Antártida: Estación Polar (5 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Schofield asintió lentamente, memorizando los nombres para compararlos con una lista que había visto a bordo del
Shreveport
dos días antes. Era una lista con los nombres de los científicos franceses destinados en D'Urville. Champion, Cuvier y Rae figuraban en ella.

Alguien golpeó la puerta y Schofield se volvió. El sargento Morgan
Montana
Lee se hallaba apostado en la puerta del comedor.
Montana
Lee era un hombre bajo y fornido y, a sus cuarenta y seis años, era el miembro de más edad de la unidad. Tenía la nariz chata y el rostro curtido y recio. A unos diez metros tras él se encontraba su compañero, el cabo Oliver
Hollywood
Todd. Alto, negro y delgado,
Hollywood
Todd tenía veintiún años.

Y entre los dos marines se encontraban los frutos de su rastreo.

Una mujer.

Un hombre.

Una niña.

Y una foca.

—Llegaron hará unas cuatro horas —dijo Sarah Hensleigh. Schofield y Hensleigh se encontraban en el nivel A, sobre la pasarela desde la que se divisaba el resto de la estación.

Tal como Hensleigh ya le había explicado, la estación polar Wilkes era fundamentalmente un enorme cilindro vertical que habían colocado en el interior de la plataforma de hielo. Tenía cinco niveles de profundidad.

Situadas a intervalos regulares en las paredes del cilindro se hallaban unas pasarelas de metal que recorrían la circunferencia de este. Cada pasarela se unía con la pasarela inmediatamente superior mediante estrechas y empinadas escaleras de travesaños, de forma tal que toda la estructura se asemejaba a una escalera de incendios.

De cada pasarela salía una serie de ramificaciones que horadaban las paredes de hielo del cilindro; se trataba de túneles que conformaban los diferentes niveles de la estación. Cada nivel constaba de cuatro túneles rectos que se ramificaban desde el eje central e iban a parar a un túnel curvado exterior que formaba un amplio círculo alrededor del hueco central. Los cuatro túneles rectos equivalían, de una forma un tanto rudimentaria, a los cuatro puntos de una brújula, por lo que los llamaban norte, sur, este y oeste.

Cada pasarela/nivel de la estación polar Wilkes había sido nombrada de la A a la E (la A para el nivel más alto y la E para la plataforma de metal que rodeaba el enorme tanque de agua situado en la base de la inmensa estructura subterránea). Sarah le había dicho que en el nivel C, el nivel medio, había un estrecho puente retráctil que podía desplegarse a lo largo del eje central de la estación.

—¿Cuántos? —preguntó Schofield.

—Al principio vinieron cinco —dijo Sarah—. Cuatro se quedaron aquí con nosotros, mientras que el quinto se llevó a los demás de vuelta a D'Urville en el aerodeslizador.

—¿Los conoce?

Sarah le respondió:

—Conozco a Luc y conozco a Henri, quien creo que se meó encima cuando los vio entrar en el comedor, y también conozco de oídas al cuarto, Jacques Latissier.

Cuando Montana había llevado a Hensleigh al comedor minutos antes, Schofield no había tardado demasiado en concluir que ella era la persona con quien hablar de los acontecimientos ocurridos en las semanas previas en la estación polar Wilkes.

Mientras todos los demás parecían abatidos o cansados, Sarah parecía serena y en plena posesión de sus facultades. Montana y Hollywood le habían dicho además que, cuando la habían encontrado, le estaba mostrando a uno de los científicos franceses la sala de perforación situada en el nivel E. El científico se llamaba Jacques Latissier, un hombre alto con barba espesa y oscura. También figuraba en la lista mental de Schofield.

Sarah Hensleigh contemplaba el eje central de la estación, inmersa en sus pensamientos. Schofield la miró. Era una mujer atractiva, de unos treinta y cinco años, ojos marrones oscuros, media melena negra y pómulos elevados y enarcados. Schofield observó que alrededor del cuello llevaba una cadena con un refulgente relicario de plata.

En ese preciso instante, la niña subió a la pasarela. Schofield supuso que tendría unos diez años. Tenía el pelo rubio y corto, la nariz chata y pequeña, y llevaba unas gafas de gruesos cristales que le colgaban torpemente sobre las mejillas. Conformaba una imagen un tanto cómica con la voluminosa parka rosa que llevaba y que tenía una descomunal capucha forrada de lana que prácticamente le cubría la cara.

Y, tras la niña, vino la foca.

—¿Quién es? —preguntó Schofield.

—Esta es mi hija Kirsty —dijo Sarah poniendo la mano en el hombro de la niña—. Kirsty, este es el teniente Schofield.

—Hola —dijo Schofield.

Kirsty Hensleigh permaneció quieta un instante sin hablar, mirando el chaleco, el casco y las armas de Schofield.

—Molan tus gafas —dijo finalmente.

—¿Cómo? Oh, sí —dijo Schofield tocándose las gafas plateadas. En combinación con la ropa de nieve y el chaleco antibalas gris y blanco, sabía que las gafas reflectantes le daban una imagen particularmente glacial. A un crío le gustaría. Schofield no se quitó las gafas.

