siempre le preguntaba si le gustaban más las gambas o las chirlas antes de servir la sopa de pescado con un cazo de plata grabado con sus iniciales.

Romualdo solía excusar su presencia en esta clase de cristianos convites, pero estaba siempre allí, tras él, de su parte. Julio se había atrevido a decirle la verdad, y había acertado. Te debo las piernas, le contestó cuando ya amanecía el día siguiente al de su reencuentro, te debo las piernas y no me gusta deberle nada a nadie. Él le presentó a aquellos hombres, media docena de tipos bien situados, y decidió qué parte de la verdad convenía contarle a cada uno. Julio no tenía prisa, y la paciencia jugaba a su favor. Por eso esperó casi un mes, hasta que tuvo claro por dónde iba a empezar y cómo hacerlo, antes de llamar al timbre del segundo derecha de un edificio grande y elegante, señorial, cuya fachada, entre Manuela Malasaña y Carranza, ocupaba una manzana entera de la glorieta de Bilbao.

—Buenas tardes —al otro lado de la puerta, una niña mayor, tan rubia que parecía extranjera, tan alta como una mujer, se le quedó mirando con interés—. ¿Está tu madre en casa?

—No. ¿Quién eres tú?

—¡Angélica! —una chica mucho más baja y poco mayor, aunque instalada ya de lleno en la adolescencia, vino corriendo por el pasillo, agarró a la niña del brazo y la regañó en un susurro—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no abras la puerta? Para eso estoy yo aquí, ¿no? Luego viene tu madre y me echa la bronca.

La señora no estaba, había salido un momento pero volvería enseguida, claro que podía esperarla, ¿quería tomar algo? La muchacha ejecutó sin vacilar el protocolo de las visitas inesperadas y guió a Julio hasta la zona exterior de la casa, tres estancias del mismo tamaño, cuadradas y espaciosas, comunicadas entre sí por puertas correderas, que albergaban dos salones y un comedor. Antes de alcanzarlas, por una puerta abierta, a su derecha, Julio vio un despacho con las paredes forradas de estanterías repletas de libros, y tuvo la impresión de que todo, los muebles, los cuadros, los adornos, y hasta la huella imaginaria de la plata ausente que un día habría reposado sobre la superficie ahora desnuda de los aparadores, pertenecía a los antiguos propietarios de la casa y seguía reflejando sus gustos, su historia, su forma de vivir, como si un hilo invisible y delicado, capaz de imponerse a la distancia del tiempo y a cualquier otra, relacionara todo lo que estaba viendo con un piso de alquiler pequeño y abarrotado, amueblado con lo justo, en las feas afueras de París. Pensaba en eso y trataba de imaginarse a Ignacio, a María, a Paloma atravesando aquellas habitaciones, sentándose en las butacas, asomándose a los balcones, jugando, riendo, hablando de sus cosas en el mismo lugar donde él estaba, cuando la niña que le había abierto la puerta entró en el salón andando de puntillas, para no hacer ruido.

—No le hagas caso a Matilde, es muy pesada —dijo, y se sentó frente a él, al lado del balcón, en una postura muy poco natural, el torso girado en la dirección contraria a la que señalaban las piernas, un escorzo tan violento como si todos los días se dedicara a ensayar poses de vampiresa delante de un espejo—. ¿Cómo te llamas?

—Julio Carrión.

—Yo me llamo Angélica, bueno, eso ya lo sabes... —tenía los ojos muy azules y un aspecto raro, interesante, o inquietante, pensó él mientras la miraba, porque estaba demasiado desarrollada para su edad y sin embargo seguía siendo una niña, con la cara redonda, rellena, las piernas ásperas, salpicadas de rasguños, las rodillas heridas y una brusquedad que se correspondía con su edad, no con su cuerpo—. Tengo doce años, bueno, los cumplo dentro de nada. ¿Y tú?

—Veinticinco.

—O sea, que cuando yo tenga veinte, tú tendrás...

—Treinta y tres.

