Antártida: Estación Polar (17 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Pero, mientras pensaba detenidamente en el plan, Schofield le encontró un fallo.

Los franceses tenían ballestas.

Schofield había estado observando la ballesta que le había cogido al soldado francés muerto en el nivel E. Dado que no levantaba ninguna chispa al disparar, una ballesta podía dispararse sin problemas en el interior de la atmósfera gaseosa de la estación. Schofield intentó pensar en la formación que había recibido sobre armas en su adiestramiento en la Escuela Básica en Quantico e intentó recordar las características y estadísticas de una ballesta. Recordó que el campo de precisión de una ballesta de tamaño pequeño no era desmedido, parecido al de un revólver convencional, apenas seis metros.

Seis metros.

Maldición
, pensó Schofield. Los cuchillos no les servirían de nada si los franceses tenían una zona de seguridad de seis metros a su alrededor. Sin un arma similar, los marines no tendrían ninguna posibilidad. La cuestión era que carecían de un arma así. Al menos, nada que se pudiera usar en el entorno gaseoso e inflamable de la estación.

Y entonces a Schofield se le ocurrió algo.

Quizá sí tenían esa arma…

Schofield salió al nivel D con su Maghook en ristre, listo para disparar. En la otra mano, sostenía la ballesta del francés muerto.

Si bien no había sido pensada para situaciones en las que la precisión fuera necesaria, el Armalite MH-12 Maghook podía disparar su gancho magnético a distancias considerables (más de treinta metros).

En un primer momento, el MH-12 Maghook fue pensado para la guerra urbana y las operaciones antiterroristas (su objetivo principal era proporcionar un gancho con un cable que pudiera emplearse para trepar por los edificios o a modo de tirolina por la que las unidades antiterroristas pudieran deslizarse para realizar intervenciones rápidas).

Por ello, el lanzador del Maghook tenía que tener la potencia necesaria para poder disparar su gancho hasta una altura importante. La respuesta a ello fue un innovador sistema de lanzamiento hidráulico que proporcionaba más de doscientos ochenta kilos por centímetro cuadrado de empuje vertical. Schofield se figuraba que, si disparaba su Maghook a un enemigo desde una distancia de seis metros, una fuerza de doscientos ochenta kilos por centímetro cuadrado tenía que tener alguna posibilidad de alcanzar su objetivo.

Y, tal como había descubierto Schofield en el tanque, si se disparaba a poca distancia, bajo el agua, un Maghook podía llegar a atontar a una orca de siete toneladas. Si se disparaba a un hombre de ochenta kilos a una distancia similar, por encima del agua, el Maghook podría resquebrajarle el cráneo.

Con esa arma, los marines confiaban en poder hacer frente a las ballestas de los soldados franceses.

El plan seguía adelante.

Montana, Serpiente y
Santa
Cruz comenzarían con su descenso desde el nivel A de la estación, obligando a los franceses a bajar, mientras que Schofield, Gant y Quitapenas subirían desde el nivel E. Con suerte se toparían con los soldados franceses a medio camino y el resto se escribiría solo.

Schofield y Gant ya se habían puesto en marcha.

Quitapenas se uniría a ellos tan pronto como hubiese parado la hemorragia de la pierna de Madre y le hubiese colocado una vía intravenosa para la metadona.

Los tres marines del nivel A comenzaron su ataque.

Se movieron con rapidez, usando una formación de tres hombres conocida como la táctica del «salto de la rana». Uno de los marines avanzaba, se colocaba por delante de sus compañeros y disparaba su Maghook. Entonces, mientras el cable del gancho volvía a cargarse en el arma, un segundo marine se colocaría delante (saltando por encima de él), y dispararía su Maghook al enemigo. Para cuando el tercero se colocara delante y disparara, el primero ya estaría listo para disparar de nuevo y el ciclo continuaría.

Los dos soldados franceses del nivel A respondieron tal como se suponía que iban a hacer: se replegaron, alejándose del alcance del Maghook. Corrieron a las escaleras y bajaron al siguiente nivel.

Sin embargo, mientras recibía los informes de Montana acerca de los movimientos de los soldados franceses, Schofield percibió algo extraño en sus maniobras evasivas.

Se estaban moviendo con demasiada rapidez.

En su retirada, los cuatro soldados franceses habían evitado la pasarela destrozada del nivel B y habían seguido bajando al nivel C.

Se movían con fluidez, en una formación de dos por dos: los dos hombres que encabezaban la marcha cubrían el flanco delantero, mientras que los dos hombres que iban detrás cubrían a sus perseguidores, con un espacio de cerca de diez metros entre las dos parejas.

Momentos antes, Montana había informado de que los cuatro soldados franceses llevaban gafas de visión nocturna. Habían venido preparados.

Siguieron descendiendo con rapidez.

