El corazón helado (66 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Era mucha mujer para tu abuelo, Julio.

—Álvaro —me atreví a recordar.

—Bueno, como te llames... —miró dentro de sí misma, y sus ojos volvieron a brillar—. Mucha mujer. Demasiada.

Era mucha mujer, pensé, fue mucha mujer y luego nada, Teresa González Puerto, la que lo inventó, que se significó mucho, muchísimo, y se pasaba el día en la calle dando gritos, y era fuerte, y lista, y valiente, demasiado valiente, como si el valor pudiera ser excesivo, como si molestara, como si pudiera llegar a sobrar en la vida de alguien, en la de los demás, pero también era buena, muy buena, y es preciso recalcarlo, porque la bondad de una madre de familia no se da por supuesta cuando es fuerte, y lista, y valiente, demasiado valiente, en los territorios inmunes a la ley de la gravedad. Teresa González Puerto, que se había casado con el hombre equivocado, y había ensayado la existencia de una joven y pacífica esposa burguesa, y no le había gustado, y había creído en el sueño de su propia libertad, y lo había ejercido para ganar el amor de un mago, para arriesgarlo todo, para perderlo todo, y por fin la vida. Entonces, y aunque la sonrisa de mi abuela me dolía, aunque presentía que nunca dejaría de dolerme, su recuerdo me llevó al de otra mujer excesiva.

—¿Y esta fotografía? —se la tendí y ella se la acercó mucho a los ojos, dejándome leer a distancia la fecha, la dedicatoria—. ¿Sabe quién es ella?

—Una mujer guapísima —me sonrió.

—Guapísima —repetí.

—Sí, pero no la conozco. Si la hubiera visto alguna vez, no se me habría olvidado —hizo una pausa breve y risueña que no supe interpretar y volvió a acercarse la foto a la nariz—. Él es tu padre, claro. En la época en la que volvió por aquí.

—La foto es de 1947 —aclaré—. Está dedicada por detrás.

—¿Qué pone? —se lo dije y se quedó pensando—. Paloma, Paloma... Vete a saber. Hay tantas. Pero aquí no la trajo, eso desde luego. Y lo de 1947, pues sí. Por ahí debió de ser... Llevaba un montón de tiempo fuera, yo ya creía que no iba a volver, porque de Torrelodones se marcharon tres a Rusia, y a uno lo mataron, pero el otro vino tres o cuatro años antes que tu padre.

—¿Y qué hizo? —pregunté, porque ya desconfiaba de todo lo que sabía—. ¿Volvió a vivir con mi abuelo?

—¡Qué va! Si a tu padre no le gustaba nada esto... —y se rió con ganas antes de confirmar la versión familiar—. Bueno, le gustaba venir para presumir, para darse un paseo y chulear un poco, eso sí, porque volvió hecho un señor, pero un señor, con dinero, bien vestido, nada que ver con tu abuelo, que siempre fue un patán... Tenía mucho éxito con las mujeres, pero muchísimo, no te lo puedes ni imaginar. A mí siempre me dejó fría pero en el pueblo traía locas a más de cuatro, y eso sin contar con lo de la señorita Mariana, claro.

—¿La señorita Mariana? —en ese momento, aquel nombre no me sugirió nada.

—Sí, Mariana, la sobrina de don Mateo Fernández, el dueño de la Casa Rosa —y dio por sentado que yo sabía de lo que me estaba hablando.

—Es una casa muy grande, construida en lo alto de un cerro —su hija intervino en mi auxilio—. Se llega por un camino que arranca más o menos donde termina esta calle. Desde aquí no se ve mucho, porque está lejos, pero es un chalé antiguo y muy bonito, con las paredes recubiertas de hiedra, fíjate al salir... Ahora está rodeado por otros chalés más pequeños, más modernos, tres, creo que son. Antes, todo ese terreno pertenecía al jardín de la Casa Rosa, pero yo ya no lo conocí. Siempre lo he visto así.

—¿Y qué tenía que ver mi padre con esa casa?

