Antártida: Estación Polar (36 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Superpuestas sobre el horizonte, había un grupo de sombras oscuras. Cajas pequeñas y negras con bases redondeadas que parecían levantar montañas de polvo tras de sí.

Los aerodeslizadores británicos.

Acercándose a la estación polar Wilkes.

—De acuerdo —dijo Schofield por el micro de su casco—. Salgamos de aquí.

El suelo pasaba a gran velocidad bajo ellos.

Los tres aerodeslizadores estadounidenses surcaron la llanura de hielo con presteza. Libro y Schofield iban a los lados, el aerodeslizador de Quitapenas iba en el medio.

Pusieron rumbo al este, en dirección a McMurdo. Los tres aerodeslizadores siguieron por la costa, bordeando un acantilado que se erguía sobre una enorme expansión de agua similar a una bahía. La bahía mediría kilómetro y medio de un extremo a otro, pero sortearla por tierra requería un «paseo» de casi trece kilómetros. Las olas gigantescas del océano Antártico golpeaban fuertemente la base de los acantilados.

Mientras su aerodeslizador recorría a gran velocidad la llanura de hielo, Schofield miró tras él. Vio a los aerodeslizadores británicos acercándose a la estación polar Wilkes desde el oeste y el sur.

—Deben de haber aterrizado en una de las estaciones australianas —dijo por el micro de su casco. Probablemente en la estación Casey, pensó. Era la más cercana, a más de mil cien kilómetros al oeste de Wilkes.

—Putos australianos —dijo la voz de Quitapenas.

A ocho kilómetros de distancia, en el silencioso interior de un aerodeslizador Bell Textron SR.N7-S fabricado en los Estados Unidos, el general de brigada Trevor J. Barnaby miraba impasible a través del parabrisas reforzado de su aerodeslizador.

Trevor Barnaby era un hombre alto, musculoso, de cincuenta y seis años, que llevaba la cabeza al cero y una perilla negra puntiaguda. Miraba a través del parabrisas del aerodeslizador con unos ojos fríos y duros.

—Está huyendo, Espantapájaros —dijo en voz alta—. Vaya, vaya. Es un tipo listo.

—Se dirigen al este, señor —dijo un joven cabo de las
SAS
encargado de la radio que estaba colocado junto a Barnaby—. Están bordeando la costa.

—Envíe a ocho aerodeslizadores tras ellos —ordenó Barnaby—. Mátenlos. Los demás se dirigirán a la estación tal como estaba planeado.

—Sí, señor.

El indicador de velocidad del aerodeslizador de Schofield subió hasta los ciento treinta kilómetros por hora. La nieve rebotaba fuertemente contra el parabrisas.

—Señor, ¡se acercan! —gritó la voz de Quitapenas por el intercomunicador del casco de Schofield.

Schofield giró bruscamente la cabeza a la derecha y los vio.

Varios aerodeslizadores británicos se habían separado del grupo y se dirigían hacia los tres aerodeslizadores estadounidenses que trataban de escapar.

—Los otros se dirigen a la estación —dijo Libro.

—Lo sé —dijo Schofield—. Lo sé.

Schofield se dio la vuelta en el asiento del conductor. Vio a Renshaw en la parte trasera de la cabina. El casco de Mitch Healy, que le quedaba bastante grande, le confería un aspecto ligeramente ridículo.

—Señor Renshaw —dijo Schofield.

—Sí.

—Es hora de hacer algo de utilidad. Vea si puede abrir la maleta que hay en el suelo.

Renshaw se arrodilló inmediatamente y abrió los pestillos de la maleta Samsonite negra que estaba en el suelo ante él.

Schofield siguió conduciendo, volviéndose cada pocos segundos para ver cómo iba con la maleta.

—Oh, mierda —dijo Renshaw cuando abrió la maleta y vio lo que contenía.

En ese momento, se escuchó un sonido atronador en el exterior y Schofield se giró de nuevo.

Conocía ese sonido…

Y entonces lo vio.

—Oh, no —gimió Schofield.

El primer misil impactó en el terreno cubierto de nieve justo delante del aerodeslizador de Schofield.

Dejó un cráter de tres metros de diámetro y, menos de un segundo después, el aerodeslizador de Schofield chirrió al esquivar el borde del agujero y atravesar la nube de polvo que la explosión del misil había levantado.

—¡Han lanzado otro! —gritó la voz de Quitapenas.

—¡Aléjense de la costa! —le contestó la voz de Schofield cuando vio el borde del acantilado a unos noventa metros a su izquierda—. ¡Aléjense de la costa!

Schofield volvió a girar la cabeza mientras hablaba. Vio al grupo de aerodeslizadores británicos tras él.

También vio el segundo misil.

Era blanco y redondo, de forma cilíndrica, y atravesaba la tormenta de nieve por delante del primer aerodeslizador británico, dejando una estela de humo tras de sí. Un misil antitanques Milan.

Renshaw también lo vio.

—¡Joder!

Schofield apretó a fondo el acelerador.

Pero el misil se estaba acercando con rapidez. Se dirigía a toda velocidad hacia el aerodeslizador de Schofield.