Schofield había esperado que perdieran algo de tiempo en los túneles mientras intentaban adoptar una posición defensiva. Pero los soldados franceses parecían tener otras ideas. Entraron como flechas en los túneles del nivel C y permanecieron allí el tiempo que llevó a los marines perseguirlos desde los niveles superiores hasta llegar a ellos. Entonces, de repente, aparecieron de nuevo sobre la pasarela y corrieron hacia la escalera de travesaños que bajaba al nivel D.

En ese instante, Schofield recordó algo que Trevor Barnaby había dicho una vez acerca de la estrategia.

«Una buena estrategia es como hacer magia. Haga que su enemigo mire a una mano, mientras hace algo con la otra», había dicho Barnaby.

—Se dirigen hacia la escalera sudoeste —dijo la voz de Montana por el auricular de Schofield—. Espantapájaros, ¿se encuentra allí?

Schofield avanzó por la pasarela del nivel D. Todo a su alrededor era ahora de color verde.

—Estamos allí.

Gant y él se acercaron por la curva sudoeste del nivel D y vieron la escalera que conducía al nivel C.

Schofield habló por su micro.

—Quitapenas, ¿dónde se encuentra?

—Estoy terminando, señor —respondió la voz de Quitapenas desde el almacén del nivel E.

—Flanqueando el ala oeste, sargento —dijo por el intercomunicador la voz de José
Santa
Cruz.

La voz de Montana:

—Haga que se muevan, Cruz. A continuación mándelos hasta Espantapájaros.

En el nivel D, Schofield y Gant llegaron a la escalera. Se pusieron en cuclillas y apuntaron con sus armas a la escalera vacía. Escucharon el resonar de las botas pisando a gran velocidad la pasarela de metal que había sobre sus cabezas y el inconfundible sonido de las ballestas al ser disparadas.

—Se están acercando a la escalera —dijo la voz de
Santa
Cruz.

Más pisadas sobre la rejilla de metal.

De un momento a otro…

En cualquier instante…

Y, de repente, se escuchó un ruido.

Clunk, clunk.

¿Qué demonios…?

—¡Marines! ¡Cierren los ojos! ¡Lumínica al suelo! —gritó de repente la voz de Santa Cruz.

Schofield cerró inmediatamente los ojos en el preciso instante en que escuchó como la granada de aturdimiento rebotaba en la cubierta de metal situada sobre su cabeza.

La granada de aturdimiento estalló, como si del flash de una cámara se tratara, y durante un breve instante toda la estación solar Wilkes brilló.

Schofield estaba a punto de abrir los ojos cuando, de repente, escuchó otro sonido a su derecha. Parecía un silbido, un silbido muy rápido.

Schofield se giró a la derecha y abrió los ojos y las imágenes verdes cruzaron lateralmente su campo de visión. Sus ojos buscaron el eje central, pero no vieron nada.

—¡Ah, mierda! —dijo Cruz—. ¡Señor! Uno de ellos acaba de pasar por la barandilla.

El silbido que acababa de oír Schofield cobró sentido. Había sido el sonido de alguien que había descendido en rapel por el eje central.

Schofield se quedó inmóvil por un instante.

Un movimiento así no era para nada defensivo.

Era un movimiento coordinado, planeado. Un movimiento de ataque.

Los franceses no estaban huyendo.

Estaban llevando a cabo su propio plan.

«Una buena estrategia es como hacer magia. Haga que su enemigo mire a una mano, mientras hace algo con la otra.»

Al igual que un jugador de ajedrez cazado en una jugada un segundo antes de hacer un movimiento de jaque, Schofield sintió que la cabeza le daba vueltas.

¿Cuáles eran sus intenciones?

¿Cuál era su plan?

Al final no tuvo tiempo para pensarlo porque, tan pronto como hubo escuchado el mensaje de
Santa
Cruz, una lluvia de virotes impactó en la pared de hielo a su alrededor. Schofield se agachó, giró y vio a Gant tirarse al suelo tras él. Se dio la vuelta y, antes de saber lo que estaba ocurriendo, una figura se deslizó por la escalera delante de él y Schofield se encontró cara a cara con el francés que conocía por el nombre de Jacques Latissier.

Quitapenas estaba en cuclillas sobre Madre en el almacén del nivel E.

Madre tenía las venas muy duras y, para poner las cosas aún más difíciles, Quitapenas llevaba sus gafas de visión nocturna mientras intentaba colocarle la aguja en el brazo. No había dado con la vena en los primeros cuatro intentos, y solo ahora acababa de lograr colocarle la vía a Madre.

Con la vía intravenosa ya colocada, Quitapenas se puso de pie y ya estaba a punto de dejar a Madre cuando, de repente, escuchó el sonido de suaves pisadas apresurándose por el túnel en el exterior del almacén en penumbra.

Quitapenas se quedó inmóvil.

Y escuchó.

El sonido de las pisadas desapareció cuando estas se dirigieron apresuradamente hacia el túnel sur.

