El corazón helado (65 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Bueno, pero luego pienso ir a escuchar.

Su madre sonrió mientras cruzaba el pasillo en dirección a una puerta acristalada que transparentaba la luz del sol. Allí, en un salón semicircular que se abría a un porche trasero y revelaba la antigüedad de la casa, estaba Encarnita, sentada muy tiesa, con la espalda recta en un sillón de mimbre trufado de cojines, ante una televisión encendida. No le debía de gustar mucho el programa, porque se volvió para mirarnos antes de que tuviéramos tiempo de llegar hasta ella, y justo después la apagó.

—Hola, mamá... —su hija se acercó, la besó en la frente, acarició su cara—. ¿Cómo estás? Mira, tienes visita, este chico es...

—Lo sé —la cortó, me miraba—. Yo te conozco.

—Sí, nos vimos hace poco en el entierro de mi padre —le dije—. Yo me llamo...

—Julio Carrión.

—No —sonreí—. Ese era mi padre y tengo un hermano que también se llama así, pero yo me llamo Álvaro. Álvaro Carrión.

Volvió a mirarme con una expresión de extrañeza y comprendí que me había confundido con mi padre. Su hija nos preguntó si queríamos tomar algo, fue a la cocina a buscarlo, la adolescente del piercing en el ombligo llegó, se sentó cerca de su abuela y durante un momento, la miró a ella también como si no la conociera.

—Ya... —dijo después—, ya. Tú eres hijo de Julio. Nieto de Benigno entonces, ¿no?

—Justo —le di la razón con una sonrisa que pretendía ocultar el derrumbe de mis esperanzas, pero ella siguió como si hubiera podido leerme el pensamiento.

—Ya, ya sé... Estoy muy bien de la cabeza, no creas, pero de vez en cuando, me pasan estas cosas, que de repente me confundo y me pierdo, me voy, así, muy lejos, y tardo en volver. Es algo de la circulación de la sangre, por lo visto, que va demasiado despacio. Eso dicen los médicos, porque yo no me entero, claro está... Ahora, que cuando vuelvo, me quedo —sonrió y se volvió hacia su nieta—. ¿A que sí, Cecilia?

—Claro que sí, si estás fenomenal —la cogió de la mano, se la apretó y me miró—. Ya me gustaría a mí tener la memoria que tiene ella, en serio.

—Bueno, pues yo he venido... —pero después de lo que acababa de escuchar, me pareció que dar muchos rodeos sería casi ofenderla—. ¿Usted conocía a mi abuela Teresa, Encarnita?

—¿A tu abuela? —abrió mucho los ojos, como si le sorprendiera la pregunta—. ¡Claro que la conocía! A tu abuela la conocía todo el mundo en este pueblo, pero todo el mundo, ¿eh?, bueno, aquí, y en los alrededores también. Pues sí, menuda era...

—Y se acuerda de... ¿Sabe usted si mi abuela era socialista?

—¿Que si era socialista? —y entonces se echó a reír, se palmeó en los muslos, apoyó las manos en las rodillas y se me quedó mirando como si no hubiera escuchado una pregunta más tonta en todos los días de su vida—. ¡Pues claro que era socialista! Bueno, socialista es poco, ella era mucho más que eso, ella fue... la que lo inventó, como si dijéramos. En este pueblo nadie sabía lo que eran los socialistas hasta que a tu abuela se le ocurrió meterse en política, no te digo más...

Pero al llegar a ese punto se puso seria y levantó el dedo índice en el aire, como si quisiera hacer una precisión importantísima.

—Ahora, que te voy a decir una cosa. Socialista era, roja perdida, vamos, pero muy buena persona, eso sí, que no se te olvide. Muy buena, y muy lista, y muy valiente, eso desde luego. Demasiado valiente, la verdad, pero sobre todo buena. Yo la quería mucho, a tu abuela, porque Teresita..., que será tu tía, ¿no? —sonreí y afirmé con la cabeza en nombre de aquella mujer a la que no había visto nunca, ni siquiera en una fotografía—, bueno, pues Teresita y yo teníamos la misma edad y éramos muy amigas. Así que yo iba casi todos los días a casa de tus abuelos, a merendar, a buscar a Teresita, a jugar con ella, y ella venía a mi casa, claro... Y luego, cuando mis padres me lo prohibieron, como ella se puso a trabajar de maestra, pues la veía en la escuela todos los días, también.

