El Corsario Negro (4 page)

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Authors: Emilio Salgari

—Vamos a vender caras nuestras vidas —susurró el Corsario—. Moko, tú llevarás a bordo el cadáver de mi hermano. Ponte a salvo con Wan Stiller.

—¡Volveré con refuerzos, señor!

—El negro salió corriendo. Pero como la calle estaba ocupada por ambas patrullas, se ocultó en un jardín.

Los ocho alabarderos de una de las patrullas disminuyeron su marcha.

—¡Despacio, muchachos! —dijo uno de ellos—. ¡Esos bribones deben andar cerca!

—El tabernero dijo que eran dos y nosotros somos ocho —comentó otro de los soldados.

—¡Adelante! —gritó el Corsario, con su espada en alto.

Sorprendidos, los alabarderos no supieron qué posición tomar. Cuando se repusieron, los filibusteros ya estaban lejos. —

—¡Deténganlos! ¡Deténganlos!

El Corsario y Carmaux corrían desesperados por calles y más calles, sin saber por dónde iban. El vecindario había despertado con los gritos y abría sus ventanas. La situación de los fugitivos se hacía desesperada.

—¡Truenos, capitán! —exclamó Carmaux—. Esto es una trampa. La calle no tiene salida.

Aún tenían tiempo para volverse; la patrulla estaba distante, pero el Corsario decidió hacerles perder el rastro con un poco de astucia.

—¡Carmaux! ¡Ábreme esta puerta!

Era una vivienda modesta, de dos pisos, construida parte con mampostería y parte con madera; en lo alto de la azotea tenía tiestos con flores.

Ambos filibusteros se apresuraron a entrar, cerrando la puerta tras ellos. Por la calle pasaban los soldados gritando.

A tientas se dirigieron a la escalera y llegaron al piso superior, donde Carmaux encendió una mecha de cañón.

Por una puerta entreabierta escapaba un ronquido. Carmaux ubicó una vela y la encendió; luego los filibusteros entraron.

Un viejo calvo y arrugado, de piel color ladrillo y barba de chivo, dormía allí, a pesar de la habitación iluminada.

El Corsario le cogió de un brazo y lo sacudió rudamente.

—Necesita que le disparen un cañonazo —dijo Carmaux.

A la tercera sacudida, el hombre despertó. Al divisar a los hombres armados exclamó:

—¡Muerto soy! —

—Nosotros no tenemos intenciones de hacerte daño si contestas nuestras preguntas.

—¿No son ladrones?

—Somos filibusteros de las Tortugas.

—¡Filibusteros! ¡No hay duda de que soy hombre muerto!

—¿Vives solo en esta casa?

—Solo, señor.

—Y en la vecindad, ¿quiénes viven?

—Honrados burgueses.

—¿A qué te dedicas?

—¡Soy un pobre viejo!

—¡Viejo zorro! —dijo Carmaux—. Tienes miedo de quedarte sin el dinero.

—¡Yo no tengo dinero, excelencia!

Carmaux se echó a reír:

—¡Tratas de excelencia a un filibustero! ¡Éste es el compadre más alegre que he visto!

—¡Acabemos! —gritó el Corsario al viejo—. ¿Qué haces?

—Soy notario.

—¡Bien! Nos alojaremos en esta casa hasta que nos pongamos en marcha. No te haremos daño. Pero cuídate de traicionarnos. ¡Ahora, levántate!

Mientras Carmaux amarraba al viejo, el Corsario abrió las ventanas para ver lo que sucedía. Los vecinos y la soldadesca estaban alborotados con los filibusteros e intercambiaban frases a gritos en la calleja.

—Ya llegará el día en que tendrán noticias mías —les respondió en voz baja el Corsario.

Entretanto, Carmaux, recordando que no habían tenido tiempo de comer la noche anterior, registraba la despensa.

—Señor —dijo Carmaux al Corsario—, mientras los españoles persiguen nuestra sombra, pruebe un trozo de este pescado, que es una magnífica tenca de lago, y de este pato silvestre. Después traeré algunas botellas de Jerez y Oporto que el notario guardaba para las grandes ocasiones.

El Corsario agradeció, se sentó a la mesa, pero le hizo muy poco honor a la comida. Estaba silencioso y triste, como siempre le vieron los filibusteros.

Por su parte, Carmaux no sólo se comió todo, sino que se bebió un par de botellas ante la desesperación del notario.

El Corsario volvió a la ventana. Media hora después, Carmaux lo vio entrar precipitadamente.

—¿Es de confianza el negro?

—¡Comandante! ¡Es un hombre fiel!

—¡Está rondando la calleja!

—Lo iré á buscar, comandante. Déme diez minutos.

El Corsario se encontraba muy inquieto cuando entraron Carmaux vestido de notario, el negro y Wan Stiller.

Rápidamente, Carmaux, que ya conocía lo sucedido, le relató al Corsario que el bosque estaba plagado de soldados, que el negro había dejado el cadáver en su choza y que, tras soltar a las serpientes, había regresado con Wan Stiller.