Demasiado rápido.

Y, de repente, en el último momento, Schofield tiró con fuerza de la horquilla de dirección y el aerodeslizador viró bruscamente a la izquierda, hacia el borde del acantilado.

El misil se dirigió hacia la parte delantera del aerodeslizador. Schofield giró instintivamente a la derecha de nuevo y el misil impactó en la nieve, a su izquierda, levantando una espectacular lluvia de nieve.

Schofield volvió a girar inmediatamente a la izquierda, justo cuando otro misil alcanzaba el terreno nevado a su derecha.

—¡Sigan girando de un lado a otro! —gritó Schofield por el micro de su casco—. ¡No dejen que logren fijar su objetivo!

Los tres aerodeslizadores estadounidenses comenzaron a virar al unísono mientras se desplazaban a gran velocidad por el paisaje llano de la Antártida. La tormenta de misiles británicos detonaba a su alrededor. Explosiones ensordecedoras llenaban el aire. El terreno arrojaba y escupía enormes gotas de nieve y fragmentos de tierra.

Schofield luchaba con desesperación con la horquilla de dirección de su aerodeslizador. Este chirriaba sobre la llanura de hielo, como un gigante fuera de control, virando y esquivando los misiles que llovían a su alrededor.

—¡La maleta! —le gritó Schofield a Renshaw—. ¡La maleta!

—¡Voy! —dijo Renshaw. Sacó un tubo negro y compacto de la maleta. Medía cerca de metro y medio de largo.

—Bien —dijo Schofield mientras tiraba de la horquilla de dirección para evitar otro misil británico. El aerodeslizador ganó de improviso velocidad al virar bruscamente hacia la derecha. Renshaw perdió el equilibrio y se golpeó contra la pared de la cabina.

—¡Meta el tubo en el lanzador! —gritó Schofield.

Renshaw encontró el lanzador en la maleta. Parecía un arma sin cañón, tan solo la empuñadura y el gatillo, además de una especie de culata que se apoyaba en el hombro. Encajó el tubo compacto y cilíndrico en la parte superior del mecanismo de lanzamiento.

—De acuerdo, señor Renshaw. ¡Acaba de montar un lanzamisiles Stinger! ¡Ahora úselo!

—¿Cómo?

—¡Abra la puerta! ¡Colóqueselo sobre el hombro! ¡Apunte a los malos y, cuando escuche un tono, apriete el gatillo! ¡Él se encargará del resto!

—De acuerdo… —dijo Renshaw dubitativo.

Renshaw tiró de la puerta corredera del aerodeslizador. Los rugidos del viento antártico invadieron al instante el interior del vehículo. Renshaw forcejeó contra la ventisca para alcanzar la puerta abierta.

Apoyó el Stinger en su hombro y lo ajustó de modo que los ojos estuvieran a la altura de la mira. A través del visor nocturno, vio de frente al primer aerodeslizador británico, dentro de las marcas de la retícula del lanzamisiles, que brillaba en un tono verde…

Y de repente, Renshaw escuchó un zumbido sordo.

—¡Lo oigo! —gritó con excitación.

—¡Entonces apriete el gatillo! —le respondió Schofield.

Renshaw apretó el gatillo.

El retroceso del Stinger hizo que Renshaw cayera de bruces al suelo de la cabina.

El misil salió despedido del lanzador. La detonación (la ráfaga de fuego que escupió la parte trasera del lanzador al ser disparado) hizo añicos las ventanas situadas tras Renshaw.

Schofield observó cómo el misil avanzaba en espiral a través del aire, en dirección al aerodeslizador que encabezaba el ataque británico. El rastro de humo que dejó tras de sí serpenteó grácilmente en el aire, desvelando su trayectoria de vuelo.

—Buenas noches —dijo Schofield.

El misil Stinger impactó en el aerodeslizador británico y este estalló al instante en mil pedazos.

El resto de aerodeslizadores británicos siguieron avanzando sin tregua, ignorando a su compañero caído. Uno de los aerodeslizadores que cerraban la marcha atravesó los restos en llamas del vehículo que acababa de estallar.

—¡Buen tiro, señor Renshaw! —dijo Schofield, aunque sabía que Renshaw no había tenido nada que ver con la puntería del disparo.

Schofield había supuesto (acertadamente) que los británicos les estaban disparando misiles antitanques Milan. Pero como Schofield bien sabía, los Milan estaban diseñados para impactar en tanques y vehículos blindados. No estaban hechos para impactar en vehículos que se desplazaran a una velocidad superior a los sesenta y cinco kilómetros por hora. Esa era la razón por la que no habían alcanzado a los aerodeslizadores de Schofield.

El misil tierra-aire Stinger modelo Hughes MIM-92 era otra historia. Había sido fabricado para impactar en aviones de caza, para alcanzar a vehículos que se desplazaban a velocidades supersónicas. Así, podía acertar sin problemas a un aerodeslizador que se desplazara a tan «solo» ciento treinta kilómetros por hora.

