Antártida: Estación Polar (9 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Gant comenzó a gemir.

Schofield apuntó con su lanzador a la pared de hielo y disparó. Un sonoro ruido metálico se propagó a gran velocidad por el aire cuando el gancho salió disparado de la boca del arma y golpeó en la pared de hielo. El gancho atravesó la pared, llegando hasta el comedor. Una vez allí, sus «garras» se desplegaron.

—¡Espantapájaros! ¡Muévase!

Schofield se volvió mientras Gant se ponía en pie con dificultades.

—Agárrese a mis hombros —le dijo.

—¿Eh?

—No importa. Solo agárrese —dijo Schofield mientras colocaba los brazos de Gant sobre sus hombros. Los dos estaban muy juntos, casi se rozaban nariz con nariz. En cualquier otra circunstancia, aquella escena habría parecido un abrazo íntimo, dos amantes a punto de besarse. Pero no en ese momento. Agarrando con fuerza a Gant, Schofield se volvió y se sentó sobre la barandilla.

Volvió a mirar al túnel que daba a la entrada principal y vio sombras reflejadas en las paredes de hielo del pasillo, sombras que se movían con rapidez. Comenzaron a llegar disparos desde esa zona.

—Agárrese fuerte —le dijo Schofield a Gant.

Y entonces, sujetando con las dos manos el lanzador tras la espalda de Gant (que, a su vez, estaba agarrada a su cuello), Schofield dejó caer su peso hacia atrás y los dos descendieron desde la barandilla hacia el vacío.

Tan pronto como Schofield y Gant descendieron de la barandilla, esta se vio asaltada por un torrente de balas. Una lluvia brillante de chispas naranjas y blancas se desató por encima de sus cabezas mientras caían.

Schofield y Gant caían.

El cable del Maghook fue desenrollándose por encima de ellos. Pasaron el nivel B a toda velocidad, donde se encontraban Riley y Hollywood, que se volvieron ante la visión inesperada de dos cuerpos cayendo por el eje central.

Entonces Schofield apretó un botón negro que se encontraba en la empuñadura delantera del lanzador y un mecanismo de resorte situado en el interior de la boca del arma paró el cable.

Schofield y Gant frenaron repentinamente, justo por debajo del nivel B, y el cable del Maghook comenzó a balancearlos hacia la pasarela. Ellos también se balancearon para coger impulso y lograr así situarse sobre la pasarela del nivel C y, a continuación, se lanzaron.

Tan pronto como sus pies tocaron la pasarela, Schofield apretó dos veces el gatillo del lanzador. Cuando lo hizo, el gancho (arriba, en el nivel A) respondió inmediatamente, se retrajo y se deslizó fuera del agujero que había abierto en la pared del comedor. El gancho y el cable cayeron por el eje central de la estación polar, enrollándose este último en el interior del lanzador conforme el gancho iba descendiendo. En cuestión de segundos el gancho estaba de nuevo en manos de Schofield y este y Gant corrieron a la entrada más cercana.

—¡Granada!

Riley y Hollywood se tiraron al suelo del túnel norte del nivel B, guareciéndose tras una curva del túnel.

Justo en ese momento una explosión sacudió el túnel de hielo. Después de la explosión se produjo una sacudida y entonces…

Riley y Hollywood se agacharon cuando un enjambre de objetos similares a dardos pasaron a su lado a una velocidad vertiginosa y se clavaron en la pared de enfrente del túnel.

Los dos marines se miraron incrédulos.

Cargas de fragmentación.

Una carga de fragmentación era fundamentalmente una granada convencional que había sido rellenada con cientos de diminutos fragmentos de metal; pequeños fragmentos afilados e irregulares cuyo fin era dificultar su extracción del cuerpo humano. Cuando la carga explosionaba, la onda explosiva enviaba esos fragmentos letales en todas direcciones.

—Siempre lo he dicho —dijo Riley con cierto tono irónico mientras metía un cargador nuevo en el receptor del MP5—. Siempre lo he dicho: jamás confíes en los putos gabachos. Tienen algo. Quizá son esos ojos redondos y pequeños que tienen todos. Se supone que esos gilipollas son nuestros malditos aliados.

—Putos franceses —asintió pensativo Hollywood mientras se asomaba para vigilar.

Se le desencajó la mandíbula.

—Oh, mierda…

—¿Qué? —Riley se volvió en el momento en que una granada rebotaba en la curva del túnel donde se guarecían e iba a parar a un metro y medio de ellos.

A un metro y medio.

No tenían adónde ir. No podían alejarse de ella. No podían echar a correr por el pasillo y salir a tiem…

Riley se tiró hacia delante. Hacia la granada. Se deslizó por el suelo cubierto de escarcha con los pies por delante, como si de un futbolista se tratara. Cuando se encontró cerca del objetivo le dio una patada y envió la granada de nuevo por el túnel norte, en dirección al eje central.