—Y... ¿le puedo preguntar otra cosa? —movió la cabeza para darme permiso—. ¿Por qué le prohibieron ir a casa de mis abuelos?

—Pues por ella, claro está. Porque se significó mucho, muchísimo, no te lo puedes ni figurar, y en mi familia eran monárquicos, y a un hermano de mi padre lo habían paseado los rojos en Madrid, y tu abuela estaba todo el día en la calle, pegando gritos, y... A ver, pues en mi casa no les hacía gracia.

—Pero mi abuelo era de derechas.

—Tu abuelo era... de derechas, sí, muy meapilas, más que otra cosa, pero en su casa no pintaba nada, la verdad, porque... —meneó la cabeza como si nada hubiera tenido nunca remedio—. Perdona que te lo diga, hijo, pero tu abuelo era un calzonazos, la verdad es que no servía ni para hacer puñetas, tu abuelo, eso lo decía todo el mundo, hasta mi madre lo decía, y que su mujer valía un millón de veces más que él. Yo creo que a mi padre también le molestaba eso, ¿sabes?, porque mi madre... Pues era de derechas y todo, sí, pero en aquella época, con lo de la libertad y que las mujeres de repente podían hacer lo que les diera la gana, entrar y salir, votar, casarse sin pedirle permiso a nadie, divorciarse y quedarse con los hijos, trabajar, ganar dinero, vivir solas, mandar en los partidos, ser diputadas, ministras, pues, figúrate...

Se me quedó mirando, como si esperara a que yo sacara mis propias conclusiones, y no la hice esperar.

—A su madre, eso le gustaba, ¿no?

—¡Pues claro que le gustaba! ¿Cómo no le iba a gustar? Pa chasco... —y se echó a reír, como si lo encontrara todo muy divertido—. Yo entonces era muy pequeña y no me daba cuenta, pero luego, pensándolo ya de mayor, pues... Yo creo que a mi madre le caía bien tu abuela, fíjate, aunque sólo fuera por la cuenta que le traía, y eso sí que mi padre no lo tragaba, eso le ponía enfermo, con lo de las mujeres no podía. Y él no era un calzonazos, por cierto, más bien lo contrario. Total, que la que pagó el pato fui yo, con lo que quería a Teresita, que era de mis mejores amigas... Ahora, que no obedecí, eso desde luego. A casa de tus abuelos dejé de ir porque me podía ver alguien, pero seguí jugando con tu tía en la plaza, en el río, en la escuela. En aquella época, las cosas eran así, yo tenía... pues once o doce años tendría, pero no obedecí, así que... Algo se me habría pegado de tu abuela.

Volvió a sonreír, como sonreía su hija, como sonreía su nieta, como estaba sonriendo yo mientras el fantasma de mi abuela Teresa volaba sobre nuestras cabezas igual que la estela brillante de un hada madrina, una presencia dulce y benéfica que no se disipó del todo pese a la irrupción de un adolescente muy alto y con la cara llena de granos, que venía botando un balón de baloncesto. Se llamaba Jorge, y mientras se comía todas las patatas fritas que había traído su madre, comprendí que tendría que hacer aquella pregunta antes o después, y me dije que sería mejor hacerla cuanto antes.

—Y usted, Encarnita..., ¿usted sabe cómo murió mi abuela?

—Pues... —y entonces me miró como si acabara de darse cuenta de la extraña naturaleza de mi curiosidad—. Eso quien lo tiene que saber eres tú. Lo que quiero decir es que lo sabría tu padre, ¿no?

