Antártida: Estación Polar (11 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Un rastro de humo blanco, que dejaba una línea en el aire tras de sí, desveló su origen: Petard, desde el nivel A, con un fusil de asalto
FAMAS
equipado con un lanzagranadas de 40 mm.

Schofield se agachó justo cuando la granada propulsada por gas pasó por el estrecho hueco de la puerta (por encima de su cabeza), se ladeó ligeramente hacia arriba y se estrelló contra la pared trasera de la sala donde se encontraba el sistema de refrigeración del aire.

—¡Fuera! ¡Ahora! —gritó Schofield.

Gant no necesitó que se lo dijera. Ya estaba saliendo por la puerta con el MP-5 en ristre y disparando.

Schofield salió agachado de la puerta tras Gant justo en el momento en que la sala estalló a sus espaldas. La pesada y agujereada puerta casi se sale de sus goznes cuando la onda expansiva la zarandeó como si de una ramita se tratara. La puerta giró en un arco completo de ciento ochenta grados hasta golpear en la pared de hielo que daba a la pasarela, justo al lado de Schofield. Y entonces una enorme bola de fuego salió de la sala al espacio abierto del centro de la estación polar Wilkes.

—¡Espantapájaros! ¡Vamos! —gritó Gant mientras disparaba al nivel A desde la pasarela.

Schofield se incorporó de un salto y disparó su MP-5, apuntando al lugar donde instantes antes había visto a Petard.

Gant y Schofield corrieron por la pasarela del nivel C, quedando al descubierto. Schofield apuntaba con su arma a la izquierda, Gant a la derecha. De los cañones de los MP-5 salían enormes lenguas de fuego. Los disparos que les devolvían los franceses arrasaron las paredes de hielo a su alrededor.

Schofield vio un pequeño nicho en una pared situada a unos diez metros de ellos.

—¡Zorro! ¡Allí!

—¡Recibido!

Schofield y Gant se arrojaron al pequeño nicho cuando una segunda explosión más poderosa detonó en la sala de refrigeración del aire.

Desde el primer segundo de la explosión, Schofield supo que esa detonación era diferente de la primera. No era la explosión breve y contenida de una granada. Tenía más resonancia, más sustancia. Era el sonido de una explosión más grande…

Era el sonido de uno de los cilindros del sistema de refrigeración del aire al estallar.

Las paredes de la sala se resquebrajaron al instante por la intensidad de la enorme deflagración. Al igual que un corcho cuando se abre una botella de champán, una tubería negra salió despedida de la habitación y voló a toda velocidad por el espacio de treinta metros situado en medio de la estación hasta alojarse en la pared de hielo situada al otro lado.

Schofield se pegó aún más a la pared del nicho cuando una lluvia de balas impactó a su lado. Miró a su alrededor.

Se trataba de un pequeño rincón hundido en la pared, diseñado al parecer con el único propósito de albergar la consola que manejaba el enorme cabrestante que subía y bajaba la campana de inmersión de la estación. La consola, tal como Schofield pudo percibir, era poco más que una serie de palancas, cuadrantes y botones dispuestos en un panel.

Delante de la consola se encontraba un asiento de acero de un tamaño inusitadamente grande. Schofield reconoció al instante el asiento: se trataba del asiento eyectable del piloto de un caza F-14. Las marcas negras de los tubos bajo el propulsor y la considerable abolladura en el reposacabezas de acero indicaban que ese asiento eyectable había sido usado en una vida anterior para su propósito inicial. Algún miembro del personal de Wilkes había montado con gran ingenio el inmenso asiento en una base giratoria y a continuación había atornillado el conjunto en el suelo, convirtiendo ese cachivache militar de ciento ochenta kilos de peso en una resistente pieza de mobiliario.

De repente, una nueva ráfaga de disparos tronó desde la parte noroeste del nivel A y Gant saltó sobre el asiento eyectable y se guareció tras el reposacabezas, acurrucándose hasta quedar completamente cubierta tras la placa posterior revestida de acero.

La ráfaga de disparos se prolongó durante diez segundos y alcanzó a la parte trasera del asiento eyectable. Gant presionó la cabeza contra el reposacabezas para protegerse los ojos del ataque de las balas, que rebotaban en todas direcciones.

Cuando lo hizo, sin embargo, un movimiento captó su atención.

A su izquierda. Abajo a su izquierda.

En el tanque situado en la base de la estación. Bajo la superficie. Una refulgente forma negra y blanca, increíblemente grande, se desplazaba lenta y silenciosamente bajo la superficie. Debía de encontrarse a más profundidad de lo que parecía, pues la aleta dorsal no sobresalía por la superficie.

A la primera forma oscura se le unió una segunda, y a continuación una tercera, y una cuarta. La primera debía de medir al menos doce metros de largo. Las demás eran más pequeñas.

Hembras
, pensó Gant. Había leído una vez que por cada orca macho había ocho o nueve hembras.

