El corazón helado (93 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

No fue ni un milímetro más allá, y Mariana le invitó a comer un par de días después, para hablar más despacio. Aquel día, ella misma le abrió la puerta. Se había puesto un vestido de terciopelo color burdeos, tan ceñido que el tejido transparentaba la estructura de la faja a pesar de su espesura, con un escote grande, trapezoidal, adornado con un broche de bisutería a cada lado, por el que asomaba la mitad superior de unos pechos muy blancos, blandos y accidentados por una constelación de granitos que se repartían con una sorprendente vocación de equidad alrededor de algunas venas gruesas, azuladas. Para templar su frialdad, su propietaria se había pintado los labios de rojo oscuro, un color semejante al que Paloma había elegido para salir con él en París, aquella noche que ya parecía tan remota como si hubiera sucedido al otro lado del tiempo. Al verle, le sonrió con un diente manchado de carmín y un descaro improvisado y torpe que más le habría valido aprender de su hija, y Julio, satisfecho, le sonrió a su vez, mientras pensaba, anda, que lo que es conmigo, vas dada, rica...

Cuando Mariana firmó un documento por el que se comprometía a no reclamar derecho ni cantidad alguna en la primera operación de venta de los olivares de su tía María, no sabía que el dinero que Julio obtuviera después de pagar las comisiones correspondientes, no llegaría jamás a las manos de su tío Mateo. Tampoco imaginaba que aquel documento acabaría hecho pedazos muy pequeños en la primera papelera que encontró su invitado al salir a la glorieta de Bilbao.

La renuncia que había firmado no tenía otro sentido que tranquilizarla, y prestar una vaga apariencia de legalidad a una operación donde el poder notarial que había acompañado a Julio desde París actuaría como un simple guardaespaldas. Sus nuevos amigos le habían aconsejado un procedimiento mucho más complicado que una simple compraventa, que tenía el defecto de multiplicar a los intermediarios pero la virtud de blindar sus intereses frente a cualquier reclamación directa o colateral, presente o futura. Porque todas y cada una de las propiedades de la familia Fernández Muñoz ya habían dejado de ser suyas cuando fueron teniendo lugar, en un despacho cerrado con llave, a las seis y media de la mañana, sucesivas ficciones de subasta pública que se rematarían en un par de minutos, por un precio mucho menos que simbólico, a favor de la única oferta, presentada por don Julio Carrión González. En los documentos resultantes aparecían diversos nombres propios, pero nunca el de Mateo Fernández Gómez de la Riva, el de su mujer o el de cualquiera de sus hijos, que ya en aquel momento carecían de cualquier relación con las tierras, las casas que habían sido objeto de las correspondientes expropiaciones extraordinarias, amparadas por una ley, la de Responsabilidades Políticas, que había sido derogada dos años antes, pero nunca con anterioridad a la fecha que misteriosamente figuraba en cada expediente.

El mismo día en que el primer documento firmado por Mariana Fernández Viu acabó en la papelera a la que irían a parar todos los demás, a media tarde, copas, putas, reservados, don Julio Carrión González, estrenando un tratamiento que ningún suceso presente, pasado o futuro, llegaría a comprometer durante el resto de su vida, vendió una tercera parte de las tierras de María Muñoz, una simple mujer que no volvería a ser doña nunca más. Las condiciones le resultaron tan ventajosas que no sólo le permitieron saldar su deuda con don Ernesto Huertas sin que su cuenta corriente se resintiera en exceso, sino que también le animaron a arreglar la última cuenta que tenía pendiente con Freud.

—¿Qué tal? —la abordó en uno de los arcos de la plaza Mayor y ella se le quedó mirando con la misma expresión de estupor que le habría dirigido a un fantasma—. ¿Cómo te va?