—La situación es grave, capitán —dijo Wan Stiller—, no creo que podamos volver a bordo de
El Rayo.

El Corsario se paseaba de un punto a otro de la habitación, tratando de resolver el aprieto, pero no tuvo tiempo de seguir pensando: un sonoro golpe dado en la calle vibró en la escalera.

—¡Relámpagos! —exclamó Carmaux—. Alguien viene a buscar al notario.

—Algún cliente que quizás me haría ganar buen dinero —balbuceó el viejo.

—¡Cállate, charlatán!

—¡Carmaux! —dijo el Corsario, que había tomado una resolución—. Abre la puerta. Atas al importuno y lo traes para que le haga compañía al notario.

Al oír un tercer golpe que casi astilló la puerta, Carmaux bajó para abrirla. Un jovencito de dieciocho años, vestido señorialmente y con un elegante puñal, entró apresuradamente.

—¿Hacen esperar así a los clientes? ¡Condúzcame ante el notario! Se le había advertido que hoy debía casarme con la señorita Carmen de Vasconcelos. Por lo visto, se hace de rogar ese...!

Las manos del negro le cayeron de improviso sobre los hombros, y el joven, medio estrangulado por la presión, cayó de rodillas. Desarmado y atado, fue conducido al piso alto junto al notario.

—¿Quién es usted? —preguntó el Corsario.

—Uno de mis mejores clientes —dijo el notario.

—¡Cállate!

—Soy el hijo del juez de Maracaibo, don Alfonso de Convenxio. Ahora, espero que me explique usted el motivo de mi secuestro.

—Eso es inútil. Si no ocurren acontecimientos imprevistos, mañana quedará usted libre.

—¡Mañana! —exclamó el jovencito, asombrado—. ¡Hoy me caso con la hija del capitán Vasconcelos!

—Se casará mañana.

—¡Cuidado! Mi padre es amigo del gobernador y en Maracaibo hay soldados y cañones.

—¡No les temo! —le respondió el Corsario, y le volvió la espalda.

Carmaux y el negro habían logrado preparar rápidamente otra comida con una cecina ahumada y cierta especie de queso bastante picante, además del buen vino que a todos debía poner de buen humor. Sin embargo, no habían alcanzado a anunciar los manjares cuando oyeron llamar nuevamente a la puerta.

—¡Es un criado! —anunció Carmaux desde la ventana.

—¡Tráiganlo hasta acá! —roncó el Corsario, que intuyó que era el criado del jovencito.

El almuerzo, muy al contrario de lo previsto por Carmaux, estuvo poco alegre. Todos estaban inquietos. No podía pasar inadvertida la misteriosa desaparición del jovencito y su criado, y era de esperar nuevas visitas.

—¡Demonios! —exclamó Carmaux—. ¡Si esto continúa, vamos a hacer prisioneros a todos los habitantes de Maracaibo.

El Corsario y sus dos marineros discutieron varios proyectos de huida, pero ninguno parecía bueno. Los filibusteros, generalmente fecundos en astucias, se encontraban en aquel momento en un atolladero.

Hallábanse en esa perplejidad, dándole vueltas al asunto, cuando una tercera persona golpeó a la puerta del notario.

Desde la ventana, Carmaux vio que el que dejaba caer sin cesar el llamador de hierro no iba a dejar dominarse con la facilidad del jovencito y del criado.

—¡Ve, Carmaux! —le apuró el Corsario.

—¡Aquí, por lo visto, se necesita un cañón para que abran la puerta! —dijo el recién llegado.

Era un hombre de unos cuarenta años, arrogante, de alta estatura, de tipo varonil y altivo, ojos negrísimos y una espesa barba negra, que le daba cierto aspecto marcial. Vestía en forma elegante y llevaba botas largas con espuelas.

—¡Perdón, caballero! —dijo Carmaux—. Pero estábamos ocupadísimos.

—¿En qué? —preguntó el castellano.

—En curar al señor notario. Tiene mucha fiebre, señor.

—¡Llámame conde, tunante!

—Adelante, señor conde, no tenía el honor de conocerle.

—¡Vete al demonio! ¿Dónde está mi sobrino. —A una señal de Carmaux, el negro cayó sobre el visitante con la rapidez del rayo, pero éste, con una agilidad prodigiosa, lo esquivó, empujó a Carmaux y, sacando la espada, gritó:

—¡Hola! ¡Ladrones! ¡Canallas! ¡Voy a cortarles las orejas!

—¡Ríndase, señor! —le gritó el Corsario desde lo alto del corredor.

—¿A quién? ¿A un bandido que tiende un lazo para asesinar a traición a las personas?

—No: al caballero Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia.

—¿Ah? ¿Es usted un noble? Quisiera saber por qué trataba de hacerme asesinar por sus criados.

—Ésa es una suposición que usted ha hecho. Nadie quiere asesinarle, solamente retenerlo por algunos días como prisionero.

—¿Por qué razón?

—Para evitar que usted advierta a las autoridades de Maracaibo de mi presencia.

—Un noble con problemas! ¡No entiendo!

—¡Entréguese!

—¿Quién es usted?