—No lo sé —junté las manos, las crucé, las apreté con fuerza, las miré, y me sentí avergonzado de pronto por no tener otra respuesta que ofrecer a aquella mujer, como si hasta aquel momento yo mismo no hubiera podido calibrar bien la bochornosa condición de mi ignorancia—. Supongo que él lo sabría, pero yo no lo sé. Nunca nos habló de su madre. Nunca. El otro día, entre unos papeles suyos, encontré una carta que ella le escribió cuando se fue de casa. Entonces me enteré de que era socialista, de que había dejado a su marido y de que tenía otra hija. Hasta que leí esa carta, yo creía que mi padre era hijo único, y que mi abuela se había muerto de tuberculosis en el verano de 1937.

—¡Qué barbaridad! —Encarnita movió la cabeza de un lado a otro varias veces, sujetándose la garganta con la mano derecha, como si le faltara el aire—. Qué... barbaridad, qué poca vergüenza, ¿no?

—Pues... —la miré a los ojos y no encontré ningún camino para escapar de su mirada—. Sí.

—Porque yo podría entender... En aquella época, en los años cuarenta, en los cincuenta, era difícil ser hijo de según quién, de alguien como tu abuela era hasta peligroso, pero después, que no os dijera nada después, a vosotros, que sois sus nietos—Hizo una pausa larga, tan larga que me dio tiempo a pensar en lo que me acababa de decir y mi vergüenza creció, y creció mi tristeza, mi rabia, mientras ella masticaba su asombro todavía.

—Claro que a lo mejor... No lo sé. No sé. Bueno, el caso es que tu abuela no murió de tuberculosis. El tuberculoso era él.

—¿Su novio?

—Hombre, tanto como novio... —se tomó algunos segundos para decidir si aquella categoría era aceptable, antes de rechazarla—. Más bien el hombre con el que se juntó.

—Manuel —recordé.

—Sí, así se llamaba, Manuel Castro. También era maestro, y socialista, y valía mucho. Tenía un pico de oro, eso decía la gente. Tu abuela hablaba bien, pero él... Claro que es lo que tenían los políticos de entonces, que los de ahora no valen ni para limpiarles los zapatos. Yo era una niña, pero de eso sí me daba cuenta, porque entonces los políticos imponían sólo con verlos. Eran líderes, ¿comprendes? Arrastraban a la gente, no se contradecían cada dos por tres, sabían lo que decían, y por qué lo decían. Y como desaparecieron de la noche a la mañana pues, claro, todo el mundo se daba cuenta, los comparaban con lo que vino después... —y cuando yo creía que había vuelto a perder el hilo, me demostró que lo tenía bien amarrado—. El caso era que don Manuel valía mucho, y mandaba bastante en el partido, como tu abuela, por otro lado, no creas, que ella también sabía mandar, pues sí, menuda era... Total, que entre esto y aquello, parecían hechos de encargo, el uno para el otro, la verdad. Él sí había tenido tuberculosis, aunque cuando llegó aquí ya se había curado. Era un hombre alto, flaco pero fuerte, y los niños le queríamos mucho porque era mago.

—¿Mago? —y el corazón se me aceleró de repente, podía sentir la velocidad, el tropel de sus latidos—. Hacía magia, ¿quiere decir?

—Claro. Él fue quien enseñó a tu padre. Porque tu padre también era mago, eso sí lo sabes, ¿no? —asentí con la cabeza—. Cuando nos portábamos bien en clase, si nos sabíamos la lección o habíamos hecho todos los deberes, don Manuel empezaba a sacarse cosas de los bolsillos, del cuerpo, nos las sacaba a nosotros de detrás de las orejas o las hacía desaparecer —sus ojos se iluminaron con un regocijo casi infantil—. La verdad es que era maravilloso... Y entre eso, y que vivía en casa de tus abuelos, porque había venido evacuado de Las Rozas y lo habían colocado allí, y el pico que tenía, pues, ya se sabe... Acabó pasando lo que pasó. Ahora, que te voy a decir otra cosa —y volvió a levantar en el aire el índice de las admoniciones—, aquello fue un pedazo de escándalo para los demás, para mis padres, para el cura, para la gente bien del pueblo, porque él también estaba casado, y tenía hijos y todo, pero ellos no pensaban en eso, a ellos eso les traía sin cuidado, y a los suyos también. Tu abuela no se escondía al salir a la calle, ni estaba arrepentida, ni tenía mala cara, nada de nada. Al revés, estaba como unas pascuas, daba gusto verla, porque estaba muy segura de que tenía derecho a hacer lo que quisiera. Ella era así, y a mí eso también me parece bien, qué quieres que te diga, me da envidia, porque...

