El corazón helado (148 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

En aquel momento, Raquel se dio cuenta de que los dos habían dejado ya de ser un equipo, como dos emisoras de radio que han empezado a transmitir en frecuencias distintas. La culpa era suya, porque no le había contado la verdad. Por eso Paco no la entendía, no podía entenderla, pero desde entonces, la miraba con tanta atención como si la estuviera vigilando, o eso sentía ella, al menos.

—A ti te pasa algo —le advirtió unos días después—. Estás rarísima, tía. A ver, ¿qué es lo que te acabo de contar?

—Pues... —si es que se me nota, se decía entonces a sí misma, se me nota y es fatal, claro, es horroroso, porque así, ni se puede trabajar, ni se puede hablar con nadie, ni nada—. No sé, algo de las cuentas de esa cementera, ¿no?

—¿Lo ves?

—Sí, pero no me pasa nada —esto no puede seguir así, yo no puedo seguir así, de verdad, tengo que hacer algo, aunque sea para descalabrarme, pero algo—. Que estaba distraída, sólo...

Así entró un péndulo caótico en su vida.

Una semana después de haber cenado sushi con él, Raquel Fernández Perea llamó a Álvaro Carrión Otero y le propuso una cita para el día siguiente. Él no le dijo que no, y a ella se le olvidó hasta que aquella tarde había quedado con Berta.

—Creía que Jaime era un engreído insufrible que sólo sabía hablar de sí mismo y que en la cama daba juego pero tampoco era tan buen actor aunque estuviera ganando tantos premios.

Lo dijo de un tirón, sin pararse a saludar, y Raquel, por no entender, ni siquiera entendió qué hacía su amiga en la puerta de su casa a las seis menos diez de aquella tarde.

—¿Por qué lo dices?

—No sé, como te has puesto tu vestido de la suerte...

Raquel bajó la cabeza y vio exactamente lo que esperaba, la falda de un vestido estampado con florecitas amarillas y hojas verdes en el que confiaba más que en ningún otro modelo de su vestuario. Por eso lo llamaba su vestido de la suerte, porque era el que mejor le sentaba, el que más la favorecía, pero eso no explicaba la irrupción de Berta, ni su alusión al actor con el que se había acostado después de encontrárselo en una fiesta a la que habían ido juntas, la última Nochevieja.

—Sí, me lo he puesto —admitió—, pero eso no tiene nada que... —entonces se acordó—. ¡Ay, claro! Que habíamos quedado para ir al teatro, a ver a Jaime, y eso... —y se sujetó la cabeza con las dos manos, como si quisiera asegurarse de que la llevaba puesta—. ¡Ay, Berta!

—Se te había olvidado —supuso ella.

—Sí, es que... No sé, últimamente no doy una, de verdad...

—Has quedado con un tío.

—Sí... —la miró y se echó a reír—. ¡Sí! Y no sabes cómo es, no lo sabes, es... Bueno, he quedado con él a las seis y cuarto. Baja conmigo y te lo enseño. Vamos a ir a ver una exposición sobre agujeros negros.

—¿Qué?

—Agujeros negros —se quedó mirándola y se echó a reír—. El espacio estelar, ya sabes... Es físico, de la Física y Química, las palancas, las potencias y todo eso. La ha montado él.

Entonces fue Berta la que se rió.

—¿Y eso te apetece?

—Muchísimo.

—Mira que estás tonta, ¿eh?

—Perdida —y por fin se rieron las dos juntas—. Ya te lo he dicho...

Después, el azar le dio una oportunidad bajo la forma de una niña fea y gorda que no sabía qué era lo que le parecía raro en un aparato con dos chorritos de agua y una manivela. Mientras Álvaro desentrañaba su confusión en voz alta, Raquel sintió dos tentaciones simultáneas y contradictorias. O le beso en la boca o salgo corriendo. Había una tercera, contárselo todo, pero no quiso considerarla siquiera. Tampoco le apetecía correr, y por eso se limitó a consagrar como certeza una intuición que la había deslumbrado la última vez que estuvieron juntos. A Álvaro no le molestó escuchar que no parecía hijo de su padre, y estuvo de acuerdo en que lo mejor era no volver a acordarse de él, y aquél habría sido el momento de hablar, de consentir que la verdad aflorara al menos a una esquina de alguna palabra. Lo primero que hizo mi abuelo con mi abuela, después de acostarse con ella, fue enseñarle a leer y a escribir. Llegó a componer esa frase en la cabeza, pero pensó que Álvaro también era español, que estaría acostumbrado a los misterios, a los silencios, y que no le estaba mintiendo, ya no, no volvería a mentirle nunca más. Era verdad que le habían hecho un test de inteligencia en el instituto, y verdad que una de las pruebas tenía que ver con dos amas de casa que sujetaban una aspiradora a distintas alturas, y verdad que se había pasado de lista, que había metido la pata, que aquel error le había bajado la media de ciencias una barbaridad. El conocía la respuesta correcta, y era muy buen profesor, y le gustaba mucho, le gustaba tanto que estaba deseando meterse en la cama con él, y total, sólo iba a ser un polvo, como mucho dos, una simple aventura sin importancia. Pero dentro de la caja envuelta en papel de regalo que él puso encima de su plato antes de cenar, había dos péndulos, uno normal, estable, regular, encadenado a su propia previsible naturaleza, y otro caótico, caprichoso, loco, impredecible, y los dos juntos, funcionando a la vez durante toda la eternidad, no habrían servido para formular, ni siquiera con decimales, lo que le pasó aquella noche a Raquel Fernández Perea mientras todo empezaba a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre.