—Veinte y treinta y tres... —se quedó pensándolo mientras Julio pensaba a su vez que sería una pena no haberla vuelto a ver cuando cumpliera la edad que prometía—. O sea, que dentro de ocho años, ya podremos ser novios.

—¿Sí? —se echó a reír.

—Claro —ella estaba muy seria, sin embargo—. Mi padre le sacaba once a mi madre. Entre once y trece, casi no hay diferencia, ¿no?

—¿Qué haces aquí, Angélica?

Al escuchar aquella pregunta, los dos miraron en la misma dirección y encontraron a la vez, en el umbral de la puerta, a una mujer desconocida para él y tan alejada de sus cálculos como aquella niña con la que nunca había contado.

Julio no se había atrevido a esperar que Mariana Fernández Viu se pareciera a su prima Paloma, pero le sorprendió una discrepancia diferente, más profunda, que hacía difícil creer que aquella mujer apagada, con todos los botones abrochados, zapatos de tacón bajo y un sombrero negro, rígido como una cofia, encajado a presión sobre la frente, perteneciera a la misma familia que él había conocido en París. Sabía que Mariana tenía treinta y cinco años, pero de lo contrario no habría acertado a calcular su edad, difuminada por la árida, amorfa severidad de las matronas españolas que se consagran a la proclamación de su decencia, un fervor confuso, a medio camino entre la militancia pública y el compromiso íntimo, que, en su caso, ningún hombre tendría mucho interés en quebrar y del que ni siquiera la mujer más malévola se atrevería a dudar. No es que fuera fea, tampoco guapa, pero raspaba.

A Julio le sorprendió su corteza, esa leñosa condición de fruto seco tan incompatible con la gracia de su hija, que había heredado de ella el color de los ojos, azulísimos, pero no la sensualidad, ni el descaro, esa precoz consciencia de su cuerpo que le había impulsado a añorar por anticipado su madurez mientras la escuchaba programar su noviazgo. Mariana también era alta, robusta pero no gorda. Su cuerpo cuadrado, de huesos grandes, ancho y con pocas curvas, transmitía una impresión de quietud involuntaria, una pesadez cercana al cansancio que tal vez la alejaba de sus primos aún más que sus rasgos físicos.

Mientras la miraba, Julio recordó a la hermana pequeña de Ignacio, María, que tenía los tobillos gruesos, igual que ella, y el pelo castaño, del mismo color, pero nunca estaba quieta y se movía deprisa, por la calle, por la casa, en la cocina, con los niños, siempre en pos de una decisión que se extendía a su manera de hablar, de escuchar, de reírse, y que compartía, en mayor o menor grado, con sus padres, con sus hermanos, con su cuñada. Sí, es eso, pensó Julio mientras se levantaba y la veía acercarse con pasos lentos, extrañamente blandos, y un aire indolente, aburrido, que confirmó su intuición de que no estaba demasiado viva ni muy interesada por nada, por nadie.

—Buenas tardes, me llamo Julio Carrión —y extendió en el aire una mano que ella estrechó sin fuerza y sin interés, para hacerle recordar el mote que le habían puesto sus primas—. Acabo de llegar de París. Soy amigo de su primo Ignacio, Ignacio Fernández Muñoz.

—Sí, sí... Ignacio. Claro.

Pero cuando terminó de decir eso, todo había cambiado ya.

—Angélica, vete a tu cuarto.

—Pero, mamá...

—He dicho que te vayas a tu cuarto.

Cuando se quedaron solos, Julio afrontó una mirada dura que supo corregirse a sí misma tan deprisa como la sangre había sabido volver al rostro que abandonó un par de minutos antes. Mientras Angélica se levantaba, le miraba y salía del salón arrastrando los pies, las suelas de sus zapatos cifrando una nota de rebeldía inservible pero acorde al fin con su edad, Julio tuvo tiempo suficiente para contemplar una metamorfosis circular y completa, que iluminó los ojos de su madre con una frenética secuencia de luces y sombras cuya naturaleza no le sorprendió. Mariana Fernández Viu estaba muy nerviosa, pero por debajo de ese temblor, Julio Carrión percibió miedo, recelo, hostilidad, rabia, una insoluble vacilación entre dos instintos antagónicos, que le aconsejaban al mismo tiempo ponerse en contra y ganarse el favor del recién llegado, curiosidad, y mucho más miedo. Sobre todo miedo, tanto, y tan intenso, que pronto desbordó el significado de su propio nombre en beneficio de palabras más oscuras, más turbias, también más enfáticas, palidez, horror, parálisis, histeria, pánico, terror.