Mientras Riley golpeaba a la granada, Hollywood se tiró hacia él, agarró a Riley por las protecciones de los hombros y volvió a arrastrarlo tras la curva del túnel.

La granada explosionó.

Se desencadenó otra detonación ensordecedora.

Y una nueva ola de fragmentos de metal estalló por el pasillo. Pasaron casi rozando a Riley y Hollywood e impactaron en la pared situada enfrente de ellos.

Hollywood se volvió y miró a Riley.

—Joder, tío, esto es una catástrofe muy espinosa.

Riley ya estaba en pie.

—Vamos, no podemos quedarnos aquí.

Miró al otro lado del túnel norte y vio a Quitapenas aparecer por la curva contraria. Junto a él se encontraban el cabo Georgio
Piernas
Lane y la sargento Gena
Madre
Newman. Debían de haber llegado desde el lado oeste del nivel B.

Riley dijo:

—De acuerdo, escúchenme todos. Por lo que a mí respecta, debemos separarnos. Si nos agrupamos y dejamos que nos arrinconen, vamos a acabar como unos putos donuts de fresa. Tenemos que separarnos. Quitapenas, Piernas, Madre, vayan por el túnel exterior y regresen al lado oeste. Hollywood y yo iremos al lado este. Una vez tengamos claro dónde nos encontramos y qué podemos hacer desde nuestras posiciones, podremos planear cómo demonios vamos a reagruparnos con los demás y trincar a esos hijos de puta. ¿Están de acuerdo?

No hubo objeciones. Quitapenas y los otros se pusieron rápidamente en marcha y echaron a correr por el túnel de hielo contrario.

Riley y Hollywood comenzaron a correr en dirección este, siguiendo la curva del túnel exterior.

Mientras corría, Riley dijo:

—De acuerdo, ¿qué es esto? El nivel B, bien. ¿Qué hay en el nivel B?

—No lo… —Hollywood paró de hablar cuando pasaron la curva del túnel y vio lo que tenían ante sí.

Los dos hombres se detuvieron e inmediatamente sintieron cómo se les helaba la sangre.

Schofield disparó con la Desert Eagle al eje central de la estación polar Wilkes.

Gant y él se encontraban en el nivel C, dentro de una sala que daba a la pasarela central. Schofield se hallaba junto a la entrada con la pistola empuñada, intentando atisbar el eje central y el nivel A.

Tras él, en el interior de aquella sala cuya función desconocían, Gant estaba de cuclillas, intentando sobrellevar la sensación de mareo que la invadía. Se había quitado el casco y ahora dejaba ver su corto cabello, de un rubio casi blanco como la nieve.

Gant observó con curiosidad su casco y el virote que había alojado en él. Negó con la cabeza y se lo colocó de nuevo, virote incluido. También se colocó las gafas, ocultando así gran parte de la delgada línea de sangre seca que le recorría el rostro, desde la frente a la barbilla. A continuación cogió el MP-5 con determinación y se unió a Schofield en la entrada.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Schofield mientras apuntaba con la pistola al nivel A.

—Sí, ¿me he perdido algo?

—¿Vio la parte en que ese grupo de gabachos gilipollas que se hacían pasar por científicos decidieron dispararnos?

Schofield efectuó otro disparo.

—Sí, esa parte sí.

—¿Y qué hay de la parte en la que descubrimos que nuestros nuevos amigos tenían a seis tipos más escondidos en su aerodeslizador?

—No, eso me lo perdí.

—Bueno, esa es la… —disparó con furia de nuevo—… historia hasta ahora.

Gant miró a Schofield. Tras esas opacas gafas plateadas se encontraba un hombre realmente cabreado.

Lo cierto era que Schofield no estaba enfadado con los franceses
per se
. Al principio se había enfadado consigo mismo por no haberse percatado de que los «científicos» franceses eran realmente soldados. Pero ellos habían llegado a Wilkes primero y habían llevado consigo dos científicos genuinos, un ardid especialmente brillante que había bastado para despistar a Schofield y a sus hombres.

Lo que le enfurecía de verdad, sin embargo, era que había perdido la iniciativa en la batalla.

Los franceses habían pillado a Schofield y a su equipo con la guardia baja, los habían cogido desprevenidos y ahora eran ellos quienes estaban dictando los términos de esa pelea. Eso era lo que realmente cabreaba a Schofield.

Intentó desesperadamente combatir su ira. No podía permitirse estar enfadado. No podía permitirse sentirse así.

Cuando comenzaba a notar que se enfadaba o alteraba, Schofield siempre recordaba un seminario al que había acudido en Londres a finales de 1996 impartido por un legendario comandante británico, el general de brigada Trevor J. Barnaby.