Lo que Schofield también sabía era que el Stinger era el arma de asalto potencialmente más fácil de usar que se había fabricado nunca. Solo había que apuntar, escuchar el tono y apretar el gatillo. El misil hacía el resto.

En la cabina, tras Schofield, Renshaw intentó ponerse de nuevo en pie. Una vez hubo recuperado el equilibrio, se asomó por la puerta lateral del aerodeslizador y vio los restos del vehículo británico que acababa de destrozar.

—¡Joder! —dijo en voz baja.

Los siete aerodeslizadores británicos restantes se fueron acercando.

—¡Libro! —gritó la voz de Quitapenas—. ¡Necesito ayuda!

—¡Espere! ¡Ya voy! —gritó Libro mientras tiraba de la horquilla de dirección de su
LCAC
.

El aerodeslizador giró a la derecha y rodeó el vehículo de Quitapenas hasta colocarse detrás, entre los aerodeslizadores británicos y él.

Libro miró a su derecha cuando una ráfaga de balas acribilló sus ventanas laterales. Quedaron las marcas de los impactos, pero las ventanas no se resquebrajaron. Eran de vidrio antibalas Lexan.

Los aerodeslizadores británicos estaban ya muy cerca. Quizás a menos de veinte metros. Seguían avanzando a gran velocidad por el paisaje helado.

Se estaban cerniendo sobre los tres aerodeslizadores estadounidenses como si de una manada de tiburones hambrientos se tratara.

—¡Libro! ¡Ayúdeme!

Libro estaba ahora detrás de Quitapenas.

Desde su derecha, sin embargo, se acercaban cuatro aerodeslizadores británicos.

Libro abrió una de las ventanas laterales con el cañón de su MP-5 y apretó el gatillo. Una ráfaga de disparos impactó en el hielo, a poca distancia del aerodeslizador británico más cercano.

Entonces, el vehículo giró bruscamente y golpeó un lateral del aerodeslizador de Libro. Libro se cayó del asiento del conductor a causa del impacto.

—¡Espantapájaros! ¿Dónde está? —gritó Libro.

Libro volvió a subirse al asiento y miró por la ventana lateral al aerodeslizador británico que tenía junto a él. Estaba tan cerca que podía ver incluso al conductor (un hombre vestido completamente de negro que cubría su rostro con un pasamontañas asimismo negro, el sello característico de las
SAS
). Había otros dos hombres en la parte trasera del aerodeslizador británico, también vestidos de negro. Libro vio cómo uno de ellos abría la puerta corredera de su aerodeslizador.

Iban a abordarlo…

Y, de repente, el aerodeslizador británico se llenó de luz y sus ventanas de vidrio se hicieron añicos al unísono y salieron volando por los aires.

Libro observó impresionado cómo el aerodeslizador que tenía pegado a él estallaba en llamas y caía. A continuación miró por encima de su hombro y vio el aerodeslizador naranja de Schofield avanzando tras él. El rastro de humo de un Stinger permanecía en el aire.

—Gracias, Espanta…

—¡Libro! ¡A su izquierda! —rugió la voz de Schofield.

El golpe lateral hizo que Libro saliera volando por los aires y el aerodeslizador se elevara del suelo. De repente, el aerodeslizador aterrizó de nuevo en terreno firme sin haber perdido un ápice de velocidad.

Libro estaba totalmente desorientado. Intentó trepar de nuevo al asiento del conductor cuando otro impacto golpeó de nuevo a su aerodeslizador, esta vez por la derecha.

—¡Espantapájaros! —gritó Libro.

—… ¡Estoy en graves apuros!

—¡Lo veo, Libro! ¡Lo veo! ¡Ya voy! —Schofield intentó escudriñar el exterior a través del parabrisas plagado de nieve de su aerodeslizador.

Vio como el aerodeslizador de Libro avanzaba a gran velocidad por la llanura de hielo, delante de él. A ambos lados tenía dos aerodeslizadores negros británicos, que lo embestían por turnos.

—¡Renshaw! ¿Cómo va el nuevo misil?

—Ya casi está… —dijo Renshaw desde la parte trasera de la cabina. Estaba intentando meter otro tubo en el lanzador.

—¡Aguante, Libro! —dijo Schofield.

Schofield aceleró y el aerodeslizador respondió incrementando su velocidad. Comenzó a acercarse gradualmente a los tres aerodeslizadores que tenía ante sí. El de Libro y los dos británicos.

Lenta, gradualmente, el aerodeslizador naranja de Schofield rebasó a los otros tres por la izquierda y, de repente, con rapidez, se colocó delante de ellos.

Schofield miró por el parabrisas trasero, a través de la mancha borrosa que era en ese momento la hélice trasera, y vio los tres aerodeslizadores que tenía detrás. Schofield volvió a mirar al frente y vio el aerodeslizador de Quitapenas surcar el terreno helado a menos de veinte metros a su izquierda.

—¡Quitapenas! —dijo Schofield.

—¡Sí!

—¡Prepárese para coger a Libro!

—¿¡Qué!?

—¡Tan solo esté listo!

—¿Qué va a hacer?

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