Antártida: Estación Polar

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

 

En una remota estación polar estadounidense en la Antártida, un grupo de científicos ha descubierto un objeto atrapado en el interior de una capa de hielo de cuatrocientos años de antigüedad. Parece ser un artefacto de metal… que no debería estar allí... y por el que mucha gente estaría dispuesta a matar.

Un equipo de marines estadounidenses, con el enigmático teniente Shane Schofield a la cabeza, se dirige a la estación polar para proteger tan extraño hallazgo. Sin embargo, otros países quieren apropiarse de él y harán todo lo necesario para conseguirlo. Por fortuna, los hombres de Schofield son soldados experimentados, dispuestos a seguirle hasta el mismísimo infierno... y pronto descubrirán que es allí adonde se dirigen.

Matthew Reilly

Antártida Estación polar

ePUB v1.2

NitoStrad
26.03.13

Título original:
Ice Station

Autor: Matthew Reilly

Fecha de publicación del original: agosto de 1998

Traducción: María Otero González

Editor original: NitoStrad (v1.0, v1.1, v1.2)

Corrección erratas: ElBeni (v1.2)

ePub base v2.0

Para Natalie

Introducción

Jonathan Kendrick,

Conferencias de Cambridge: «Antártida, el continente vivo», ponencia realizada en el Trinity College el 17 de marzo de 1995.

Imaginen por un momento un continente que durante tres meses del año duplica su volumen. Un continente en constante movimiento; un movimiento que es imperceptible para el ojo humano, pero que, sin embargo, es devastador.

Imaginen que pudieran mirar desde el cielo a esa masa inmensa y cubierta de nieve. Verían entonces las marcas de ese movimiento: olas enormes que golpean los glaciares, rodean las montañas y caen como cascadas capturadas en una película fotográfica.

Esta es la «imponente inercia» de la que hablaba Eugene Linden. Y si nosotros, al igual que Linden, imaginamos que estamos mirando esa imagen a través de una fotografía
time-lapse
(o con tomas a intervalos prefijados) tomadas durante miles de años, entonces sí veremos ese movimiento.

Treinta centímetros de movimiento cada año no parece demasiado en tiempo real, pero en intervalos prefijados, los glaciares se convierten en ríos de hielo; hielo que se mueve grácil y libremente, con una potencia impresionante e imparable.

¿Impresionante? Desde aquí percibo su incredulidad. ¿Treinta centímetros al año? ¿Qué daño podría hacer eso?

Pues déjenme decirles que mucho. Para sus bolsillos. ¿Sabían que el Gobierno británico ha tenido que reemplazar la estación Halley en cuatro ocasiones? Verán, al igual que muchas de las estaciones de investigación de la Antártida, la estación Halley está construida bajo tierra, enterrada en el hielo, pero un desplazamiento de solo treinta centímetros al año resquebraja sus muros y comba de manera considerable sus techos.

La cuestión aquí es que los muros de la estación Halley se encuentran bajo mucha, mucha presión. Todo ese hielo se desplaza hacia el exterior, avanza inexorablemente hacia el mar, quiere llegar al mar (para conocer mundo en forma de iceberg, podrían decir), y no está dispuesto a que algo tan insignificante como una estación de investigación se interponga en su camino.

Aun así, Gran Bretaña no ha salido muy mal parada de estos desplazamientos de hielo si lo comparamos con las estaciones de otros países.

Piensen en 1986, cuando la plataforma de hielo Filchner alumbró un iceberg del tamaño de Luxemburgo en el mar de Weddell. Trece mil kilómetros cuadrados de hielo se separaron de la masa continental… llevándose consigo la base Belgrano I, una estación argentina abandonada, y la estación de verano soviética Druzhnaya. Al parecer, los soviéticos tenían previsto usar Druzhnaya ese verano. Se pasaron los tres meses siguientes buscando su base extraviada entre los tres enormes icebergs que se habían originado por el desplazamiento de hielo. Y la encontraron. Con el tiempo, pero la encontraron.

Estados Unidos ha tenido menos suerte incluso. En la década de los sesenta, ese país vio cómo sus cinco estaciones Little America quedaban aisladas en icebergs.