—Pues... —se quedó pensando y frunció el ceño—. El caso es que eso nunca se supo, no puedo decirte otra cosa, la verdad... Tu padre volvió, y aquí le conocía todo el mundo, claro, figúrate, pero aparte de ir a ver a tu abuelo, que era lo normal, ¿no?, pues iba siempre a ver a la señorita Mariana, que todavía le estoy viendo subir la cuesta... La gente decía que estaban liados, pero vete a saber, porque a la gente le gusta mucho hablar y luego, las más de las veces, no tienen ni idea de lo que dicen. Además, la señorita Mariana, aparte de que era mayor que tu padre, era una mujer muy seca, muy seria, y hasta un poco amargada, diría yo, a lo mejor porque se había quedado viuda muy joven con una niña que era monísima, por cierto, con los ojos muy azules y rubia rubia... Claro que los Fernández eran más bien rubios, y con los ojos claros casi todos. El caso es que no me acuerdo de cómo se llamaba la niña, porque la vi muy pocas veces. Su madre no la dejaba venir al pueblo. Es que no se trataba con nadie de aquí, ¿sabes?, como si descendieran del sobaco de Cristo, lo mismo. Aparecían todos los años a finales de junio, en un taxi, y luego sólo bajaban a misa los domingos, nada más. Así hasta que se marchaban en otro taxi, en septiembre. Fermina, que había sido la guardesa de don Mateo, bajaba a hacerle la compra, y aparte de ella, y de su marido y sus hijos, claro, que también vivían ahí arriba, la señorita Mariana sólo se hablaba con tu padre. Pero no era la clase de mujer que se lía con un hombre como él.

—¿Por qué? —me atreví a preguntar—. Si tenía tanto éxito...

—Ya, pero entonces las cosas no eran como ahora. Se guardaban mucho más las formas, y la señorita Mariana era una señora, y él nada, un don nadie, aunque... Yo qué sé. En esos asuntos, se lleva cada sorpresa una, en la vida. De todas formas, algo se traían entre manos, eso seguro, porque él iba siempre a verla cuando venía por aquí. Y luego, cuando se vendió la casa, ella escribió al ayuntamiento, y al notario, y hasta al cuartelillo de la Guardia Civil, para decir que él la había echado, que se la había robado. Pero no pasó nada de nada, porque la casa, para empezar, no era suya. De Mariana, quiero decir... Era de su tío Mateo. Antes de su abuelo, sí, del padre de su padre, pero después de don Mateo. Cuando se repartieron la herencia, digo yo, porque tampoco lo sé pero me imagino que sería así, cuando se lo repartieron todo, don Mateo se quedó con esa casa, y su hermano, el padre de la señorita Mariana, que era el mayor, pues, no sé, se quedaría con otra cosa. Tenían mucho dinero.

—Entonces... —pero todavía estaba completamente perdido— ¿Por qué vivía ella en esa casa? Si no era suya y tenía dinero... ¿Y cómo pudo echarla mi padre?

—¡Ay!, hijo, es que eso no lo sé... Pero ni yo ni nadie, aquí por lo menos, ésa fue siempre una historia muy misteriosa. La señorita Mariana veraneaba en esa casa, porque sus dueños no estaban aquí, en España. Se habían marchado, a Francia creo, después de la guerra.

—Eran republicanos.

—¡Bueno! —sonrió mientras movía la mano en el aire con mucha vehemencia—. Y sobre todo ateos, por eso a mí tampoco me dejaban acercarme a su casa, ni subir la cuesta me dejaban... Los niños, que ya no eran tan niños, claro, porque los más pequeños tendrían casi diez años más que yo, no habían hecho la comunión y ni siquiera estaban bautizados. Eso se contaba, pero yo no los conocía, la verdad, porque mis padres y los suyos ni se saludaban, y eso que antes de la República, por lo visto, se habían llevado bien. En aquella época esta clase de cosas eran muy corrientes... Total, que después de la guerra se marcharon, y se conoce que, entonces, le dejaron las llaves de su casa, de ésta y de la de Madrid, a su sobrina Mariana, que fue la única que se quedó aquí.