—Sí, supongo que molan bastante —dijo—. ¿Cuántos años tienes?

—Doce, casi trece.

—¿De veras?

—Soy muy baja para mi edad —añadió Kirsty con total naturalidad.

—Yo también —dijo Schofield asintiendo con la cabeza.

Bajó la vista cuando la foca avanzó a coletazos hasta él y comenzó a olisquearle la rodilla.

—Y tu amigo, ¿cómo se llama?

—Es amiga y su nombre es
Wendy
.

Schofield se agachó y dejó que la foca le olfateara la mano. No era muy grande, tendría el tamaño de un perro medio, y lucía contenta un bonito collar rojo.

—Wendy
. ¿Qué tipo de foca es? —preguntó Schofield mientras le daba palmaditas a
Wendy en
la cabeza.

—Arctocephalus gazella
—dijo Kirsty—. Un lobo marino antártico.

Wendy
comenzó a mover la cabeza alrededor de la mano de Schofield, obligándolo así a darle palmaditas en el pabellón de la oreja. Lo hizo y entonces
Wendy
se tiró al suelo y giró hasta colocarse boca arriba.

—Quiere que le frotes la tripa —dijo Kirsty sonriendo—. Le gusta.

Wendy
estaba tumbada boca arriba en la pasarela con las aletas estiradas, esperando las palmaditas. Schofield se puso de rodillas y le frotó rápidamente el estómago.

—Acaba de ganarse un amigo de por vida —dijo Sarah Hensleigh mientras observaba detenidamente a Schofield.

—Genial —dijo Schofield incorporándose.

—Desconocía que los marines pudieran ser tan amigables —dijo Sarah de improviso, cogiendo a Schofield ligeramente desprevenido.

—No todos somos despiadados.

—No cuando hay algo aquí que quieren.

El comentario hizo que Schofield se detuviera y mirara a Sarah durante un largo segundo. Aquella mujer no era ninguna estúpida.

Schofield asintió lentamente, aceptando la crítica.

—Señora, si no le importa, me gustaría que volviéramos a lo que estábamos hablando antes: conoce a dos de ellos y de oídas a otro, ¿no es así?

—Eso es.

—¿Qué hay del cuarto, Cuvier?

—Nunca antes lo había visto.

Schofield prosiguió.

—¿Y cuántos se llevaron de vuelta a D'Urville?

—Solo cabían seis personas en su aerodeslizador, así que uno de ellos se llevó a cinco de los nuestros allí.

—Dejando a los otros cuatro aquí.

—Exacto.

Schofield asintió para sí. A continuación miró a Hensleigh.

—Hay un par de cosas más que necesito hablar con usted. Como qué fue lo que encontraron en el hielo. Y el… el «incidente» Renshaw.

Sarah captó lo que quería decir. Un asunto así era mejor no tratarlo delante de una niña de doce años. Asintió.

—No hay problema.

Schofield miró la estación polar que tenía ante sí: el tanque situado en la base, las pasarelas dispuestas en las paredes del cilindro, los túneles que desaparecían en el hielo. Había algo en todo aquello que no encajaba, pero no sabía decir concretamente qué.

Y entonces cayó en la cuenta y se volvió para mirar a Sarah.

—Discúlpeme si se trata de una pregunta estúpida, pero si toda esta estación ha sido construida en el interior de la plataforma de hielo y todas las paredes son de hielo, ¿por qué no se derriten? Sin duda ustedes generan una gran cantidad de calor aquí con toda la maquinaria y demás. Las paredes deberían gotear constantemente.

Sarah dijo:

—No es una pregunta estúpida. Lo cierto es que es una muy buena pregunta. Cuando llegamos aquí por vez primera, descubrimos que el calor del sistema de escape de la máquina perforadora estaba haciendo que algunas paredes de hielo se derritieran. Así que instalamos un sistema de refrigeración en el nivel C. Funciona con un termostato que mantiene una temperatura fija de un grado centígrado independientemente del calor que generemos. Lo curioso es que, dado que la temperatura de la superficie en el exterior es de casi treinta grados bajo cero, el sistema de refrigeración calienta el aire aquí. Adoramos ese sistema.

—Muy inteligente —dijo Schofield mientras observaba a su alrededor.

Su mirada se posó en el comedor. Luc Champion y los otros tres científicos franceses se encontraban allí, sentados en una mesa con el personal de la estación polar Wilkes. Schofield los observó pensativo.

—¿Vas a llevarnos a casa? —dijo de repente Kirsty, que se hallaba detrás de él.

Durante un largo instante, Schofield siguió observando a los cuatro científicos franceses en el comedor. A continuación se dio la vuelta para mirar a la niña.

—Todavía no —dijo—. Pronto vendrán otras personas que os llevarán a casa. Yo solo estoy aquí para cuidar de vosotros hasta que lleguen.

Schofield y Hensleigh bajaron rápidamente por el túnel de hielo. Montana y Hollywood los siguieron a la zaga.