—¿Pero tú te has vuelto loca o qué? —Berta se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y ya era tarde.

Cuando le contó a ella, y sólo a ella, la verdad completa, ya estaba tan enganchada que ni siquiera podía explicar muy bien lo que significaba ese adjetivo.

Hasta entonces no se lo había contado a nadie porque no quería ni pensarlo, no quería medir las dimensiones de la ratonera en la que estaba siendo tan feliz, más que antes, más que nunca, no quería saber nada y por eso no lo comentaba ni consigo misma. Cuando estaba sola, prefería imaginar otra escena, un sábado por la mañana y el sol entrando a raudales por los balcones, Álvaro en casa, en pijama, ella volviendo de la compra con un ramo de flores que repartía entre varios jarrones de cristal transparente. Eso era lo único que quería saber, pero la noche anterior habían cenado los tres juntos, y había tenido que improvisar un mareo fingido para que Álvaro y Berta se callaran de una vez, y en aquella pizzería no hacía tanto calor. No había logrado engañar a su amiga y las dos se habían dado cuenta al mismo tiempo. Por eso la había llamado, y después habría podido soltarle cualquier otro rollo, llegó a imaginarlo, podría haberle dicho que habían discutido antes de ir a cenar y que se había quedado tan blandita que luego se había echado a llorar, podría haberle contado eso o cualquier otra cosa, pero había pasado el tiempo, apenas tres meses para los demás largos para ella como una vida entera, había llegado el verano y las flores de colores, los jarrones de cristal, estaban tan cerca como si fueran reales, como si pudiera tocarlos con las yemas de los dedos. La noche anterior, al hablar de sí mismo, Álvaro había hablado también de ella, porque alguna vez tendría que ser, alguna vez tendría que hablar, alguna vez tendría que contarle la verdad a alguien. Decidió empezar por su mejor amiga, y Berta la inestable, Berta la loca, la impulsiva, la caprichosa, la desequilibrada, Berta la inepta, la que jamás se liaba con un hombre que le conviniera, se llevó las manos a la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos, la cara tan pálida como si fuera de cera.

—¿Pero qué me estás contando, Ra? —le dijo entonces—. No me lo puedo creer, en serio, es que no me lo creo. ¿Pero qué locura es ésta? ¿Cómo se te ha ocurrido meterte en una historia así?

—No me he metido, Berta —al principio intentó defenderse—. Yo no me he metido, me ha pasado... Ha pasado, solamente, y no he podido... Ha sido una casualidad, todo, una casualidad, yo... Yo no sabía que me iba a pasar esto, ¿cómo iba a imaginarme que me iba a enamorar de él? No sé, la verdad es que no lo sé, es que todavía no lo entiendo, era todo tan fácil, ha sido todo tan fácil, que no me he dado ni cuenta...

No lo estaba haciendo bien. Se dio cuenta de que no lo estaba haciendo bien, de que así no lograría convencer a nadie, pero su amiga no le pidió más explicaciones. Se acercó a ella, la abrazó, y procuró parecer animada.

—Bueno, no pasa nada —pero Raquel se dio cuenta de que no se lo creía ni ella—. No creo que sea tan grave, porque... Tiene que haber alguna manera de arreglar esto, ¿no?

—Eso espero.

—Seguro que sí —su amiga volvió a abrazarla—. Y de momento, ¿qué vas a hacer? Seguir como si tal cosa, supongo...

—Claro —Raquel se sintió mejor—. Él está casado, tiene un hijo, no va a dejarlo todo por mí, ¿no?, los hombres casados nunca hacen eso. Y ahora nos vemos mucho, porque ya no da clase, está de vacaciones, pero luego... Pues, no sé, las cosas volverán a ser como antes y, mientras todo siga así... No voy a contarle nada, Berta, no puedo. No puedo contarle qué clase de hombre era su padre, qué clase de cosas hacía, podría odiarme sólo por eso. Y además, si se enterara, nunca más volvería a confiar en mí. Pensaría que soy una tramposa, una mentirosa, una estafadora... Yo no soy así, tú lo sabes, pero él... Si se enterara, no podría volver a mirarle a la cara, me moriría de vergüenza, ¿entiendes? Yo le quiero, Berta, le quiero tanto que no podría soportar que pensara eso de mí, ni siquiera podría vivir con él sabiendo que lo piensa, aunque no me lo diga. Yo le quiero, Berta, le quiero... Bueno, eso ya lo he dicho, ¿no?