Había ido hasta allí otras veces. Llevaba semanas siguiéndole los pasos con disimulo, con paciencia, la astucia de un cazador que distingue a lo lejos el descuido de su presa y se relame de antemano, paladeando el golpe que le asestará en el momento preciso, sin precipitarse ni desperdiciar la mejor ocasión. Madrid, que había cambiado mucho, no había cambiado nada, y doña Pilar, su antigua patrona, seguía regentando la pensión de la calle de la Sal con la lengua tan larga como antes, como siempre. Para enterarse de todo, había corrido el riesgo de que el chisme de su regreso circulara en dirección contraria, pero cuando la vio, y vio cómo le miraba, supo que no había sido así, y lo celebró como un buen presagio.

—¿De dónde sales tú, cabrón?

—¡Vaya, Mari Carmen, qué simpática! —Julio se echó a reír, dejó que la última carcajada flotara sobre su sonrisa, y vio sonreír a su pesar a quien no había querido ser la chica de su vida—. Da gusto volver a casa, ¿no?, para que le reciban a uno así...

La hija del Peluca, que de jovencita era una preciosidad, se había convertido en una mujer imponente. Imponente, repitió Julio para sí mismo, imponente, y no fue capaz de salir de ahí, de encontrar nada mejor, otro concepto, otra palabra, un adjetivo distinto. Mari Carmen Ortega no era tan guapa como Paloma Fernández Muñoz, pero seguía teniendo las piernas más bonitas de Madrid y una cara incendiaria que convertía en virtudes sus defectos, aquella nariz grande, aquella boca demasiado ancha de labios sin embargo gruesos y rojizos, que hacía olvidar a los hombres que la perseguían qué tipo de belleza les gustaba sólo con verla. Antes de cumplir veinte años ya tenía un cuerpo espectacular. Ahora, al mirarla despacio, aquel prodigioso equilibrio de líneas rectas y curvas que acariciaba los peligros del exceso sin perder el control en ningún punto, Julio tampoco supo cómo mejorar aquella descripción. Pensar que estaba buena, muy buena, buenísima, le pareció un recurso de simpleza raquítica, casi vergonzosa.

—Pa chasco —ella puso los ojos en blanco y miró primero al cielo, luego a Julio, con esa arrogante expresión de superioridad tan suya, que a él le daba antes tanta rabia y ahora acababa de descubrir que le ponía cachondo—. Es que todas las bandas de música estaban ocupadas.

—Ya...

Entonces, dando por zanjado aquel encuentro, Mari Carmen echó a andar y durante algunos metros hizo como que no se daba cuenta de que él andaba a su lado.

—¿Y tú adónde vas? —se detuvo de pronto, volvió a mirarle, y él descubrió que el amor de su adolescencia había perdido para siempre las ventajas de la altura—. Si puede saberse, vamos.

—Pues no sé. Hace mucho tiempo que no te veo, y éramos amigos, ¿no?, camaradas...

—Ándate con ojo, Julio —Mari Carmen sacó pecho, levantó la barbilla, y encontró en alguna parte su antigua mirada de fiera salvaje—. Ándate con ojo, no vaya a ser que tenga que cagarme en tu puta madre.

—¡Joder, Mari Carmen, pero qué malhablada eres, de verdad! —él volvió a echarse a reír, como si los insultos de aquella mujer le pusieran de buen humor—. Mi madre no era puta, sino una honrada maestra republicana, acuérdate, roja perdida, y murió en el año 41, de una neumonía, en el penal de Ocaña, así que puedes ahorrarte el trabajo.

—Es verdad... —ella asintió con la cabeza—. Se me había olvidado. Y lo siento. Por tu madre, por ti no, que conste.

—Muy bien, acepto las disculpas —la cogió del brazo y ella, desprevenida, se dejó llevar algunos pasos—. Y ahora, vamos a tomar algo, yo invito.

—¿Qué? —intentó resistirse, pero él siguió andando a su lado—. ¿Tú y yo vamos a tomar algo? —Julio la miró, asintió con la cabeza y volvió a tirar de ella—. ¡Vamos, no me jodas!

