Antártida: Estación Polar (19 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Fue el artículo y el premio concedido a este el que hizo que
The Washington Post
se fijara en Cameron. Le ofrecieron un puesto y él lo aceptó sin pensarlo dos veces.

Cameron tenía treinta años y era alto, muy alto (metro noventa y ocho). Tenía el pelo marrón rojizo, que llevaba siempre alborotado, y usaba gafas con montura de alambre. En el interior de su coche parecía que hubiese estallado una bomba: latas de Coca-Cola vacías esparcidas por el suelo, entremezcladas con envoltorios arrugados de hamburguesas de queso; blocs de notas, bolígrafos y papelitos desperdigados por todos los compartimentos del coche. Un paquete de Post-It en el cenicero. Los que había utilizado estaban pegados en el salpicadero.

Cameron siguió conduciendo por el desierto.

Le sonó el móvil.

Era su mujer, Alison.

Pete y Alison Cameron eran una especie de celebridades entre la comunidad periodística de Washington, el famoso (o infame) tándem marido-mujer del
The Washington Post
. Cuando Pete Cameron había llegado al
Post
procedente de
Mother Jones
hacía tres años, le habían asignado trabajar con una joven periodista llamada Alison Greenberg. La química entre ambos había sido instantánea. Fue algo eléctrico. En una semana, ya compartían cama. En doce meses se casaron. Todavía no tenían ningún hijo, pero estaban trabajando en ello.

—¿Ya has llegado? —dijo la voz de Alison por el teléfono. Alison tenía veintinueve años, cabello caoba por los hombros, enormes ojos azules y una sonrisa que hacía que su rostro resplandeciera. A Pete le encantaba aquella sonrisa. Alison no tenía una belleza convencional, pero podía parar el tráfico con esa sonrisa. En ese momento, estaba trabajando en las oficinas del periódico en Washington.

—Ya casi estoy —respondió Cameron.

Iba de camino a un observatorio sito en mitad del desierto de Nuevo México. Un técnico del
SETI
había llamado al periódico a primera hora de la mañana afirmando haber detectado una conversación a través de una vieja red de satélites espías. El periódico había enviado a Cameron para que lo investigara.

No era nada nuevo. El Instituto para la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, el
SETI
, captaba material de ese tipo constantemente. Su dispositivo de radiocomunicaciones por satélite era extraordinariamente sensitivo. No era raro que un técnico del
SETI
, buscando transmisiones extraterrestres, «cruzara conexiones» con un satélite espía perdido y captara algunas palabras confusas de una transmisión militar restringida.

Esas captaciones eran etiquetadas a modo despectivo por los periodistas del
The Washington Post
como «visiones de la
SETI
». La mayoría de las veces no conducían a nada, tan solo eran transmisiones incomprensibles de una palabra, pero la teoría era que quizás algún día esos mensajes incomprensibles proporcionaran el punto de partida de una historia. El tipo de historia que acababa con la palabra Pulitzer.

Alison dijo:

—Bueno, llámame tan pronto hayas acabado con lo del Instituto. —Adoptó un tono de voz seductor a modo de broma—. Tengo algo para las visiones de la
SETI
.

Cameron sonrió.

—Muy provocador. ¿Las visitas están permitidas?

—Nunca se sabe la suerte que uno puede tener en la gran ciudad.

—¿Sabes? —dijo Cameron—. En algunos estados, esto podría calificarse de acoso sexual.

—Cariño, estar casada contigo es acoso sexual —dijo Alison.

Cameron se echó a reír.

—Te llamo cuando haya acabado —dijo antes de colgar.

Una hora después, el Toyota de Cameron aparcó en un polvoriento aparcamiento del Instituto
SETI
. En el aparcamiento había otros tres coches.

Un edificio de oficinas achaparrado de dos plantas, contiguo al aparcamiento, se cobijaba tras la sombra de un radiotelescopio de más de noventa metros de altura. Cameron contó otras veintisiete antenas parabólicas idénticas que se extendían en el desierto.

En el interior del edificio, Cameron fue recibido por un hombre menudo con pinta de bicho raro. Llevaba una bata blanca de laboratorio y un protector de bolsillos de plástico. Dijo que su nombre era Emmett Somerville y que había sido él quien había captado la señal.

Somerville condujo a Cameron por unas escaleras que llevaban a una sala subterránea de considerables dimensiones. Cameron lo siguió en silencio mientras se abrían paso por un laberinto de equipos radioelectrónicos. Dos enormes superordenadores Cray X-MP ocupaban una pared entera de la enorme sala subterránea.

Somerville le habló mientras caminaba.

—La capté a las dos y media de la mañana, aproximadamente. Era en inglés, así que supe que no podía tratarse de una transmisión extraterrestre.

