El corazón helado (144 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

—Lo sé —Raquel sonrió—. Por eso me ha llamado Clara, estoy segura. Hasta ahora nunca se había acordado de que trabajo aquí, y lo sabe, porque nos hemos encontrado varias veces, en cenas de antiguas alumnas del colegio y cosas así. Éramos muy amigas de pequeñas, pero si no estuvieran pensando en liquidar, no me habría llamado, ¿para qué?, si con quien ha ganado dinero su padre es contigo... De todas formas, ya te he dicho que se trata sólo de hacer la gestión personal, de una forma oficiosa, dejándolo todo como está. Lo único que quieren es que les explique cómo está el tema. Y si consigo convencerlos, que lo intentaré, aunque sólo sea por deformación profesional, te los vuelvo a pasar a ti, eso por supuesto. Son tuyos.

—Lo de la deformación profesional tiene gracia —Aguado sonrió.

—Pues sí —Raquel le devolvió la sonrisa—, pero no te hagas ilusiones...

No era la primera vez que hacía un trato parecido con un compañero, y no sería la última. Escribir a Angélica le resultó todavía menos extraño. Podría haberle encargado la carta a una secretaria, pero tenía un modelo archivado en el ordenador, y no tardó ni cinco minutos en completarlo con los datos adecuados. Tomó la mínima precaución de firmar con la inicial de su nombre, la envió por mensajero aquel mismo día y cruzó los dedos. Si Angélica sospechaba su identidad al leer la carta, la llamaría enseguida. De lo contrario, y a aquellas alturas, ella también apostaría por esa opción si su propia vida fuera una porra, le tocaría esperar. Sabía por experiencia que el plazo de reacción de los herederos rondaba el mes. Rara vez respondían antes y con mucha frecuencia lo hacían después, así que decidió no ponerse nerviosa hasta mediados de abril. Pero Julio Carrión González había muerto el 1 de marzo de 2005, y aún faltaba un día para que aquel mes terminara cuando Mariví le anunció la visita de su viuda.

No estoy preparada. Eso fue lo primero que pensó. No estaba preparada, y sin embargo se sabía de memoria lo que tenía que decir, en qué orden, con qué entonación, y de qué manera tenía que hacerlo. Si las cosas iban bien, y no tenían por qué ir mal, aquella cita sólo sería una toma de contacto, apenas un pretexto para concretar otra más importante, definitiva, a la que acudiría con una cartera de piel castaña que pondría encima de la mesa en el momento oportuno.

Estaba muy acostumbrada a recibir a herederos y a soltarles un discurso idéntico al que iba a encajar Angélica Otero Fernández aquella mañana, pero había previsto un encuentro muy diferente, una llamada de teléfono, una conversación breve, suficiente sin embargo para hacerse una idea de la clase de mujer con la que iba a tratar, y una considerable serie de ofertas y contraofertas rebozadas de pura cortesía. Prefería ver a la viuda de Julio Carrión en su despacho porque allí se sentía más fuerte, más segura, pero había previsto incluso la eventualidad de que ella alegara motivos de salud, o de desánimo, para trasladarse hasta el banco, y estaba decidida a responder de inmediato que, en ese caso, no le costaría ningún trabajo acercarse hasta su domicilio, porque estos asuntos, ya sabe usted, son delicados, y nuestra experiencia nos ha enseñado que es mucho mejor tratarlos directamente con la familia, sin intermediarios que puedan hacerse con una información que no les interesa, y que a ustedes tampoco les conviene que tengan.

Eso era lo que iba a decirle, y se lo sabía. Había escogido minuciosamente los verbos, los pronombres, el número de la primera y de la segunda persona, pero por supuesto que esto no corre prisa, añadiría si era preciso, yo puedo esperar todo el tiempo que usted necesite para recuperarse, estas situaciones son terribles, lo sé, y aunque es mucho dinero, desde luego, y no conviene aplazar demasiado cualquier decisión, tenemos un margen de semanas, hasta un mes si fuera imprescindible, fije usted la fecha, lo importante, doña Angélica, es que recobre el ánimo... Así iban a ser las cosas, así las había previsto, y en esas condiciones, con esos tiempos, todo habría salido bien, pero había enviado la carta el 20 de marzo, su destinataria no habría podido recibirla hasta el día siguiente, y nueve días después ya estaba allí, llamando a su puerta sin haberse tomado la molestia de telefonear antes. No lo entendía, pero tampoco podía hacerla esperar. Al fin y al cabo, era una dienta.

—Adelante —dijo por fin, con un acento animoso, casi musical, y el doble de Julio Carrión entró en su despacho.

Cuando lo vio, se levantó sin ser consciente de haberle dado a su cuerpo la orden de hacerlo, y al sentir que se tambaleaba, apoyó las manos en la mesa. No puede ser, no puede ser, no puede ser él, esto no está pasando. Pero cerró los ojos un instante, y volvió a abrirlos, y Álvaro Carrión seguía estando allí, tan asombrado, tan atónito como ella misma.

—Perdone —logró decir por fin—, pero es que... Esperaba a su madre.