Pero cuando él abrió la puerta de una cafetería de la calle Mayor para cederle el paso, la hija del Peluca ya había dejado de protestar.

—¿Qué quieres tomar?

Ella no contestó enseguida. De pie, ante la barra, con una blusa blanca muy sencilla, sin adornos de ninguna clase, y una falda tubo también blanca, de un tono distinto, más amarillento, que hacía justicia a sus caderas pero no recibía de ellas a cambio la gracia de disimular la antigüedad de sus costuras, abiertas por el uso, se sentía insegura en aquel local, que a Julio no le había parecido demasiado caro ni elegante hasta que la vio mirar de reojo hacia las mesas donde grupitos de señoras enjoyadas, recién salidas de la peluquería, chismorreaban con la excusa de la merienda.

—No sé —reconoció al rato—. ¿Qué vas a tomar tú?

—Una copa de coñac —contestó Julio—. Para recuperarme de la emoción de volver a verte.

—No, yo, una copa no —ella no acusó el piropo, mientras miraba con atención el contenido de las vitrinas que había sobre la barra—. Un café con leche y una tostada.

—¡Qué clásica! —murmuró Julio mientras llamaba al camarero.

—O si no, espera —pero Mari Carmen llegó antes—. Mejor un emparedado de esos nuevos que se hacen a la plancha, seguro que aquí hay... —él la miró con una sonrisa de satisfacción que ella no pudo interpretar—. De jamón y queso, ¿sabes, no?

—Sí, sé.

Y sabía también que había ganado, lo supo incluso antes de ver cómo se quedaba mirando su taza, después al camarero y su taza otra vez, para dirigirse después a aquel hombre en un tono inaudito en otros tiempos, un acento sumiso, casi suplicante y respetuoso con la autoridad, que Julio escuchaba por primera vez en aquella voz.

—¿Me puede traer otro azucarillo, por favor? —y cuando lo tuvo delante, lo cogió, lo juntó con el primero y se guardó los dos en el bolso.

—¿Y te vas a tomar el café sin azúcar?

—No me importa —sonrió—. Me gusta mucho y no suelo tomarlo. Además, así sabe más a café, y a los niños les gusta el azúcar.

Julio pidió otro café con dos azucarillos, se lo pasó, y ella sonrió, le dio las gracias, pero volvió a enviar los dos terrones al fondo del bolso. Luego, mientras comía muy despacio, como si quisiera ser consciente de cada bocado, él le hizo algunas preguntas cuya respuesta ya conocía, y ella las contestó sin adivinar sus intenciones.

—Mío, sólo tengo uno, pero ahora cuido también a la de mi hermana, que se ha largado y no sabemos dónde está.

—Vaya faena, ¿no?

—Pues sí, la verdad. Yo por un lado lo comprendo, comprendo que se haya hartado, porque ahora todo está muy difícil, la vida se nos ha puesto muy cuesta arriba, pero mucho, no veas, el trabajo está mal, con un jornal no alcanza para nada. Y en mi casa no hay jornales, sólo estábamos las tres, cosiendo, así que... Pura tenía un tío detrás, yo lo sabía. Ella decía que no, por lo de su marido, porque le parecía feo liarse con otro, aunque ése también, como hace ya más de dos años que no escribe...

—¿Dónde está?

—En Francia —le miró, frunció los labios en una mueca escéptica, se encogió de hombros—. Vamos, digo yo que estará en Francia. Con otra, supongo, aunque igual se ha ido a América o se ha muerto, porque no sabemos nada de él. Por eso te he dicho que yo lo entiendo, entiendo lo que le ha pasado a Pura, pero dejarnos así, de buenas a primeras, con la niña... No hay derecho, ni por la cría ni por nosotras, creo yo.

—¿Y el tuyo?

—¿Quién?

