El corazón helado (67 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

Trasvasó a la anciana de sus brazos a los de su hija y esperó a que salieran por la puerta antes de acercarse a mí.

—Tiene ochenta años, ¿sabes? —sonreía—. Los cumplió en febrero. Y está muy bien, ya lo has visto, pero de vez en cuando le pasan estas cosas. No te preocupes. Yo te haré la copia. Una tarde de éstas, iré con ella a un laboratorio que hay en el centro y le diré que quiero hacer una copia para colgarla en la farmacia. Ya tengo una, pero seguro que no se acuerda. Apúntame tu dirección, anda, para que pueda mandártela...

Me acompañó hasta la puerta, me señaló la casa de la que habíamos estado hablando antes, y se quedó esperando a que yo me marchara, pero todavía no había llegado a la mitad de la escalera cuando me llamó.

—¡Álvaro! —me di la vuelta para mirarla y ella bajó unos peldaños para ponerse a mi altura—. Llevo un rato pensando que... Te voy a contar otra cosa. Yo no soy hija de Encarnita, ¿sabes? Bueno, sí soy su hija, pero ella no es mi madre biológica.

Se me quedó mirando un instante, como si me concediera el derecho a hacer una pregunta que yo no me atreví a formular. Luego me sonrió y siguió hablando.

—Mi madre se llamaba Amada y era la niña que acabas de ver en esa foto. Murió hace tres años. Encarnita y ella vivieron juntas durante más de cincuenta, con una interrupción de dos. Amada era más joven que Encarnita, y más débil, así que a los veintiún años se asustó, se confesó, se asustó mucho más y se fue a servir a Madrid. Allí se echó un novio que estaba haciendo la mili, la dejó embarazada y desapareció. Entonces volvió al pueblo, sola y más asustada que en su vida. Era hija de un guardia civil, y en la casa cuartel no se pusieron muy contentos de verla. Sin embargo, Encarnita la perdonó enseguida por haberla abandonado. Su padre, que había sido el farmacéutico del pueblo, el dueño de la farmacia que tengo yo ahora, ya había muerto. Ella era hija única, tenía un nivel de vida mucho más alto, le ofreció su casa y aquí se quedó, aquí ha vivido hasta que se murió, aquí nací yo, aquí crecí, en fin... Aquí estoy, y aquí vivo ahora con mi marido, con mis hijos. La madre de Encarnita, que para mí es mi abuela, la única que he tenido, se arregló un dormitorio en la planta baja y prefirió no enterarse de lo que pasaba en el resto de la casa. Mis madres, porque tenía dos, dormían en el piso de arriba, en la habitación principal, donde duermo yo desde que me casé. Pero, según ellas, no eran lesbianas, nunca lo han sido. Eran amigas. Dormían juntas, discutían, se daban celos, se ponían los cuernos, tenían unas broncas monumentales en la cocina, pero no eran lesbianas.

—No lo sabían —sugerí, intentando aportar un ángulo amable a aquel relato cuyo sentido último aún no había sido capaz de adivinar—. Bueno, en aquella época... —pero ella me interrumpió con una carcajada.

—¡Claro que lo sabían! ¿Cómo no iban a saberlo? En aquella época y en cualquiera. Lo sabían de sobra, pero se negaban a reconocerlo... La única vez que me atreví a hablar con ellas de eso me llamaron de todo, me preguntaron cómo podía decirles una cosa así, cómo podía ser tan sucia, tan mal pensada, tan desagradecida, tan mala hija —volvió a sonreír, y yo sonreí con ella—. Y siguieron yendo a misa del brazo todos los domingos, y confesándose de todo menos de lo que hacían en la cama. Encarnita logró convencer a su novia de que eso es normal entre amigas, de que todo el mundo sabe que no tiene importancia, y de que pecado es sólo lo que se hace con los hombres. Y siguieron comulgando, hablando mal de los demás, advirtiéndome que tuviera mucho cuidado con los chicos porque todos van a lo mismo, que, entre nosotros, me apostaría cualquier cosa a que ella ni siquiera sabe lo que es, y siendo felices, eso sí, porque han estado muy enamoradas la una de la otra, y yo creo que han sido felices. Pero sin querer saber nada. Nunca. Nada. Te lo cuento porque tú has venido aquí a preguntar por tu abuela, y no sabías nada de ella, y me parece que... En fin, que eso no es tan raro. En este país, por lo menos, no.