Damas y caballeros, el mensaje que podemos sacar de todo esto es bastante sencillo. Lo que parece yermo, puede no serlo. Lo que parece una tierra baldía, puede no serlo. Lo que parece inánime, puede no serlo.

No. Cuando miren la Antártida, no se dejen engañar. No están mirando una roca cubierta de hielo. Están mirando un continente vivo, un continente que respira.

Extracto de Watergate,

William Goldridge,

Nueva York, Wylie, 1980.

Capítulo 6

El Pentágono

[…] De lo que no existe apenas constancia escrita, sin embargo, es del fuerte vínculo que Richard Nixon forjó con sus consejeros militares, especialmente con un coronel de la Fuerza Aérea llamado Otto Niemeyer…» [Pág. 80]

[…] Tras el escándalo del Watergate, sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió con Niemeyer. Era el enlace de Nixon con el Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, una persona de su confianza que tenía acceso a la información confidencial del grupo. Su ascenso a coronel coincidió con la dimisión de Nixon, pero Niemeyer gozó de algo de lo que muy pocos pueden presumir: la confianza del presidente.

Sin embargo, lo que resulta sorprendente es que, tras la dimisión de Nixon en 1974, apenas si se puede encontrar información referente a Otto Niemeyer. Permaneció en el Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos durante los mandatos presidenciales de Ford y Carter como un participante silencioso y reservado hasta el año 1979 cuando su puesto quedó vacante de improviso.

La Administración Carter jamás explicó los motivos de la destitución de Niemeyer. Otto Niemeyer no estaba casado; se rumoreaba que era homosexual. Vivía en la academia militar de Arlington, solo. Muy poca gente afirmaba abiertamente ser amigo suyo. Viajaba con frecuencia, a menudo a «destinos desconocidos», y sus compañeros de trabajo no sospecharon nada cuando se ausentó del Pentágono durante algunos días en diciembre de 1979.

El problema reside en que Otto Niemeyer jamás regresó… [Pág. 86.]

Estación polar
Prólogo

Tierra de Wilkes, Antártida

13 de junio

Habían transcurrido tres horas desde que perdieran el contacto por radio con los dos buzos.

El descenso había transcurrido sin problemas, a pesar de la profundidad. Price y Davis eran los buzos más experimentados de la estación y habían estado conversando animadamente por el intercomunicador durante todo el descenso.

Tras detenerse a mitad de camino para proceder a la represurización, habían proseguido el descenso hasta llegar a los novecientos metros de profundidad, donde habían abandonado la campana de inmersión y habían comenzado su ascenso diagonal por una caverna de estrechas paredes de hielo.

La temperatura del agua era estable: 1,9° centígrados. Desde hacía tan solo dos años, el buceo en la Antártida se había visto restringido (a causa del frío) a inmersiones de diez minutos extremadamente efímeras y, desde un punto de vista científico, extremadamente insatisfactorias. Sin embargo, gracias a unos nuevos trajes termoeléctricos fabricados por la Armada, los buzos podían mantener una temperatura corporal estable en las aguas casi congeladas del continente durante al menos tres horas.

Los dos buzos habían seguido conversando a través del intercomunicador mientras ascendían por el empinado túnel submarino de hielo; habían descrito la textura agrietada y desigual del hielo y comentado el color azul cielo, casi angelical, de este.

Y, de repente, habían dejado de hablar.

Habían divisado la superficie.

Los dos buzos contemplaron la superficie del agua desde abajo.

Estaba oscuro. Las aguas permanecían calmas. Anormalmente calmas. Ni siquiera una leve onda rompía aquella superficie plana y brillante. Siguieron buceando en dirección ascendente.

De repente escucharon un ruido.

Los dos buzos se detuvieron.

Al principio solo fue un silbido inquietante, un silbido que resonó en las aguas cristalinas y gélidas. Pensaron que se trataría del canto de ballenas.

Podría tratarse de orcas. Recientemente habían visto a un grupo de orcas merodeando por la estación. Un par de ellas (dos machos jóvenes) había adquirido el hábito de subir en busca de aire a la superficie del tanque que se encontraba en la base de la estación polar Wilkes.

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