Trevor Barnaby, un hombre fornido de penetrantes ojos oscuros, cabeza afeitada al cero y austera perilla negra, era la persona al frente de la
SAS
(lo había sido desde 1979) y se le consideraba el estratega militar de primera línea más brillante del mundo. Su habilidad estratégica respecto a pequeñas fuerzas de incursión era extraordinaria. Y, cuando dicha habilidad estratégica era ejecutada por la élite de las unidades militares en el mundo, las
SAS
, resultaba invencible. Trevor Barnaby era el orgullo del ejército británico y, hasta la fecha, jamás había fallado en una misión.

En noviembre de 1996, y como parte de un acuerdo entre los Estados Unidos y el Reino Unido para compartir sus conocimientos, se decidió que Barnaby impartiera un seminario de dos días de duración sobre tácticas de guerra de incursión encubiertas a los oficiales estadounidenses más prometedores. A cambio, los Estados Unidos instruirían a las unidades de artillería británicas en el uso de las baterías de misiles móviles Patriot II. Uno de los oficiales escogidos para acudir al seminario de Trevor Barnaby fue el teniente Shane M. Schofield, del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos.

La ponencia de Barnaby había tenido un estilo un tanto chulesco y agudo que a Schofield le había gustado; una batería de preguntas y respuestas que se habían sucedido con una progresión simple y lógica.

—En cualquier combate —había dicho Barnaby—, sea en una guerra mundial o en un enfrentamiento aislado de dos unidades, la primera pregunta que uno tiene que hacerse es esta: ¿cuál es el objetivo de su oponente? ¿Qué es lo que quiere? A menos que conozca la respuesta a esa cuestión, jamás podrá preguntarse la segunda cuestión: ¿cómo va a obtenerlo?

»Y les digo ahora mismo, damas y caballeros, que la segunda cuestión reviste mucha más importancia que la primera. ¿Por qué? Porque lo que su oponente quiere no es importante en cuanto a estrategias se refiere. Lo que quiere es un objeto, nada más. La propagación mundial del comunismo. Hacerse con un espacio estratégico en territorio extranjero. El Arca de la Alianza. ¿A quién le importa? Conocer este aspecto no supone nada en sí. Por otro lado, cómo planea obtenerlo, lo supone todo. Porque eso es una acción. Una acción que puede detenerse.

»Así que, una vez hayan respondido a la segunda cuestión, podrán proceder a la cuestión número tres: ¿qué van a hacer para detenerlo?

Al hablar sobre mando y liderazgo, Barnaby había resaltado en repetidas ocasiones la necesidad de mantener la cabeza fría. Un comandante enfadado, que actuaba bajo la influencia de la ira o la frustración, solo lograría que matasen a su unidad.

—Como líder —había dicho Barnaby—, uno no puede permitirse estar enfadado o alterado.

Consciente de que ningún oficial al mando es inmune a la ira o la frustración, Barnaby había ofrecido su análisis táctico de tres pasos como desviación de esos sentimientos.

—Cada vez que sientan que sucumben a la ira, realicen el análisis de tres pasos. Saquen su mente de ese estado de ira y pónganla de nuevo manos a la obra. Pronto olvidarán qué era lo que les cabreaba y comenzarán a hacer el trabajo para el que les pagan.

Y allí, en la entrada del nivel C, en el mundo gélido y glacial de la estación polar Wilkes, Shane Schofield casi podía oír a Trevor Barnaby hablándole en el interior de su cabeza.

De acuerdo, entonces.

¿Cuál es su objetivo?

Quieren la nave.

¿Cómo van a lograrlo?

Van a matar a todos los que se encuentran en la estación, coger la nave espacial y lograr de algún modo abandonar el continente antes de que nadie sepa de su existencia.

De acuerdo. Pero había un problema con ese análisis. ¿Qué era…?

Schofield se quedó pensativo durante un instante. Y entonces cayó en la cuenta.

Los franceses habían llegado muy rápido.

Tan rápido que habían llegado a Wilkes antes de que los Estados Unidos pudieran enviar un equipo allí. Lo que significaba que se encontraban cerca de Wilkes cuando la señal de socorro inicial había sido enviada.

Schofield se detuvo.

Los soldados franceses se encontraban ya en D'Urville cuando la señal de Abby Sinclair fue enviada.

Pero no podían haber previsto la señal de socorro. Había sido una emergencia, algo puntual y repentino.

Y ese era el problema del análisis.

En la mente de Schofield comenzó a tomar forma una imagen:
vieron la oportunidad y decidieron ir a por ella

Los franceses tenían a sus soldados en Dumont d'Urville, probablemente efectuando ejercicios de algún tipo. Guerra ártica o de invierno, o algo similar.

Y entonces habían recibido la señal de socorro de Wilkes. Y, de repente, los franceses se habrían dado cuenta de que tenían a una de sus unidades de élite militar a menos de diez mil kilómetros del descubrimiento de una nave espacial extraterrestre.

Las ganancias potenciales eran obvias: avances tecnológicos procedentes de su sistema de propulsión, de la construcción del armazón exterior… Quizá incluso armas.

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