Antártida: Estación Polar (16 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Schofield pensaba que iba a sentir dolor (un dolor agudo, abrasador) cuando los dientes de la orca aprisionaran su cabeza. Pero, extrañamente, no sintió nada.

Desconcertado, abrió los ojos…

… Y vio dos largas filas de dientes afilados que se extendían hacia la oscuridad. Entre las dos largas filas de dientes se hallaba una lengua rosa y asquerosamente gorda.

Le llevó un segundo entender lo que ocurría.

¡Su cabeza estaba dentro de la boca de la orca!

Pero, por alguna razón (alguna increíble e incomprensible razón), seguía vivo.

Fue entonces cuando Schofield alzó la vista y vio que su cabeza estaba protegida (por tres flancos) por el abollado reposacabezas de acero del asiento eyectable.

La feroz dentellada de la orca había golpeado el reposacabezas a ambos lados del cráneo de Schofield. Pero el reposacabezas de acero había sido lo suficientemente resistente como para aguantar la increíble embestida de las fauces y había detenido los dientes de la orca a escasos milímetros de las orejas de Schofield. Dos enormes y afiladas abolladuras sobresalían en la parte interior del reposacabezas, a ambos lados de la cabeza de Schofield. Una de ellas le había hecho una herida en la oreja, que sangraba.

Schofield no podía ver nada más. La mitad superior de su cuerpo, desde el pecho a la cabeza, estaba completamente cubierta por la boca de la orca.

De repente, el asiento eyectable se movió bajo él.

Rechinó al chocar contra la plataforma de metal y Schofield se desplomó sobre el asiento cuando toda la estructura se tambaleó.

El movimiento cesó de repente, casi tan pronto como había comenzado, y Schofield se balanceó hacia adelante y se detuvo bruscamente. Se percató al instante de lo que estaba ocurriendo.

La orca estaba arrastrándolo hacia el tanque.

El asiento eyectable volvió a tambalearse y Schofield sintió cómo el asiento se deslizaba casi otro metro por la cubierta.

Schofield podía visualizar mentalmente los movimientos de la orca. Probablemente estuviera reculando, como había hecho la otra orca con el soldado francés, ondulando su enorme cuerpo por la cubierta mientras arrastraba los ciento ochenta kilos del asiento eyectable hacia el borde del tanque.

El asiento se movió de nuevo y Schofield sintió una ráfaga de aire cálido golpearle el rostro.

Venía del interior de la ballena.

Schofield no podía creerlo. La orca estaba resoplando y jadeando, respirando con dificultad mientras sostenía el pesado botín entre sus fauces y lo arrastraba de vuelta al agua. Schofield se retorció en el asiento cuando otra ráfaga de aire caliente golpeó su rostro y el asiento volvió a tambalearse.

Sus pies seguían fuera de la base del asiento eyectable, fuera de la boca de la orca. Si pudiera retorcerse hacia abajo, pensó Schofield, quizá podría deslizarse de la silla (y fuera de la boca de la orca) antes de alcanzar el agua.

Schofield se movió lentamente, con cautela, desplazándose hacia abajo con cuidado de no alertar a la orca de su plan.

De repente, el asiento se movió a ambos lados. Chirrió con gran estrépito cuando se deslizó por la cubierta de metal. Schofield se agarró fuertemente a los apoyabrazos para no caer hacia delante, a los dientes del enorme animal.

Se agachó más y más. Ahora su cintura estaba fuera de la silla y sus ojos estaban a la altura de los afilados dientes de la orca. El animal resopló mientras tiraba del pesado asiento de acero.

Lentamente, Schofield bajó unos centímetros más del asiento.

Y en ese momento se encontró con un problema.

Estaba tan abajo del asiento que ya no podía sujetarse en los apoyabrazos. Necesitaba algo a lo que agarrarse, algo con lo que tomar impulso para salir del asiento. Schofield miró desesperadamente a su alrededor, buscando algo a lo que poder aferrarse.

Nada.

No había nada a lo que se pudiera agarrar.

Y entonces la vista de Schofield se posó sobre los dientes de la orca.

No puedo creer que vaya a hacer esto
, pensó Schofield mientras alargaba las dos manos y se agarraba a dos de los dientes enormes y blancos de la orca.

De repente, el asiento eyectable se sacudió y se deslizó de nuevo y Schofield sintió que se elevaba ligeramente por encima de la cubierta. Un pensamiento terrible le cruzó la mente.

Estaba alcanzando el borde de la cubierta.

Y ahora se está inclinando sobre el borde…

Mierda.

Schofield se agarró con fuerza a los dientes de la orca y se impulsó fuertemente hasta arrastrarse fuera del asiento eyectable. Se deslizó fuera, al otro lado de la boca de la orca, y se desplomó con torpeza en la cubierta en el momento en que la parte posterior de la orca caía al tanque. Cuando la cola entró en el agua, el cuerpo de la inmensa orca se inclinó hacia arriba, elevando todo el asiento eyectable de la cubierta. Entonces el cuerpo negro y blanco de la orca comenzó a deslizarse hacia abajo, al agua, y el depredador se llevó su botín a la tumba submarina.