—Sí, ya, he venido yo en su lugar —el sonido de su voz la tranquilizó, porque no se parecía a la de su padre—. Como esa recepcionista tan simpática que tienen ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo...

—Sí —consiguió sonreír y fijó la sonrisa un momento, como si pretendiera disfrutar de aquella hazaña—. Mariví es muy especial —se preguntó qué debería hacer a continuación y lo recordó enseguida—. Siéntese, por favor.

Luego, cuando él se marchó, volvió a su asiento andando muy despacio, giró la silla para colocarse de cara a la ventana, echó de menos la luz, y sólo entonces se dio cuenta de que estaba lloviendo. Se sentía muy mal, pero ni siquiera tenía fuerzas para preguntarse por qué, y el teléfono sonó antes de que se propusiera buscarlas.

—¿Estás sola? —Paco empezó por el principio.

—Sí.

—¿Y qué, cómo ha ido?

—Fatal... —hizo una pausa, tomó aire, ni siquiera tenía ganas de hablar—. No ha venido ella, sino su hijo, el pequeño, aquel que conocí el día que fui a su casa con mi abuelo.

—Bueno, no es tan raro —y lo dijo con una serenidad que la desconcertó por un momento—. ¿Y qué, cómo habéis quedado?

—No hemos quedado, Paco, no ha pasado nada. Le he soltado el rollo, le he dado los papeles, le he dicho que se los mire en casa, con calma, y se ha marchado —al llegar al final, volvió a tomar aire y se sintió mejor—. Se acabó.

—¿Cómo que se acabó? —y lo dijo como si esas palabras le hubieran ofendido.

—Pues sí, porque ya te dije que con los hijos no había nada que hacer, y yo... No sé, me he puesto muy nerviosa, no sabía qué contarle, qué decir... Si me hubiera llamado antes, habría podido pensar en algo, buscar alguna alternativa, pero como ha aparecido de esta manera, le he tratado como a un cliente normal, ¿comprendes?, y ahora yo no sé, yo...

—Pero ¿qué te pasa, Raquel? —y Paco cambió de tono—. Estás atacada. Cálmate, por favor. Pareces una principiante, en serio.

Aquella palabra, principiante, una amable descalificación que en su oficio sonaba peor que los insultos tradicionales, le hizo reaccionar.

—Es verdad —lo dijo una vez, y lo repitió para terminar de creérselo—. Es verdad, tienes razón. No ha pasado nada grave, excepto que me he puesto muy nerviosa, eso sí... Pero no creo que él se haya dado cuenta.

—Mejor —y sonrió al otro lado del teléfono—. Ya encontraremos la manera de llegar a la viuda, no te preocupes. Luego hablamos. ¿Tienes algún plan para comer?

Respondió que no y él se ofreció a reservar una mesa en el restaurante de la calle Escalinata al que solían ir cuando comían juntos.

Luego se fue al baño, se mojó la cara con agua fría y se encontró mejor, más tranquila. Al fin y al cabo, ella había nacido, había crecido entre fantasmas. Estaba acostumbrada a su compañía y sabía que tenían forma, peso, mucha más corpulencia que algunas personas vivas. Sabía también que nunca debería contarle a nadie lo que había pasado aquella mañana. Que se había sentado al lado de Álvaro Carrión y no había podido mirarle a los ojos. Que mientras hablaba, se había dado cuenta de que estaba más pendiente de los centímetros que separaban su brazo del suyo que de las palabras que iba diciendo. Que cuando había entrado el camarero con los cafés, y él había comentado que menos mal que no los había traído Mariví porque ya estaba muerto de miedo, se había echado a reír, y al fin le había mirado, y al comprobar que él también la estaba mirando, había sentido algo parecido a un crujido. Que no se podía permitir que su cuerpo siguiera crujiendo, no con él, con un hombre que ni siquiera era él, sino la sombra de otro hombre, una advertencia, un fantasma, un producto enfermizo de su imaginación o no, y si era que no, mucho peor.

Nunca podría contarle esto a nadie, y mucho menos a Paco Molinero. No podía contarle que un cuarto de hora de conversación inocente con Álvaro Carrión la había desordenado más que una noche entera con él en la cama, pero no tuvo tiempo de preparar una versión más compasiva, porque la directora del Departamento Comercial escogió aquel mismo momento para revisar con ella las cuentas de un cliente problemático. Tuvo que dejarla colgada cuando Álvaro volvió a su despacho para preguntarle por qué había ido al entierro de su padre pero, por fortuna, su superjefa no estaba acostumbrada a que sus subordinados la hicieran esperar. El teléfono volvió a sonar unos minutos después, y a pesar del tono áspero, impaciente, de su interlocutora, Raquel Fernández Perea sintió la misma felicidad que inunda los oídos de un boxeador que escucha una campana cuando está a punto de perder la consciencia. A la hora de comer, no se había recuperado ni de una cosa ni de la otra.

—Pero ¿por qué fuiste al entierro? —Paco acogió la noticia con un sombrío gesto de preocupación—. Eso no me lo habías contado.