Entonces se calló de pronto, igual que si se hubiera mordido la lengua, y me dirigió una mirada de alarma que no pude interpretar, a la que no pude corresponder de ninguna manera.

—Total, a lo que iba —pero se recuperó muy deprisa—. Que se fueron de aquí. Y se llevaron a Teresita, o Teresita quiso irse con ellos, eso no lo sé. Y nunca la volví a ver. Tu padre no quiso marcharse, en cambio, se quedó con tu abuelo, y era raro, ¿eh? Fue raro, porque Julito adoraba a don Manuel, le hacía de ayudante en las funciones que daba a los soldados, siempre estaban juntos. Y después... Los metieron en la cárcel, a los dos, pero muy lejos el uno de la otra. Él salió muchos años más tarde, lo sé, aunque no me acuerdo de por qué, no sé quién me lo contó, pero estoy segura de que lo he sabido. Eso también me pasa mucho, ¿sabes?, que me acuerdo bien de las cosas más antiguas y, en cambio, las más modernas se me borran...

—¿Y mi abuela?

—Pues tu abuela... Eso sí lo sé —me miró a los ojos para decírmelo—. Tu abuela murió en la cárcel, en alguna cárcel, no me acuerdo de cuál. En aquella época había muchas, pero me parece que fue en una famosa... No te puedo decir más. Lo único que sé es que a ella también le había caído una condena larguísima, a todos los maestros les pasó lo mismo, pero se murió muy pronto, a los dos o tres años, de una enfermedad. Creo que tuberculosis no era, pero tampoco me acuerdo ya... Lo único que recuerdo es que tu abuelo lo fue contando. Se lo contó a mi padre y así me enteré yo.

En ese momento sentí un alivio enorme, una pena enorme también, ante ese desenlace cruel pero no demasiado, benévolo pero cruel, y era consolador que nadie la hubiera matado, que se hubiera ido ella sola, y era espantoso que no hubiera sobrevivido, como sobrevivieron tantos otros, y era gratificante pensar que no la habían tirado a un pozo, que no la habían sacado de la cama de madrugada para pegarle un tiro al borde de una carretera, que los barrenderos no habían recogido su cadáver de madrugada en una calle cualquiera, y era horrible pensar en qué condiciones la habría encontrado la muerte, y era mejor que no hubiera vivido para ver lo que sus enemigos hacían con su país, y era terrible que no hubiera vivido incluso al precio de ver lo que sus enemigos hacían con su país.

Encarnita me miraba con sus ojos profundos, pequeños pero brillantes como puntas de alfiler, mientras yo me reprochaba mi ingenuidad, la debilidad de creer que Teresa hubiera conseguido escapar. Otros muchos lo habían logrado pero, en el fondo, yo ya sabía que ella no había tenido esa suerte, porque su hijo no habría podido eliminarla para siempre si hubiera seguido estando viva. Había muerto mucho antes de que yo naciera, pero seguía siendo mi abuela, siempre lo sería aunque hubiera muerto con mi edad, a los cuarenta años, a los cuarenta y uno, una mujer extraordinaria, más de lo que yo llegaría a ser en mi vida. Era mi abuela y yo la quería. Nunca la había visto, pero la quería. Ella no había llegado a conocerme, pero la quería. Jamás me había tocado, jamás me había abrazado, jamás me había besado, pero yo la quería, la quería, la quería. De verdad y de repente, la quería.

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