Schofield se puso en pie en cuestión de segundos y corrió rápidamente hacia donde se encontraban Quitapenas, Gant y Madre.

Habló por el micro de su casco mientras corría.

—Montana, aquí Espantapájaros. Informe.

—Sigo en el nivel A, Espantapájaros. Serpiente y
Santa
Cruz están conmigo.

—¿Cuántos hay allí? —preguntó Schofield.

—Cuento cinco militares y dos civiles —dijo la voz de Montana—. Pero dos de los militares consiguieron llegar a una de las escaleras y bajaron al nivel inferior. ¿Qué? Oh, joder…

La comunicación se interrumpió. Schofield escuchó un forcejeo.

—Montana…

De repente, un soldado francés se colocó delante de Schofield.

Era el último de los cinco soldados franceses que habían caído al tanque, el único que había conseguido subir con vida a la plataforma del nivel. Tenía un aspecto infernal (empapado, con el ceño fruncido y semblante furioso). Miró a Schofield y después levantó su ballesta.

Sin perder un instante, Schofield sacó un cuchillo arrojadizo de una funda que llevaba sujeta en la rodilla y lo lanzó sin llegar a levantar el brazo por encima del hombro. El cuchillo silbó mientras volaba por el aire e impactó en el pecho del francés. Este cayó al instante. La escena no duró más de dos segundos. Schofield en ningún momento dejó de caminar. Se inclinó sobre el cuerpo desplomado, sacó el cuchillo del cuerpo, cogió la ballesta del soldado francés muerto y siguió caminando.

Volvió a hablar por el micrófono de su casco.

—Montana, repito. ¿Están todos bien?

—Recibido, Espantapájaros. Estoy bien. Revisión de mis cálculos anteriores: cuatro militares y dos civiles. Póngame un franchute más en mi cuenta.

—Otro más en la mía —dijo Schofield.

Schofield llegó a la entrada al túnel sur, donde encontró a Gant y a Quitapenas. Estaban arrastrando a Madre al interior del túnel.

Schofield vio la pierna de Madre al instante. Un trozo irregular de hueso cubierto de sangre sobresalía del lugar donde debería haber estado su rodilla.

—Llévenla a un lugar seguro, corten la hemorragia y denle un buen chute de metadona —dijo Schofield con rapidez.

—Entendido… —dijo Gant mirándolo. Dejó de hablar de repente.

Schofield había perdido sus gafas en la batalla en el agua y Gant vio sus ojos por vez primera.

Dos prominentes cicatrices verticales surcaban sus ojos. Eran horribles, espantosas. Cada cicatriz se extendía formando una línea recta perfecta desde la ceja hasta la mejilla, cubriendo todo el párpado.

Gant se estremeció y se arrepintió nada más hacerlo. Rogó por que Schofield no se hubiera percatado.

—¿Cómo se siente, Madre? —preguntó Schofield mientras la arrastraban al interior del túnel.

—Nada que un buen beso de un hombre guapo no pueda arreglar —masculló Madre entre dientes. A pesar del dolor, también vio las cicatrices en los ojos de Schofield.

—Quizá después —dijo Schofield cuando vio una puerta situada un poco más adelante en una pared del túnel—. Allí —dijo a Gant y a Quitapenas.

Abrieron la puerta y arrastraron a Madre dentro. Todos estaban empapados. Se encontraban en una especie de almacén. Quitapenas se puso inmediatamente manos a la obra con la pierna de Madre.

Schofield habló por el micrófono de su casco.

—Marines, identifíquense.

A través del intercomunicador se escucharon los nombres de los marines conforme cada uno de ellos fue respondiendo.

Montana, Serpiente y
Santa
Cruz. Todos se hallaban en el nivel A.

Quitapenas y Gant. Nivel E. Se identificaron conforme el procedimiento oficial, a pesar de estar al lado de Schofield, para que los demás pudieran oír sus voces y supieran que seguían con vida. Hasta Madre dijo su nombre.

Ni Libro, Hollywood, Piernas, Samurái o Rata contestaron.

—De acuerdo. Escúchenme todos —dijo Schofield—. Según mis cálculos solo quedan cuatro de esos bastardos, además de los dos civiles que trajeron consigo para tendernos la trampa.

»Esto ha ido demasiado lejos. Es el momento de ponerle fin. Tenemos ventaja numérica, siete contra cuatro. Usémosla. Quiero que registren las instalaciones de arriba abajo. Quiero a esos hijos de puta arrinconados para que podamos acabar con ellos sin perder a más de los nuestros. De acuerdo, vamos a hacerlo así. Quiero…

Se escuchó un ruido por encima de ellos y Schofield alzó la vista.