—Gracias, Encarna —ella asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír—. Gracias por contármelo.

Le di dos besos para despedirme, ella me los devolvió, y al entrar en el coche, tuve la sensación de que mi abuela Teresa, su presencia dulce y benéfica, seguía volando sobre mi cabeza, amparándome y protegiéndome a la vez. Estaba aturdido y sin embargo tranquilo, contento de saber pero incapaz aún de procesar lo que había aprendido, todos los datos que daban vueltas en mi memoria y, sobre todos ellos, la imagen de mi abuela, tan guapa, tan joven, tan orgullosa, ese pequeño milagro del tiempo y de la historia que la había hecho vivir, que la había matado, que me la había devuelto después de tantos años en una imagen digna de ella misma, de su fuerza, de su inteligencia, de su valentía. Había algo heroico y algo familiar, algo ejemplar y algo pequeño, algo grandioso y algo conocido, algo maravilloso y algo cotidiano, algo español y algo universal en Teresa González Puerto, y todos esos ingredientes desembocaban en el mismo sitio, que era yo.

Yo me habría enamorado de ti, abuela. Si hubiera tenido tu edad, si te hubiera conocido en el 36, si no hubiera sido tu nieto, me habría enamorado de ti. Eso pensé, y ese pensamiento me puso de buen humor, porque era en sí mismo bueno y porque me liberaba de la sospecha de estar siendo injusto con aquel amor que en cualquier otro momento de mi vida habría bastado, que habría sido bastante para cargar de significado mi nombre y mis apellidos, y que no me había llegado hasta ahora, cuando ya no era libre ni echaba de menos mi libertad.

Por eso, a las cuatro en punto de la tarde, cerré los ojos, crucé los dedos y apreté un botón del portero automático de la casa de Raquel.

—¿Sí?

—Hola, soy yo.

—Álvaro —no lo preguntó, lo afirmó, como si hubiera reconocido mi voz, y eso me gustó, aunque la suya sonaba neutral, cortés, casi inexpresiva.

—Sí, es que... Bueno, he estado en Torrelodones, arreglando unos papeles de mi padre, y...

—Pasabas por aquí.

—No —y entonces por fin se rió—. He venido aposta.

—Sube.

Cuando me aficioné a tirarme por aquella montaña de arena compacta y húmeda, recién apilada, que brotó en el patio del colegio de un día para otro, me pareció que la primera vez era la mejor, pero carecía de la emoción de la segunda, de la tercera, de la cuarta, porque la experiencia iba añadiendo un ingrediente nuevo a cada repetición. Cuando volví a la cama de Raquel, me emocioné mucho más que la primera vez, pero no estuve tan pendiente como entonces de los movimientos del planeta. Eso no fue perder, sino ganar, porque el asombro que se consolida se convierte en una certeza mucho más asombrosa, y los únicos milagros que valen la pena son los capaces de repetirse. Por eso, sin dejar de mirarla, de vigilar el ritmo de su respiración, ya fui capaz de hablar con ella, de decir algo más que tonterías.

—Te voy a contar una historia española —me di la vuelta hacia su lado, la besé, la abracé, la volví a besar, y la atraje hacia mí sin dejar de besarla—, que me acaban de contar a mí. A ver si te gusta...