Las aguas estaban picadas, y esto ayudaba a que los borrosos contornos negros y blancos parecieran todavía más siniestros. La primera orca se giró de costado y Gant pudo vislumbrar su níveo vientre, su boca abierta y dos terroríficas filas de dientes.

Fue entonces cuando Gant vio a las dos orcas jóvenes nadando tras el enorme macho. Eran las dos orcas que había visto antes, cuando la batalla con los franceses aún no se había desatado, las dos orcas que andaban buscando a
Wendy
.

Ahora estaban de vuelta… y habían traído consigo al resto del grupo. Las orcas comenzaron a dar vueltas alrededor del tanque de la estación polar Wilkes. Mientras se acurrucaba tras el reposacabezas del asiento eyectable, Gant sintió como el miedo comenzaba a extenderse por todo su cuerpo.

Hollywood jamás tuvo la más mínima posibilidad.

Los fragmentos de metal de las tres granadas de fragmentación habían caído sobre él con una intensidad terrible. Había recibido los impactos desde los dos flancos.

Libro solo pudo observar impotente cómo su joven compañero (en el suelo, de rodillas) se cubría con una débil mano el rostro y a continuación caía, embestido por la fuerza de la lluvia de fragmentos de metal.

El científico que había estado intentando empujar a su colega al interior de la entrada más cercana tampoco había sido lo suficientemente rápido. Al igual que Hollywood, había quedado irreconocible. El impacto de los fragmentos de metal lo había matado en el acto. Y, si bien el chaleco antibalas de Hollywood había protegido su pecho y hombros de la explosión, el científico no había tenido tanta suerte. Todo su cuerpo, desprovisto de cualquier tipo de protección, no era ya sino una espantosa masa cubierta de sangre.

Ningún tejido habría podido sobrevivir a tal bombardeo. Ni ningún ser humano. La ráfaga de fragmentos había atravesado cada centímetro de piel de los cuerpos de los dos hombres.

Y, durante un instante, durante un breve instante, Buck Riley fue incapaz de hacer otra cosa que no fuera contemplar el cuerpo destrozado de su amigo.

Al otro lado del nivel B, Quitapenas recorría el túnel curvado exterior con su arma empuñada.

Piernas
Lane y
Madre
Newman corrían tras él, disparando sin cesar a las tres sombras que iban por el túnel tras ellos.

Piernas
Lane era un cabo de treinta y un años, piel aceitunada, mandíbula cuadrada, y aspecto y modales de italiano. Por su parte,
Madre
Newman era la segunda de las dos mujeres de la unidad de Schofield, y no podía ser más diferente de Libby Gant.

Mientras que Gant tenía veintiséis años, era compacta y con el pelo rubio, liso y corto, Madre tenía treinta y cuatro años, medía casi un metro noventa y llevaba la cabeza rapada. Pesaba cerca de noventa kilos. Su apodo no pretendía aludir a una figura maternal. Era una manera «cariñosa» de mentar a quien la había traído al mundo.

Madre habló por el micro de su casco:

—Espantapájaros, aquí Madre al habla. Fuego pesado en el nivel B. Repito. Estamos bajo fuego pesado en el nivel B. Tenemos tropas enemigas tras nosotros y granadas de fragmentación por todas partes. Nos estamos acercando al túnel oeste y vamos a dirigirnos al eje central. Si hay alguien que tenga campo visual del eje, nos encantaría oírle.

La voz de Schofield se escuchó por los intercomunicadores de sus cascos.

—Madre, aquí Espantapájaros. Tengo el campo visual del eje central. No hay sujetos hostiles en la pasarela por el momento. Hemos avistado a cinco en su nivel antes, pero ahora todos se encuentran en los túneles.

»También les confirmo otros cinco hostiles más en el nivel A, y al menos uno de ellos tiene un lanzagranadas de 40 mm. Si tienen que salir a las pasarelas, les cubriremos desde abajo. ¿Montana, Santa Cruz? ¿Están ahí?

—Sí —respondió la voz de Montana.

—¿Siguen en el nivel A?

—Afirmativo.

—¿Siguen atrapados?

—Estamos trabajando en ello.

—Prosigan. Manténganles entretenidos. En diez segundos tres de nuestros soldados van a salir al exterior del nivel B.

—No hay problema, Espantapájaros.

Madre dijo:

—Gracias, Espantapájaros. Nos encontramos en el túnel oeste. Estamos llegando al eje central.

En el nicho del nivel C, Schofield pulsó de nuevo el micro de su casco.

—¡Libro! ¡Libro!

No hubo respuesta.

—Dios santo, Libro. ¿Dónde se encuentra?

En las duchas de mujeres del nivel B, Sarah Hensleigh se volvió al oír el estruendo de una puerta al ser abatida.

Durante un terrorífico instante pensó que los soldados franceses habían entrado en las duchas de mujeres. Pero no era así. El sonido provenía de la habitación de al lado, de las duchas de los hombres.