Se encontraban en el nivel B, donde se hallaba la mayoría de las dependencias privadas de los trabajadores de la estación. El túnel de hielo giraba en una amplia curva. Las puertas se encontraban encajadas a ambos lados del túnel: una sala común y varios laboratorios y habitaciones. Schofield no pudo evitar reparar en una puerta concreta que tenía la inconfundible señal de peligro biológico. Una placa rectangular bajo la señal rezaba: «Laboratorio de bioxinas».

Schofield dijo:

—Nos contaron algo de este asunto cuando llegamos a McMurdo. Ese Renshaw afirmó haberlo hecho porque el otro tipo estaba robándole su investigación. Algo así.

—Así es —dijo Hensleigh mientras caminaba rápidamente. Miró a Schofield—. Es una locura.

Llegaron al final del túnel, a una puerta encajada en el hielo. Estaba cerrada. Alguien había colocado una pesada viga de madera para atrancar la puerta.

—James Renshaw —musitó Schofield—. ¿No es ese quien encontró la nave espacial?

—Sí. Pero hay mucho más que eso.

Tras llegar a la estación McMurdo, a Schofield le fue proporcionada cierta información sobre la estación polar Wilkes. Aparentemente, la estación no parecía nada fuera de lo normal. Contenía el grupo habitual de investigadores: biólogos marinos que estudiaban la fauna oceánica; paleontólogos que estudiaban los fósiles congelados en el hielo; geólogos que buscaban yacimientos minerales; y geofísicos como James Renshaw que perforaban a gran profundidad en el hielo buscando restos de monóxido de carbono y otros gases con miles de años de antigüedad.

Lo que sí se salía de lo normal en la estación polar Wilkes era que, dos días antes de la señal de socorro de Abby Sinclair, otra señal de alta prioridad había sido enviada desde la estación. Esa señal previa, enviada a la estación McMurdo, había sido una petición formal en la que se solicitaba el envío de una brigada de policía militar.

A pesar de que los detalles habían sido muy escuetos, parecía que uno de los científicos de Wilkes había matado a uno de sus colegas.

Schofield miró la puerta atrancada del final del túnel y negó con la cabeza. No tenía tiempo para eso. Sus órdenes habían sido muy concretas.

Aseguren la estación. Investiguen la nave espacial. Verifiquen su existencia. Y después protéjanla de todos los frentes hasta que lleguen los refuerzos.

Schofield recordó el momento en que se encontraba sentado en la sala de reuniones del
Shreveport
, escuchando la voz del subsecretario de Defensa por el altavoz.

—Otras partes han captado sin duda la señal de socorro, teniente. Si realmente hay un vehículo extraterrestre ahí abajo, existen muchas posibilidades de que quieran hacerse con él. El Gobierno de los Estados Unidos preferiría evitar esa situación, teniente. Su objetivo es proteger la nave espacial, nada más. Repito. Su objetivo es proteger la nave espacial. Todas las demás consideraciones son secundarias. Queremos esa nave.

En ningún momento se había mencionado la seguridad de los científicos estadounidenses que se encontraban en la estación, algo que no le había pasado desapercibido a Schofield ni, obviamente, tampoco a Sarah Hensleigh.

«Todas las demás consideraciones son secundarias.»

En cualquier caso, pensó Schofield, no podía permitirse enviar a ningún buzo a investigar la nave espacial mientras existiera la posibilidad de que uno de los científicos de Wilkes pudiera ser una fuente de problemas.

—De acuerdo —dijo Schofield mirando a la puerta, pero dirigiéndose a Hensleigh—. En veinticinco palabras o menos. ¿Cuál es la historia?

Sarah Hensleigh dijo:

—Renshaw es un geofísico de Stanford que estudia núcleos de hielo para su doctorado. Bernie Olson es, era, su director de tesis. El trabajo de Renshaw con los núcleos de hielo era revolucionario. Perforaba muestras de hielo a una profundidad que nunca nadie antes había perforado, llegando en ocasiones a un kilómetro por debajo de la superficie.

Schofield conocía vagamente las investigaciones con núcleos de hielo. En ellas se perforaba un agujero circular de unos treinta centímetros en el interior de la plataforma de hielo y se sacaba un cilindro de hielo, conocido como núcleo. En el interior de ese núcleo se encontraban bolsas de gases que habían existido en el aire miles de años atrás.

—La cuestión es que —dijo Sarah—, hará un par de semanas, Renshaw alcanzó el estrellato. Su perforadora dio con una capa de hielo prehistórico que se había visto desplazada por un terremoto en el pasado y había sido empujada a la superficie. De repente, Renshaw estaba estudiando bolsas de aire de trescientos millones de antigüedad. Se trataba de un gran descubrimiento. Tenía la oportunidad de estudiar una atmósfera que nadie antes había conocido. Ver cómo era la atmósfera terrestre antes de los dinosaurios. —Sarah Hensleigh se encogió de hombros—. Para un investigador, algo así es como tocar el cielo con las manos. Ya solo en ponencias supondría ganar una fortuna.

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