No le hablé de mi abuela, no pude hacerlo, como no había podido hablar de ella con Fernando Cisneros todavía. No se trataba sólo de que Teresa fuera mía y sólo mía, de que me gustara pensar, sentir eso, pero tampoco era simple pudor. Había un componente más turbio y mucho menos romántico en mi reserva, una cautela vergonzante que tendría que aprender a gestionar antes de que se convirtiera en vergonzosa, pero aún no me sentía seguro. Todo me estaba pasando a la vez, y todo pasaba demasiado deprisa. Tenía que acostumbrarme a la memoria de mi abuela, dejar que aquella inflamación amorosa, repentina y purísima, se decantara poco a poco hasta encajar en los límites amables e inofensivos de los recuerdos verdaderos, imágenes conocidas, historias antiguas, personajes tan familiares como sus apellidos, sus nombres propios. Sólo entonces podría contar la verdad, esa verdad enterrada y clandestina que había conocido tarde, que había conocido a tiempo, sin parecerme a mí mismo un advenedizo, un recién llegado a la carrera de los abuelos admirables, un simple oportunista, un nieto de ocasión. Teresa González Puerto no se merecía ese destino. Yo tampoco. Por eso le conté a Raquel la historia de Amada y Encarnita sin mencionar a mi abuela, como si me hubiera encontrado por la calle con la farmacéutica de Torrelodones, vieja conocida de la familia, y ella se hubiera empeñado en invitarme a su casa para que su madre me contara cómo había sentido la muerte de mi padre, sin que yo sospechara que después, mientras nos despedíamos, el vino que había tomado en ayunas le iba a soltar la lengua de esa manera.

—¿Qué, te ha gustado?

—Me ha encantado —y se echó a reír—. Es una historia increíble, ¿verdad? Esas dos mujeres, viviendo juntas cincuenta años y sin querer saberlo. ¿Y tú no te has dado cuenta? ¿No te has mosqueado?

—Pues, no sé —volví a besarla—. En realidad, es que yo no sé nada de lo que hacéis las mujeres. Tú, por ejemplo... ¿Qué haces con tus amigas?

—Hay que ver, qué pesados sois los tíos —pero seguía riéndose—. Siempre estáis con lo mismo...

Y en aquel instante, mientras la miraba, mientras la celebraba, porque mirarla allí, y mirarla así, era una fiesta para mis ojos, lo comprendí todo.

—Joder —me separé de ella con suavidad, me senté en la cama, me sujeté la cabeza con las manos—. Joder, joder, joder, joder...

—Pero ¿qué te pasa? —Raquel se sentó a mi lado—. Álvaro...

—¡Joder!

También había sido culpa suya, me dije mientras la miraba, porque si no llevara dos días atontado, pensando sólo en su cama y en la manera de volver a meterme en ella, habría andado más rápido, más listo. Pero el relato de Encarnita apenas encajaba con mi memoria familiar, aquellos datos someros sobre una casita pequeña, de alquiler, cerca de la estación, y una niña de siete u ocho años que nunca había hablado con el hijo de la maestra cuando se lo encontró por casualidad, mucho después, andando por la Gran Vía y hecho un señor. Ha sido sobre todo culpa de Raquel, me repetí, y sin embargo ninguno de los dos teníamos la culpa de nada, y no estaba dispuesto a consentir que mi padre me arruinara la tarde. Por eso, sin estar tampoco muy seguro del significado real de aquel descubrimiento, me dejé caer sobre las sábanas despacio, volví a abrazarla, volví a besarla, sonreí, y me inventé una excusa sobre la marcha.

—Nada, no ha sido nada. Es que de repente me he acordado de que tendría que estar ahora mismo en la facultad, porque tenía una reunión muy importante, pero se me había olvidado que ya he delegado el voto, así que... Nada —la estreché un poco más, hasta que mi nariz rozó la suya—. Que no sé dónde tengo la cabeza, últimamente.