—Y la que se quedó con todo —supuse en voz alta, para que Encarnita me diera la razón con vehemencia—. Porque si ella no se marchó, estaría a bien con el régimen, supongo.

—Pues eso supongo yo también, sí, eso supusimos todos por aquí... A nadie le extrañó mucho, primero porque en aquella época, después de la guerra, todos hacíamos como que no nos extrañaba nada, ¿sabes? No estaban los tiempos para reclamaciones, ni para andar haciendo preguntas sin ton ni son... Pero, además, don Mateo... Pues claro, los tres veranos que duró la guerra ni había aparecido por aquí, porque estaban las cosas como para veranear, con el frente en la Moncloa. Y luego, su sobrina apareció un buen día de dueña y señora, con muchos humos, ¿sabes?, y mucha mala leche, por cierto, porque lo que le pasaba era que no tenía donde caerse muerta. No sé qué hizo su padre para gastárselo todo, pero se lo gastó. Y luego, pues sí, sería lo que tu dices... —volvió a asentir con la cabeza y un gesto más melancólico—. Cuando su familia se fue, ella debió de pensar, ya está, me ha tocado la lotería, me quedo con todo y a vivir. Hasta que, un buen día, tu padre volvió al pueblo. Y él era falangista, así que pocas bromas, ¿sabes? Luego, un año después, o más bien dos, serían, se vendió la casa y nunca volvimos a ver a la señorita Mariana, ni a la niña, nada, como si se las hubiera tragado la tierra. Con él pasó algo parecido porque estuvo mucho, pero muchísimo tiempo sin alternar por aquí, más de diez años, creo yo. Bueno, venía a ver a tu abuelo, pero llegaba con el coche hasta la puerta y se volvía a marchar sin saludar a nadie. Así que la siguiente vez que hablé con él, ya se había casado con la extranjera y tenía dos o tres críos, porque sois muchos, ¿no?

—Cinco —sonreí—. Pero mi madre no es extranjera.

—Ya, ya lo sé —ella también sonrió—. Pero aquí, en el pueblo, la seguimos llamando así, porque como tenía esa pinta y tu padre había salido, y había estado en medio mundo, y eso... No sé, la vimos aparecer un día, tan flaca, tan elegante, con unas gafas negras que le tapaban la mitad de la cara, y siempre tan callada, sonriendo sin decir ni mu, como si no entendiera... Debe de ser extranjera, dijo alguno, y todos pensamos, pues claro, eso debe de ser. Después, ya no. Después... Bueno, yo nunca he hablado mucho con ella, pero sólo con que te dé los buenos días, ya se da una cuenta de que no es extranjera, de que es de aquí.

—De todas formas, lo de esa casa es muy raro... —y eso era lo que había estado pensando mientras la escuchaba, que era tan raro que la explicación tenía que ser más sencilla de lo que parecía—. Pero a lo mejor, mi padre ya trabajaba en una inmobiliaria que quería comprar la casa y se había puesto de acuerdo con los dueños o algo así. Porque él siempre trabajó en eso y empezó comprando ruinas para arreglarlas y venderlas después.

—Eso tiene sentido —volvió a intervenir Encarna hija.

—Sí, en fin, no lo sé... —pero su madre no estaba tan segura—. Ya te he dicho que todo eso fue muy misterioso.

Me devolvió la foto, la guardé en mi cartera, miré el reloj y me di cuenta de que eran las dos y media. Cogí a Encarnita de las manos, la miré, le pedí perdón por haberla entretenido tanto tiempo, y le di las gracias.

—No puede usted imaginarse cuánto le agradezco lo que me ha contado de mi abuela —le dije—. De verdad, yo... Ni siquiera sé cómo decírselo.

—¡Ah! ¿Pero te vas ya? —me preguntó, muy sorprendida.

—Pues, claro, mamá... —su hija se echó a reír—. Él tendrá que comer, y nosotros también.