—Buen razonamiento —dijo Cameron de manera deliberadamente inexpresiva.

—Pero el acento era sin duda estadounidense y, teniendo en cuenta el contenido, llamé al Pentágono inmediatamente. —Se volvió para mirar a Cameron mientras caminaban—. Tenemos un número directo.

Lo dijo con orgullo: el Gobierno piensa que somos tan importantes que tenemos línea directa con ellos. Cameron se figuró que el número que tenía Somerville era probablemente el del equipo de relaciones públicas del Pentágono, un número que el
SETI
podría haber encontrado buscando «Departamento de Defensa» en la guía telefónica. Cameron lo tenía en la marcación rápida de su teléfono.

—De cualquier modo —dijo Somerville—, cuando dijeron que no era una de sus transmisiones, supuse que no estaría mal darles un toque al periódico.

—Se lo agradecemos —dijo Cameron.

Los dos hombres llegaron a una consola situada en un rincón de la habitación. Consistía en dos pantallas colocadas sobre un teclado. Al lado de las pantallas había un sistema profesional de grabación de bobina abierta.

—¿Quiere escucharlo? —preguntó Somerville con el dedo en el botón del
play
del grabador.

—Dispare.

Emmett Somerville apretó el botón. Las bobinas comenzaron a girar.

Al principio Cameron no oyó nada. A continuación, interferencias. Miró expectante a Emmett
el Raro
.

—Ya empieza —dijo Somerville.

Se escucharon más interferencias y, de repente, voces.

—… Recibido, uno-tres-cuatro-seis-dos-cinco…

—… perdido el contacto por perturbaciones ionosféricas…

—… equipo de avanzada…

—… Espantapájaros…

—… menos sesenta y seis coma cinco…

—… erupción solar afectando a comunicaciones…

—… uno-quince, veinte minutos, doce segundos este…

—… cómo (interferencia) llegar allí entonces…

—… equipo de apoyo de camino…

Pete Cameron cerró lentamente los ojos. Eran otros datos carentes de importancia. Tan solo una indescifrable jerigonza militar.

La transmisión terminó y Cameron se volvió y vio que Somerville lo observaba impaciente. Sin duda, el técnico del
SETI
deseaba que surgiera algo de ese descubrimiento. Era un don nadie. Peor, un don nadie en medio de la nada. Un tipo que probablemente quería ver su nombre en
The Washington Post
sin que se tratara de su obituario. Cameron sintió lástima por él. Suspiró.

—¿Podría ponérmelo de nuevo? —dijo mientras sacaba a regañadientes su bloc de notas.

Somerville prácticamente se abalanzó sobre el botón de rebobinado. La cinta sonó de nuevo y Cameron tomó notas diligentemente.

Resultaba irónico, pensó Schofield, que Petard, el último soldado francés, hubiese muerto por una de sus propias armas. Especialmente cuando se trataba de un arma que Francia había obtenido de los Estados Unidos gracias a su alianza con la
OTAN
.

La mina M18A1 era más conocida en todas partes como «Claymore». Constaba de una placa de porcelana que contenía cientos de bolas de acero incrustadas en seiscientos gramos de explosivo plástico C-4. En efecto, la Claymore era una granada de fragmentación. Si uno se coloca detrás, no se verá alcanzado por la explosión. Si le pilla delante, acabará hecho trizas.

La característica más conocida de las Claymore, sin embargo, es la etiqueta de instrucciones que lleva impresa en relieve en la parte delantera de la mina. Esta reza: «Este lado hacia el enemigo».

O, en francés: «Braquez ce côté sur l'ennemi».

Si alguna vez se encuentra mirando esas palabras, sabrá que no está mirando al lado bueno de la Claymore.

Las dos Claymore de la sala de perforación habían sido claves en el último plan de los soldados franceses para batir a los marines. Cuando todo hubo terminado, Schofield reconstruyó el plan. Habían enviado a alguien de avanzadilla a la sala de perforación. Una vez allí, esa persona había colocado las dos Claymore de forma que las instrucciones inscritas miraran a la puerta. Las granadas se conectarían a continuación a un cable trampa.

Entonces, los otros soldados franceses fingirían replegarse a la sala de perforación, permitiendo de forma deliberada que los marines los siguieran.

Por supuesto, los marines sabrían que la sala de perforación era un callejón sin salida, así que pensarían que los franceses, en un intento desesperado por huir, se habían arrinconado en una trampa de la que no tenían escapatoria.

La rendición sería inevitable.

Pero cuando los marines entraran en la sala de perforación para reducir a los soldados franceses, romperían el cable trampa y las minas se activarían. Los marines quedarían reducidos a pedazos.

Era un plan audaz. Un plan que habría cambiado el curso de la batalla.