—Tu marido. ¿Está en Francia también?

—No... —se echó a reír—. Antonio está mucho más cerca. En Yeserías, aquí al lado.

—¿Todavía?

—Qué va —sonrió, y mantuvo la sonrisa mientras hablaba en un tono risueño, casi dulce—. Salió a finales del 44, encontró trabajo, me dejó preñada y cuando el niño estaba todavía mamando, lo trincaron y lo volvieron a meter dentro. Mira, por lo menos no le dio tiempo a dejarme preñada otra vez.

—Lo cuentas como si fuera muy divertido.

—No, no es eso. No es divertido, pero ¿qué quieres? —se puso seria, pero ninguna sombra oscureció su voz—. Así es la vida.

—La de los buenos —sugirió Julio.

—Pues sí —y sus ojos recobraron el brillo que esmalta la mirada de ciertas fieras nocturnas—. Tú lo has dicho. La de los buenos.

Madrid, que había cambiado mucho, no había cambiado nada, y Mari Carmen Ortega seguía siendo Madrid, en la arrogancia de las mujeres valientes hasta la insensatez y en la humillación de las mujeres apaleadas hasta la extenuación. También en esa humillación. Julio Carrión se dio cuenta, y por eso no acusó las chispas de sus ojos oscuros, el estruendo violento y silencioso de sus mandíbulas apretadas, expresiones de una cólera antigua, una ferocidad caducada, una abnegada predisposición al sacrificio, al combate, al heroísmo, que estaba destinada a ahogarse sola, a asfixiarse lentamente por falta de oxígeno.

Mari Carmen Ortega no sabía, y no quería saber, en qué ciudad, en qué país, en qué realidad vivía. Julio Carrión, modestamente experto en copas, en putas, en reservados, no perdió el tiempo en explicárselo.

—¿Y a ti no te interesaría cambiar de vida, Mari Carmen?

Se sacó la cartera del bolsillo y de aquélla todo un capital, un billete de cien pesetas, después otro, y otro más, y los fue poniendo encima de la barra. Suponía que, de entrada, ella se iba a ofender, y se ofendió. Lo que no esperaba era que equivocara el carácter de su oferta, y eso fue lo que pasó.

—¿Pero tú quién te has creído que soy yo?

Cuando hizo esa pregunta, todavía estaba sentada en un taburete y hablaba en voz alta, en un tono asombrado, estremecido, pero propio aún de una conversación. Después, se puso de pie, se hinchó igual que una gallina y, los puños en la cintura, la barbilla alta, el pecho lanzado hacia delante, empezó a escupir palabras en un susurro herido y desafiante que acertó a proyectarse en la naturaleza de un grito.

—Yo no soy una chivata, Julio, no soy una chaquetera, ni una traidora como tú. Prefiero morirme de hambre, ¿te enteras?, prefiero pedir limosna en la calle. Antes muerte que traición, escúchalo bien. Eso es lo que digo y sé por qué lo digo, así que no vais a sacarme nada, ¿comprendes?, ni una palabra. A mí no. No hay dinero en este mundo para comprarme a mí, y si no, pregúntaselo al comisario del distrito Centro, que me conoce, me conoce muy bien, que te lo diga él, no hay...

—No es eso, Mari Carmen —él controló su sorpresa, la sujetó de un brazo, la atrajo hacia él, sonrió—. ¿Qué te has creído tú? Yo no soy policía, no tengo nada que ver con la policía, me trae sin cuidado lo que sepas y lo que dejes de saber... —ella se quedó quieta, abrió mucho los ojos, le miró—. Lo que quiero es otra cosa. Y perdona que te lo diga, pero pareces tonta, la verdad.

Mari Carmen tardó más de un instante en reaccionar. Moviéndose muy despacio, volvió a sentarse en el taburete, dio un sorbo a su taza de café, sonrió para sí misma y después, sin dejar de sonreír, volvió a mirarle.

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