—Bueno, pero antes... A ver, que alguien me traiga la foto que tengo en la cómoda del dormitorio —su nieta se levantó enseguida—. Tienes que verla antes de irte.

Era una típica imagen escolar, una cincuentena de colegiales de ambos sexos formados en hileras, por edades y estaturas, en las escaleras de un edificio, y cuatro adultos, tres hombres y una mujer, completando la composición, dos por debajo, uno en cada extremo de la primera fila, y dos por arriba, juntos y un peldaño por encima de la hilera más alta. Ella era una versión insólita, juvenil, estilizada, desafiante y atractiva de mi abuela, con el pelo suelto, los ojos un poco saltones siempre pero muy brillantes, ni rastro de papada y la barbilla muy favorecida por esa ausencia. Él, un hombre delgado, con la cara alargada y el pelo negro, la miraba y sonreía de perfil, como si estuviera solo con ella.

—Ésta es mi abuela, ¿no? —Encarnita respondió con la cabeza a aquella pregunta gratuita que me sentí obligado a formular de todas formas, porque el tiempo parecía haber retrocedido por el rostro y el cuerpo de aquella mujer, que debía de tener como poco diez años más que la sonriente esposa burguesa que me esperaba al lado de mi ordenador, y parecía su hermana pequeña—. Y éste debe de ser Manuel.

—Sí, y ya ves cómo la mira, por eso, cuando digo yo que era un escándalo... Y esta niña de aquí, ¿ves?, es Teresita. Ésta soy yo, y ésta es Amada...

Teresa Carrión González se parecía a su madre, pero también se parecía a su hermano. Morena, con los ojos oscuros, iba peinada con raya en medio y dos trenzas pequeñas, apretadas, rematadas con un lazo en cada punta. Tenía la nariz más pequeña que mi padre pero una boca grande, de labios anchos, que podría haber sido la mía. Muy tiesa, muy contenta, con un babi limpísimo, posaba con las manos dentro de los bolsillos y la cabeza recta, la barbilla levantada en el mismo ángulo que su madre. La miré durante mucho tiempo sin decir nada, y miré a mi abuela, también, y me di cuenta de que Encarnita mantenía intacta la presión de los dedos sobre una esquina del marco, pero no fui capaz de prever el estallido.

—¿Le importaría dejármela? Me gustaría hacer una copia, yo...

—¡No! —dio un tirón y me arrancó la foto de entre los dedos, con una fuerza mayor de la que yo habría llegado a suponer—. ¡Qué no, eso sí que no!

—Pero, mamá... —cuando su hija intentó intervenir, ya tenía el marco apoyado en el pecho y los dos brazos cruzados encima, igual que una mártir primitiva—. ¡Si no te la va a quitar! Él se la lleva, hace una copia y te la devuelve. A ti te da igual...

—Pues no me da igual, ¿sabes? Al revés, me importa mucho.

—¡Pero si es su abuela, mamá! Es lógico que quiera tener la foto. ¿A ti qué más te da?

—Pues sí me da, me da, claro que me da... —había perdido todo el aplomo, la seguridad de antes, y ahora se quejaba igual que una niña pequeña, un berrinche tan auténtico que me arrepentí de haberle dado aquel disgusto, hasta que dijo algo más sorprendente que su desconsuelo—. Para mí es una foto de tu madre, sobre todo de tu madre, y no me da la gana de dársela, ni de prestársela ni nada. Es mía, la quiero tener yo, y ya está.

—Bueno, mamá... —Encarna la abrazó y ella se refugió entre sus brazos—. Muy bien, pues no le das la foto, no pasa nada, ¿ves? A él no le importa, ¿a que no? —trazó con el dedo varios círculos seguidos en el aire, como si quisiera asegurarme que luego hablaríamos, mientras me miraba.

—No, no, claro que no —me apresuré a declarar—. Y siento mucho todo esto, yo...

—No pasa nada —Encarna me tranquilizó—. No ha pasado nada. Cecilia, acompaña a la abuela a su dormitorio, anda, que vuelva a poner la foto en su sitio antes de comer.

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