También era muy astuto. Convertía una retirada a escala completa (qué demonios, una rendición en toda regla) en un contraataque decisivo.

Pero con lo que Petard y los franceses no habían contado era con que uno de los soldados estadounidenses fuera a toparse con la trampa mientras la estaban tendiendo.

Schofield estaba orgulloso de Quitapenas. Orgulloso de cómo el joven soldado había manejado la situación.

En vez de destapar el plan de los franceses y proseguir con una lucha cuerpo a cuerpo impredecible, Quitapenas había permitido con total frialdad que los franceses creyeran que el plan seguía en marcha.

Pero había cambiado una cosa.

Había dado la vuelta a las Claymore.

Eso era lo que Petard había visto cuando Quitapenas le había hablado en la sala de perforación. Había visto aquellas escalofriantes palabras: «Este lado hacia el enemigo, mirando hacia él».

Quitapenas le había dado una lección.

Y, cuando Quitapenas dio un paso adelante para cruzar el cable trampa, eso fue lo último que Petard pudo ver.

La batalla, por fin, había terminado.

Una hora después, los marines habían encontrado todos los cuerpos, franceses y estadounidenses, y los habían contabilizado. Al menos aquellos cuerpos que podían ser encontrados.

Los franceses habían perdido a cuatro de sus hombres a manos de las orcas; los estadounidenses, uno. Otros ocho soldados franceses y dos marines estadounidenses (Hollywood y Rata) habían sido encontrados en distintos emplazamientos de la estación polar. Sus muertes habían sido confirmadas.

Los estadounidenses también tenían dos heridos de bastante gravedad. Madre, que había perdido una pierna por el ataque de una orca y, sorprendentemente, Augustine
Samurái
Lau, el primer marine que había sido abatido por los franceses.

Madre había salido mejor parada que Samurái. Puesto que la suya era una herida localizada (que se reducía a la extremidad inferior de su pierna izquierda), seguía consciente. Podía mover sin problemas las demás extremidades. La hemorragia de la herida había sido contenida y la metadona se ocupaba del dolor. El único enemigo que aún quedaba era la conmoción. Por ello, se había decidido que Madre permanecería en el almacén del nivel E bajo supervisión constante. Moverla podría desencadenar una pelea.

Samurái, por otro lado, estaba en un estado mucho peor. Se encontraba en coma autoinducido. Su estómago había quedado hecho trizas por la ráfaga de disparos de Latissier al inicio de la batalla.

El cuerpo del joven marine había respondido a tan repentino trauma de la única forma que sabía. Apagándose. Cuando lo encontraron con vida, Schofield se había maravillado de la capacidad que tenía el cuerpo humano de cuidar de sí mismo ante una crisis tan extrema. Ninguna cantidad de metadona o morfina podría haber aliviado el dolor de tantas heridas de bala. Así que el cuerpo de Samurái había hecho lo mejor posible: había desconectado su aparato sensorial y ahora se encontraba en espera de ayuda externa.

El problema era si Schofield podía o no proporcionarle esa ayuda.

En una unidad de primera línea resultaba difícil encontrar algo que fuera más allá de los conocimientos médicos básicos. Lo más parecido que tenían esas unidades a un médico era el auxiliar médico del equipo, que por lo general era un cabo de rango inferior.
Piernas
Lane era el auxiliar médico de la unidad de Schofield, y ahora estaba muerto y bien muerto.

Schofield recorrió con rapidez la pasarela del nivel A. Acababa de subir del nivel E, donde había comprobado el estado de Madre, y ahora llevaba un nuevo par de gafas. Madre se las había dado. Le había dicho que, en su estado, ya no las necesitaría más.

Schofield se asomó por la puerta del comedor.

—¿Qué opina, Quitapenas? —dijo.

En el interior del comedor, Quitapenas trabajaba febrilmente sobre el cuerpo inanimado de Samurái. El cuerpo se encontraba tumbado boca arriba en la mesa que ocupaba el centro de la habitación. La sangre caía por los bordes de aquella, formando un charco rojo sobre el frío suelo de porcelana.

Quitapenas apartó la vista de lo que estaba haciendo. Negó exasperado con la cabeza.

—No puedo contener la hemorragia —le dijo a Schofield—. Hay demasiados daños internos. Le han reventado los intestinos.

Quitapenas se secó la frente. Una mancha de sangre apareció sobre sus ojos. Miró con dureza a Schofield.

—Yo no juego en esta liga, señor. Necesita a alguien que sepa lo que hace. Necesita un médico.

Schofield miró el cuerpo tendido de Samurái.

—Haga lo que pueda —dijo y abandonó la sala.

—De acuerdo, escúchenme todos —dijo Schofield—. No disponemos de mucho tiempo, así que seré breve.

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