¡Los franceses estaban en la habitación contigua!

Junto a Sarah, se encontraban Kirsty, Abby Sinclair y un geólogo llamado Warren Conlon. Cuando Buck Riley les había ordenado que volvieran a sus habitaciones, los cuatro se habían apresurado a entrar allí. Conlon había logrado entrar por la estrecha rendija de la puerta que había quedado abierta y cerrarla un segundo antes de que las granadas de fragmentación estallaran en el túnel.

Las duchas de las mujeres se encontraban situadas entre el túnel exterior y el eje central, en la esquina noreste del nivel B. La sala tenía tres puertas: una que conducía al túnel norte, otra al túnel exterior y la otra a las duchas de los hombres, en la habitación contigua.

Más sonidos y ruidos resonaron desde la otra habitación.

Ruidos de los soldados franceses al golpear las puertas de las duchas para ver si alguien había intentado esconderse allí.

Sarah empujó a Kirsty a la puerta que llevaba al túnel norte.

—Vamos, cariño. Tenemos que irnos.

Sarah miró hacia atrás por encima de su hombro.

Detrás de la fila de seis duchas se podía ver el cuarto superior de la puerta que daba a las duchas de los hombres.

Seguía cerrada.

Los soldados franceses entrarían de un momento a otro.

Sarah alcanzó la puerta que llevaba al túnel norte y agarró el pomo.

Dudó. No había manera de saber qué se encontraba al otro lado.

—¡Sarah! ¿Qué está haciendo? Vamos —susurró desesperado Warren Conlon. Alto y enjuto, Conlon era, en el mejor de los casos, un hombre tímido y nervioso. En ese momento estaba totalmente aterrorizado.

—Vale, vale —dijo Sarah. Comenzó a girar el pomo.

Se escuchó un golpetazo y la puerta que daba a las duchas de los hombres se abrió.

—¡Vamos! —gritó Conlon.

Sarah abrió la puerta y, tirando de Kirsty, salieron en dirección al túnel norte.

No había dado ni un par de pasos cuando se detuvo en seco…

… Y se encontró frente a frente con los ojos de un hombre que la apuntaba con un arma en la cabeza.

El hombre ladeó el rostro y a continuación negó con la cabeza.

—Dios mío. —Bajó el arma.

—Tranquilos, tranquilos —dijo Buck Riley mientras corría hasta Sarah y Kirsty—. Me han dado un susto de muerte, pero todo está bien.

Abby Sinclair y Warren Conlon se unieron a ellos en el túnel, cerrando la puerta de un portazo tras ellos.

—¿Están allí? —preguntó Riley, señalando con la cabeza a las duchas de las mujeres.

—Sí —dijo Sarah.

—¿Están los demás bien? —preguntó estúpidamente Warren Conlon.

—No creo que vuelvan a salir de sus habitaciones —dijo Riley mientras observaba el túnel. Se oyeron disparos procedentes del túnel exterior. Cuando Riley se volvió para mirar, Sarah le vio un fino hilo de sangre de un corte profundo que tenía en su oreja derecha. Riley no parecía haberse percatado de ello. El auricular que llevaba en esa oreja tenía incrustado un afilado fragmento de metal.

—Puede que tengamos un ligero problema —dijo Riley mientras sus ojos seguían escudriñando el túnel—. He perdido el contacto con el resto de mi grupo. Mi equipo de radio fue alcanzado por algunos fragmentos de metal, por lo que no puedo escuchar a los demás ni ellos a mí.

Riley se volvió y miró al otro lado, por encima de la cabeza de Sarah, en dirección al final del túnel que conducía a las pasarelas y al enorme eje central situado en el centro de la estación.

—Vengan conmigo —fue todo lo que dijo cuando pasó rozando a Sarah y encabezó la marcha hacia el eje central de la estación polar Wilkes.

—¡Libro! —susurró Schofield por el micro de su casco mientras mantenía la mirada fija en el túnel oeste del nivel B—. ¡Libro! ¿Dónde está? Maldita sea.

—¿Nada de Libro? —preguntó Gant.

—Todavía no —dijo Schofield. Gant y él seguían agazapados en el nicho del nivel C, en la parte este de la estación. Esperaban en tensión a que Quitapenas, Madre y Piernas salieran del túnel oeste del nivel B.

Quitapenas fue el primero en salir. Rápidamente, pero con cautela y su arma empuñada, mantenía la mirada fija en la mira de su MP-5, que movía con brío de un lado a otro en un ángulo de ciento ochenta grados, a la caza de cualquier fuente de problemas.

Tan pronto como vio salir a Quitapenas, Schofield abrió fuego inmediatamente hacia el nivel A, obligando a quienquiera que se encontrara allí a ponerse a cubierto. Gant salió cinco segundos después e hizo lo mismo.

Schofield se guareció tras la pared del nicho para cargar más munición. Mientras cargaba su arma, observó como Gant disparaba tres veces a los enemigos.

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