—No se asuste, por favor —Julio le dedicó una sonrisa encantadora que no fue bastante para disolver una mirada despavorida—. No voy a hacerle daño.

Mariana no le contestó. Se quedó quieta, agarrada a su bolso, sin moverse, sin dejar tampoco de mirarle. Al principio pensé pedirte que la mataras, recordó Julio, y se dio cuenta de que aquella mujer, sin haberla oído nunca, había escuchado esa frase muchas más veces que él, y pudo calibrar la magnitud de su miedo. No está mal que me temas, se dijo, pero volvió a sonreír antes de sentarse, y adoptó la actitud del dueño de una casa para señalar la butaca que Angélica acababa de abandonar.

—Siéntese, por favor —ella le obedeció como si acabara de darse cuenta de quién había empezado a mandar allí, pero aún sacó fuerzas de alguna parte para aparentar lo contrario.

—¿Cómo están? —el silencio de Julio la obligó a ser más precisa—. Mis primos, y mis tíos... ¿Están bien?

—De salud sí, todos bien. Los que han sobrevivido, claro, porque a Mateo lo fusilaron. Ignacio se ha casado con una chica muy guapa, aragonesa, tienen dos críos. María también se ha casado. Con un toledano, ya ve, viven en Francia pero no se mezclan con los franceses. Tiene una niña y espera otro. Paloma... Paloma no ha tenido hijos. A su marido también lo fusilaron. Eso lo sabe, ¿no?

Mariana no contestó a esa pregunta. Encogió los hombros, los brazos, cerró los ojos, se santiguó y bajó la cabeza hasta que su barbilla se encontró con su cuello, como si pretendiera ofrecer su nuca a ciegas. Julio no se apresuró a tranquilizarla.

—No voy armado —dijo después de un rato, pero ni siquiera así logró que ella lo mirara—. No soy un pistolero, ni un guerrillero, no se preocupe. Ya le he dicho que no voy a hacerle daño, pero si no se tranquiliza, no vamos a poder hablar de negocios.

Julio no tenía prisa, y la paciencia jugaba a su favor. Había tenido tiempo para elaborar una estrategia compleja, había afinado minuciosamente los detalles, había previsto que no le convenía ser explícito antes de tiempo, y por eso aquella tarde habló poco, lo justo. Cuando se marchó, lo único que Mariana sabía con certeza era que aquel desconocido tenía la sartén por el mango de un poder notarial, y que se había tomado la molestia de investigar, o hacer investigar en su nombre, el número y la calidad de los apoyos a los que ella podría recurrir en el caso de que fuera tan insensata como para dar la batalla.

—Supongo que, en aquel momento, mayo del 39, no la molestaría nadie, ¿verdad? —le había dicho—. Después de facilitar la detención del marido de su prima, socialista, profesor universitario, de una familia de profesores, de abogados, de jueces de izquierdas, y eso sin contar con los Fernández... Era una buena pieza, desde luego, un rojo notable, y en aquella época, esas cosas contaban, como es lógico. Pero ya no estamos en el 39, y éste es un país serio, así que, por mucho que su amiga Dorita y las monjas del convento de Divino Pastor hablen maravillas de usted, y que conste que no las pongo en duda, comprenderá que la situación de esta casa y de las restantes propiedades de sus tíos es muy irregular. Por eso he venido a verla, porque voy a encargarme de regularizarla, pero no se asuste, por favor. Estoy seguro de que encontraremos una solución satisfactoria para todos.

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