Acababa de darse cuenta de que si seguía por ese camino iba a ponerse a llorar, y no se lo podía permitir, porque eso sería aceptar que todo iba a acabar mal, que su historia con Álvaro se desmoronaría más tarde o más temprano, pero sin remedio, así que sacudió la cabeza y procuró ser optimista.

—Sin embargo, si sigue pasando el tiempo, si estamos liados una temporada larga, si me conoce más y se olvida de su padre, a lo mejor... A lo mejor puedo no contarle nunca nada, o... A lo mejor, llega un momento en el que ya no sea tan importante. Y si se tiene que acabar, que se acabe, pero que dure lo más posible, ¿o no? Yo ya no sé nada, Berta, no sé qué pensar, ni qué creer... Nada.

—Total —concluyó Berta con un acento casi filosófico—, que debes de ser la única mujer en la historia de la Humanidad que se lía con un hombre casado y está deseando que no se vaya de casa —y las dos se echaron a reír.

Pero aquella noche, cuando se quedó sola, Raquel pensó en ella, pensó en Álvaro, repasó sus cálculos y sintió que se vaciaba, que su cuerpo se convertía en un hueco, un espacio vacío, un hoyo hambriento, capaz de devorarlo todo. Porque ella amaba a aquel hombre, le amaba más que nadie, más que a nadie, pero su amor no iba a servir de nada. No existía una pobreza comparable a la suya, una amargura semejante a la que estaba probando, un destino tan cruel como el suyo. Porque tanto amor no iba a servir de nada. Hacía tiempo que pensaba en sábados soleados, flores de colores, jarrones de cristal transparente, pero hasta aquella noche no comprendió que la escena en la que se acunaba a sí misma antes de dormir era mucho más que una fantasía, una elección trivial o un residuo de romanticismo adolescente. Las flores inexistentes que ponía en unos jarrones que tampoco existían eran su seguro de vida, una garantía de supervivencia.

Aquella noche, cuando su amiga Berta se marchó, Raquel Fernández Perea se murió un poco. Se murió de pena, se murió de rabia, se murió de miedo. De amor no, porque el amor la mantenía viva, su amor la preservó viva e intacta, alegre y confiada, entera, hasta el instante del golpe definitivo. Y cuando la vida que deseaba se extendió ante ella, cuando Álvaro Carrión la desplegó a sus pies como una alfombra mágica, y le ofreció todo lo que tenía, y ella lo rechazó, Raquel sintió que se moría del todo y no quiso morirse, aquella noche no, en aquel momento no, con él delante no.

Berta le había dicho que tenía que haber una manera de arreglarlo y ella quiso creerlo. Tengo que encontrar una manera de arreglarlo, le dijo a Álvaro al día siguiente, mientras desayunaban juntos, y luego lo repitió para sí misma, una, diez, cien, mil, un millón de veces.

Tenía que encontrar una manera de arreglarlo, y una, diez, cien, mil, un millón de veces se tumbó en la cama, boca arriba, muy estirada, con las manos cruzadas y encima del pecho, igual que un cadáver. Era su postura de pensar, pero tampoco le sirvió de nada. El verbo desaparecer la acechaba desde todas las esquinas, la esperaba en todos los caminos, se asomaba detrás de cada una de las puertas por las que intentó escapar de su brutalidad, el despiadado designio que le imponía la renuncia de lo único que le importaba.

No puede ser, pensó, no puede ser. Una, diez, cien, mil, un millón de veces. Y se levantó de la cama, se fue al baño, se mojó la cara con agua fría, se miró en el espejo y volvió a tumbarse. Pero ya no volvió a tener una buena idea.

Mi hermana Clara estaba sentada en las escaleras del porche, esperándome. No había quedado con ella, pero tampoco me sorprendió verla allí, en el mismo peldaño donde solía detenerse cuando era una niña que tenía problemas o pretendía evitarlos desde la frontera, ni dentro de casa ni fuera del todo.

—Hola —le dije, y subí tres escalones para sentarme a su lado igual que entonces, en la época en la que yo era el único de sus hermanos mayores que estaba lo bastante cerca de ella como para entender que estuviera preocupada por haber estropeado un libro de la biblioteca del colegio, o por haberle prestado el reloj a una amiga que lo había perdido.

—Hola —me contestó, y sonrió para fingir que no estaba viendo mi ojo morado antes de sujetar mi cabeza con las dos manos para besarme en las mejillas, y habían pasado más de veinte años desde la última vez que me besó en aquel lugar, de aquella manera—. ¿Por qué vas vestido así? Se te va a arrugar la chaqueta.

Llevaba el traje gris de las tesis y las oposiciones, una camisa de vestir y una corbata. En las contadas ocasiones en las que no había podido esquivarla, nunca había logrado sentirme tan cómodo dentro de aquella ropa como para olvidar que la llevaba puesta, pero eso fue lo que sucedió aquella mañana, y necesité más de un instante para comprender el comentario de mi hermana.

—He venido a hablar con mamá —dije después, como si eso fuera una razón suficiente.

—Ya... —asintió con la cabeza, me miró, y vi que tenía los ojos húmedos—. ¿Y yo, qué? ¿Es que a mí no pensabas llamarme?

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