—Pues no, porque hasta hace un rato no tenía importancia. Fui al entierro para verles, para saber qué aspecto tenían, en qué condiciones estaba Angélica, si se había muerto alguno... No sé, no es lo mismo negociar con una mujer que está en una silla de ruedas que con una viuda alegre, ¿no? Me pareció interesante, pensé que podría averiguar muchas cosas.

—Sí, en eso tienes razón, pero podrías haber ido al funeral. Eso habría sido menos arriesgado.

—Y mucho más inútil, Paco, no creas que no lo pensé. En el funeral habría mucha más gente, y estaría Aguado, incluso... —hizo una pausa para ordenar su pensamiento, y afrontó la dificultad de explicar lo más obvio con las palabras justas—. Bueno, entonces yo no sabía que el gestor de Carrión era Aguado, pero alguien del banco tendría que ir, eso estaba claro, y no sólo del nuestro, habría gente de varios bancos, ¿no?, y yo no quería que me vieran, no quería que me reconociera nadie. Además, no podía acercarme a dar el pésame y la iglesia estaría llena, abarrotada de empleados, de socios, de amigos de los hijos, vecinos y demás. Los Carrión son muchos, y su padre era empresario, y rico. En esas condiciones, ni siquiera podía estar segura de reconocerles sin dejarme ver más de lo que me convenía. Pensé en el entierro de mi abuelo, ¿te acuerdas? Por supuesto, todo el mundo sabía que para él no iba a haber funeral, pero tú viniste, y viste cómo estaba el cementerio, no hace falta que te lo cuente yo. La gente llegaba hasta la puerta. Si alguien hubiera ido hasta allí a mirarnos a nosotros, no habría visto una mierda.

—No —él negó con la cabeza—. Eso es verdad, tienes razón.

—Pues eso. Ninguna iglesia es tan grande como el Cementerio Civil, pero de todas formas... Yo estaba segura de que los Carrión son católicos, o al menos, de que iban a enterrar a su padre según el rito católico, una ceremonia privada y otra pública. Y si el entierro hubiera sido en la Almudena, que siempre que voy, me pierdo, habría sido otra cosa, pero... ¿Para qué iba a ir a una ceremonia pública, pudiendo ir a la privada, que encima se celebraba en un cementerio de pueblo, accesible, pequeñito, que no tiene pérdida posible? —y mientras hablaba, sus argumentos le parecían tan justos, tan exactos, que no entendía cómo todo había podido salir tan mal—. Estaba claro, yo creía que estaba claro. En la esquela no aparecía ninguna noticia del entierro, sólo del funeral, y eso significaba que no pensaban avisar a nadie, pero para eso llegué tarde, ¿no?, para encontrarles ocupados, concentrados en el discurso del cura. No podía imaginarme que uno de sus hijos iba a estar solo, apartado de los demás, que iba a verme, y que después iba a ser él, precisamente él, quien viniera a visitarme en lugar de su madre. Ha sido todo una casualidad... No sé, increíble, monstruosa. Si mi vida fuera una porra, jamás habrías apostado por ella, reconócelo.

—Eso también es verdad —Paco la miró con benevolencia—. Nunca me habría jugado un céntimo en esa apuesta.

Después, los dos atacaron en silencio el primer plato, que se había enfriado, y los dos lo dejaron a medias mientras empezaban con la segunda botella de vino.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —él se atrevió primero.

—Pues no lo sé —pero ella llevaba varias horas rumiando esa respuesta—. No puedo decirle la verdad, eso por descontado, así que... No sé, tendré que inventarme algo.

—Pues que sea algo que explique que estuvieras en el entierro, Raquel.

—Ya, ya lo sé... —miró a Paco, y a pesar de que su mirada era tan amable como siempre, se sintió atrapada, acorralada—. No creas que no lo sé. Tiene que ser algo que explique lo del entierro, que no implique a Aguado, que pase por encima de la historia de mi familia, y que me permita seguir adelante con el millón de la viuda... Todo eso, ¿no?

—Todo eso —él le dirigió una mirada compasiva.

—¡Joder! —y de repente, le entraron unas ganas enormes de echarse a llorar.

—Pues sí, no lo tienes nada fácil, la verdad...

—Y eso sin contar con que me juego el trabajo, claro.

—Claro.

¿Pero yo me he vuelto loca o qué?, volvió a pensar Raquel Fernández Perea en aquel momento. ¿Cómo he podido meterme yo sola en una cosa así? El peligro le había devuelto la lucidez, la brillantez que había perdido al mirarse en unos ojos que ahora le parecían más que nunca una advertencia. La gente no va a los entierros de los desconocidos. Parecía una tontería, era una tontería, no había sido otra cosa antes de convertirse en la soga que ahora llevaba alrededor del cuello, la espada cuya punta le acariciaba el cráneo. La gente no va a los entierros de los desconocidos. Lo más sencillo habría sido decir la verdad, contar al menos que Julio Carrión era un viejo conocido de su familia. Pero no podía erigirse en la vengadora de sus abuelos, de sus bisabuelos, explicar que había ido al entierro por simple odio, por pura crueldad, para regodearse en la ruina de su enemigo, porque eso no sólo excitaría la hostilidad de Álvaro Carrión. También le animaría a hacerse preguntas.

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