Ella se alejó unos centímetros de mí para sonreírme, me dejó adivinar que le gustaba la idea de que descuidara mis obligaciones académicas por su culpa, me besó, y todo volvió a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, como si la hija de la señorita Mariana, aquella niña tan mona, con los ojos muy azules, rubia rubia, a la que Encarnita no había podido reconocer muchos años después porque apenas la había visto unas pocas veces, no se hubiera llamado Angélica.

Como si, con el tiempo, aquella niña no se hubiera convertido en mi madre.

Cuando Ignacio Fernández Muñoz vio por primera vez a Anita Salgado Pérez, pensó al mismo tiempo que era muy guapa y que era española. No sólo por la estatura, pequeña, ni por el color del pelo, oscuro, ni por los ojos, negros y enormes, dulces, melancólicos. La desconocida que caminaba por la acera en dirección hacia él, tenía además la piel muy blanca, y un cuerpo menudo pero redondeado, armónico, gracioso como el de una muñeca, que podría haber sido francés y sin embargo era español, estaba seguro. Quizás fuera la manera de andar, o el peinado, pero sobre todo fue el gesto de la cara, una expresión cauta, casi temerosa y hostil a la vez, orgullosa y triste. En los tres últimos años, Ignacio Fernández había contemplado muchas veces ese gesto, en los campos y en las ciudades, en los hombres y en las mujeres, en los ancianos y en los jóvenes, hasta en los niños españoles. Por eso, cuando la vio aminorar el paso al acercarse al portal que custodiaba en vano, con la torpe ayuda de un periódico abierto, desde hacía casi media hora, estuvo a punto de dirigirse a ella, de explicarle quién era, de pedirle que le dejara subir. No lo hizo porque, al pasar a su lado, ella le rozó con la cesta que llevaba en la mano.

—Perdón —dijo en español, y levantó la vista para mirarle.

—No ha sido nada —contestó él, también en español, y ella sonrió antes de meter la llave en la cerradura.

Entonces, Ignacio Fernández Muñoz se dio cuenta de que podía ahorrarse las explicaciones, y en su situación nada era mejor, más conveniente. Por eso volvió al periódico, fijó la vista en el mismo titular que había mirado sin leerlo un montón de veces ya, escuchó el chirrido de unas bisagras mal engrasadas, la vio entrar con el rabillo del ojo derecho y se limitó a adelantar el pie para impedir que la puerta se cerrara del todo. Luego, mientras su corazón se aceleraba, levantó la vista y miró a su izquierda. Una pareja de ancianos que andaban muy despacio acababa de doblar una esquina lejana. No vio a nadie más y dio media vuelta para mirar en la dirección opuesta. Por la otra acera, pasaba un adolescente que ni siquiera se fijó en él, y por fin entró en la casa. El portal olía a humedad, hacía frío. Esperó unos segundos y subió por la escalera acechando cualquier ruido, pero ningún vecino escogió aquel momento para entrar o salir de ningún piso. Era la hora de comer, y él sí la había escogido.

Al llegar al segundo, miró a su alrededor, identificó la puerta, llamó al timbre, y muy pronto percibió un taconeo madrileño, familiar. Aquel sonido le emocionó mucho, porque eran los pasos de su madre y aún podía reconocerlos sin vacilar. Cuando se abrió la puerta, ella, en cambio, no le reconoció a él. En la penumbra del descansillo, Ignacio se dio cuenta de que le miraba con miedo, los ojos abiertos como gritos, y por eso no esperó a que gritara también con la garganta. Dio un paso hacia delante, la empujó dentro de la casa, se colocó a su espalda, rodeó su cintura con el brazo izquierdo, tapó su boca con el derecho y cerró la puerta con el pie. Hizo todo esto muy deprisa y muy bien, como si aquella mujer, que era su madre, fuera un soldado enemigo.

—No chilles, mamá, por favor, no digas nada —fue aflojando las manos poco a poco—. Soy Ignacio. Me acabo de escapar.

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