Hubo un largo silencio.

Schofield vio una fila de luces fluorescentes sujetas al techo. Las luces se extendían a intervalos regulares hacia el túnel sur, situado a su derecha.

Y entonces, en ese momento, mientras Schofield las observaba, todas las luces fluorescentes del túnel se apagaron.

Todo se tornó de un color verde incandescente.

Visión nocturna.

Con las cicatrices de sus ojos ocultas tras las gafas de visión nocturna, Shane Schofield subió por unas de las escaleras situadas entre el nivel E y el D. Se movía deliberadamente con lentitud y cautela. Recordó que Libro le había dicho una vez que llevar gafas de visión nocturna era como llevar un par de prismáticos de baja potencia sujetos a la cabeza: ves algo y extiendes la mano para tocarlo, cuando te das cuenta de que está mucho más cerca de lo que pensabas y te das de bruces con ello.

Toda la estación estaba a oscuras.

Y en silencio.

Un silencio frío e inquietante.

Puesto que toda la estación estaba llena de propelente inflamable a causa de las fugas del sistema de refrigeración del aire, los disparos habían cesado. El ruido ocasional de pisadas arrastradas o el susurro casi imperceptible de alguien hablando por el micrófono del casco era lo único que se podía escuchar en aquella oscuridad.

Schofield observó la estación, en ese momento de color verde, a través de sus gafas de visión nocturna.

La batalla había entrado en una nueva fase.

Uno de los soldados franceses había logrado encontrar la caja de fusibles de la estación y había apagado las luces. Era una estratagema desesperada, pero igualmente efectiva.

La oscuridad siempre había sido el aliado de las fuerzas en inferioridad numérica. Incluso la llegada de tecnologías de luz ambiental (miras y gafas de visión nocturna) no había logrado mermar la opinión generalizada entre los estrategas militares de las ventajas de una pequeña operación llevada a cabo en la oscuridad. Se trataba de una máxima simple de la guerra (ya fuera naval, aérea o terrestre): a nadie le gustaba luchar en la oscuridad.

—Marines, permanezcan alerta. Cuidado con las lumínicas —susurró Schofield por el micro de su casco.

Uno de los grandes peligros de emplear la visión nocturna era el uso de granadas de aturdimiento, o lumínicas; granadas que emitían una luz cegadora diseñada para desorientar temporalmente al enemigo. Dado que las gafas de visión nocturna aumentaban cualquier fuente de luz, si alguien veía estallar una lumínica a través de unas gafas de visión nocturna, la ceguera no sería temporal. Sería permanente.

Schofield escudriñó el eje central de la estación. No entraba luz alguna desde el exterior de la enorme cúpula de cristal cubierta de hielo situada en la parte superior del eje central. Era el mes de junio: principios de invierno en la Antártida. En el exterior, aquella penumbra duraría los tres meses siguientes.

Oscuridad. Oscuridad total.

Schofield sintió el peso de Gant en la escalera tras él. Se dirigían hacia el eje.

Tan pronto como se habían apagado las luces, Schofield había ordenado inmediatamente a su equipo que se colocara las gafas de visión nocturna. A continuación había trazado su plan.

No tenía sentido adoptar una postura defensiva en un entorno a oscuras. Tenían que seguir atacando. El equipo que ganaría esa batalla sería el que empleara la oscuridad para su beneficio, y la mejor forma de hacerlo era permanecer a la ofensiva. Por ello, el plan de Schofield era sencillo.

Hacer que los franceses siguieran huyendo.

Eran inferiores en número. Solo cuatro de los doce soldados franceses iniciales seguían con vida. Y Montana acababa de decir que dos de esos cuatro habían abandonado el nivel A, por lo que ahora se encontraban divididos en dos grupos de dos.

Pero lo más importante de todo era que estaban huyendo.

El equipo de Schofield, por otro lado, también estaba dividido, pero de una manera mucho más ventajosa.

Schofield tenía a tres marines en el nivel A (Montana, Serpiente y
Santa
Cruz) y otros tres en el nivel E (Gant, Quitapenas y él).

Si los marines del nivel A podían lograr que los soldados franceses restantes huyeran y bajaran a los otros niveles de la estación, pronto estos soldados se encontrarían con los marines de los niveles inferiores. Y entonces los marines (una fuerza superior en número, atacando desde dos flancos) acabarían con ellos.

Pero Schofield no quería entusiasmarse, no quería adelantarse, porque aquella no sería una batalla normal.

Sería diferente.

Ya que, debido a la atmósfera gaseosa y altamente inflamable de la estación, ninguno de los dos bandos podía usar armas.

Sería una lucha a la antigua usanza, un combate en espacio cerrado.

Cuerpo a cuerpo.

En una oscuridad casi total.

En otras palabras, cuchillos en la oscuridad.

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