Quitapenas dio un paso adelante, cogió el pomo y, lentamente, lo giró. La puerta se abrió y Quitapenas se asomó para mirar el túnel a través de sus gafas de visión nocturna.

Miró a la izquierda y vio el tanque. Pequeñas olas golpeaban los bordes de la cubierta.

Miró a la derecha y vio un túnel recto y largo que se extendía ante él en la oscuridad. Lo reconoció inmediatamente. Se trataba del túnel sur del nivel E que llevaba a la sala de perforación de la estación.

Dado que el nivel E era el último del complejo, albergaba la sala de perforación de la estación, desde la que los científicos horadaban el hielo para obtener sus núcleos. Así, para maximizar las profundidades a las que los científicos podían perforar, la sala había sido construida a la mayor profundidad que les había sido posible en el interior de la plataforma de hielo: al sur de la estación, donde el hielo era más profundo. La sala estaba conectada al edificio principal de la estación por un túnel largo y estrecho de al menos cuarenta metros de longitud.

Quitapenas escuchó las casi imperceptibles pisadas desaparecer por el túnel situado a su derecha.

Tras un breve instante, alzó su Maghook y se aventuró a entrar al túnel tras las pisadas.

Schofield disparó su Maghook a Latissier.

El francés se agachó con rapidez y el gancho le pasó por encima hasta ir a parar a la escalera situada tras él. Dio una vuelta a uno de los travesaños y se quedó enganchado en la escalera.

Schofield tiró el Maghook al suelo y alzó la ballesta al mismo tiempo que Latissier apuntaba con la suya a Schofield.

Ambos hombres dispararon a la vez.

Los virotes silbaron en el aire, cruzándose entre sí a mitad del vuelo.

El virote de Latissier impactó en la protección de uno de los hombros de Schofield. El de Schofield se alojó en la mano del corpulento francés cuando este fue a cubrirse el rostro con el antebrazo. Rugió de dolor mientras cargaba a toda prisa la ballesta con la mano buena.

Schofield bajó la vista a su ballesta.

Las ballestas francesas tenían cinco especies de ranuras circulares de goma a los lados, en las que se colocaban los virotes para poder cargar la ballesta con mayor rapidez. La ballesta de Schofield tenía cinco ranuras vacías.

El soldado a quien se la había quitado debía de haber usado los virotes antes. Ahora ya no quedaba ninguno.

Schofield no vaciló un instante.

Dio cinco pasos rápidos y se lanzó contra Latissier. Se golpeó contra el francés y los dos cayeron rodando a la pasarela situada tras la escalera.

Gant seguía tumbada boca abajo sobre la pasarela, a unos cinco metros de distancia, cuando vio a Schofield atacar a Latissier. Se incorporó y se dispuso a ir hasta allí para ayudarle, pero, de repente, otro soldado francés se deslizó por la escalera que tenía ante sí y, a través de unas gafas de visión nocturna negras, la miró fijamente a los ojos.

Quitapenas recorrió lentamente el largo y estrecho túnel.

Había una puerta al final de este. La puerta de la sala de perforación. Estaba entreabierta.

Quitapenas escuchó con cuidado mientras se acercaba a la puerta entornada. Escuchó unos sonidos leves en el interior de la sala. Quienquiera que hubiese pasado delante del almacén instantes antes se encontraba ahora en la sala de perforación haciendo algo.

Escuchó al hombre hablar en voz baja por una especie de micrófono. Dijo:

—Le piège est tendu.

Quitapenas se quedó inmóvil.

Era uno de los soldados franceses.

Quitapenas se pegó a la pared contigua a la puerta y, con las gafas de visión nocturna aún puestas, se asomó lentamente por el marco.

Era como mirar a través de una videocámara. Quitapenas vio primero el marco de la puerta, sobresaliendo a la derecha de su visor verde. A continuación vio la sala tras la puerta.

Y entonces vio al hombre, que también llevaba gafas de visión nocturna, justo delante de él, con una ballesta apuntando directamente a su rostro.

A pesar de que el soldado francés que tenía ante sí llevaba gafas de visión nocturna, Gant supo que se trataba de Cuvier.

Jean-Pierre Cuvier. El hombre que la había disparado en la cabeza con la ballesta al inicio de todo aquello. Incluso ahora todavía podía ver el extremo de ese virote sobresalir de la parte delantera de su casco. El muy hijo de puta pareció sonreír cuando se percató de que se encontraba ante la mujer estadounidense a la que había disparado con anterioridad.

En una masa borrosa de color verde, el francés alzó su ballesta y disparó.

Gant estaba a casi seis metros de distancia cuando vio el virote cruzar el aire hasta ella. Se echó a un lado con rapidez y, de repente, sintió una sacudida en el brazo cuando el virote golpeó el Maghook que sostenía. El Maghook salió volando de su mano del impacto.

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