—¡Debió haberlo adivinado! Somos filibusteros de las Tortugas. ¡Defiéndase; porque lo mataré!

—En ese caso, lo pondré muy pronto fuera de combate. ¡Usted no conoce el brazo del Conde de Lerma!

—Ni usted el del señor de Ventimiglia. ¡Defiéndase, conde!

—Sólo una pregunta: ¿Qué ha hecho usted con mi sobrino y su criado?

—Están presos juntamente con el notario. No se inquiete por ellos. Mañana estarán libres.

—¡Gracias, caballero!

Instantes después, sólo se oía en el corredor el ruido de los aceros. El castellano se batía de un modo admirable, como un espadachín valiente, pero pronto hubo de convencerse de que tenía por delante a un adversario de los más temibles. El Corsario realizaba un inteligente juego para cansar al enemigo. En vano, el castellano había procurado arrastrarle basta la escalera. De improviso, el Corsario se lanzó a fondo. Dio un golpe seco a la hoja del conde y la hizo caer al suelo.

Al verse desarmado, éste se puso pálido. La hoja de la espada del Corsario, que le amenazaba el pecho, se levantó.

—¡Es usted un valiente! —dijo el Corsario, saludándole—. Usted no quería ceder el arma: ahora yo me la tomo, pero le dejo la vida.

Un profundo asombro dominaba al castellano. No creía estar vivo aún.

—Mis compatriotas dicen que los filibusteros son hombres sin fe ni ley, dedicados sólo al robo en el mar; ahora puedo decir que entre ellos también hay valientes que, en lo que a caballerosidad se refiere, pueden dar punto y raya a los más cumplidos caballeros de Europa. Señor caballero, permítame estrechar su mano. ¡Gracias!

El Corsario se la estrechó cordialmente, y recogiendo la espada caída, se la alargó al conde.

—Conserve su arma, señor. A mí me basta con que me prometa usted no esgrimirla contra nosotros hasta mañana.

—¡Se lo prometo por mi honor, caballero.

—Ahora, por favor, déjese atar. Me disgusta recurrir a este extremo, pero no puedo hacer otra cosa.

—¡Haga usted lo que quiera!

Pronto la casa del notario se vio envuelta en una gran operación de fortificación. El negro llevó hasta el portal los muebles más pesados de la casa. Cajas, armarios y mesas quedaron obstruyendo la puerta. Además, los filibusteros levantaron una segunda barricada en la parte baja de la escalera.

Apenas habían terminado los preparativos de defensa, cuando Wan Stiller, que montaba guardia junto a los prisioneros, bajó corriendo la escalera.

—¡Comandante! —gritó—, los vecinos se están agrupando frente a la casa.

El Corsario no se inmutó. Wan Stiller había dicho la verdad. Alrededor de cincuenta personas señalaban la casa del notario.

—¡Va a suceder lo que me temía! —murmuró el Corsario—. Estaba escrito también que yo debía morir en Maracaibo. Pobres hermanos míos, muertos sin que pueda vengarlos! ¡Maldición! ¡Carmaux!

—¡Aquí estoy, comandante! —respondió el marino, al oírse llamar.

—¿Me habías dicho que habías encontrado municiones?

—Sí; un barrilito de pólvora como de ocho o diez libras, un arcabuz y municiones.

—Coloca el barril en el portal, detrás de la puerta, y ponle una mecha.

—¡Relámpagos! ¿Va a volar la casa? ¿Y los prisioneros?

—Peor para ellos si los soldados quieren prendernos. ¡Tenemos derecho a defendernos y lo haremos sin vacilar!

Por la calle avanzaba un pelotón de arcabuceros, perfectamente armados para el combate. Frente a la casa del notario, se colocaron en triple línea, con los arcabuces listos para hacer fuego.

—¡Abran, en nombre del gobernador! —gritó el teniente que comandaba el pelotón.

—¿Están ustedes dispuestos, mis valientes? —preguntó el Corsario.

—¡Sí, señor comandante! —contestaron Carmaux, Wan Stiller y el negro.

—¡Ustedes permanecerán conmigo, y tú, mi bravo africano, sube al piso alto y busca algún lugar que nos permita escapar por los tejados.

Dicho esto, abrió la ventana y preguntó:

—¿Qué es lo que desea, señor?

—¿Quién es usted? Yo pregunto por el notario.

—El notario no puede moverse. Yo contesto por él.

—Tengo orden de averiguar qué le ha pasado al señor don Pedro Convexio, a su criado y a su tío, el Conde de Lerma.

—Si le interesa saberlo, le digo que ellos están sanos y de muy buen humor.

—¡Mándelos usted bajar!

—¡Señor, eso es imposible! —contestó el Corsario.

—¡Obedezca! ¡O haré derribar la puerta!

—¡Hágalo! Pero le advierto que hay un barril de pólvora detrás de la puerta. Al primer intento que usted haga para forzarla, pondré fuego a la mecha y volará la casa con todos sus ocupantes.

—¿Pero, quién es usted? —gritó frenético el teniente.

—Un hombre que no quiere ser molestado —respondió con calma el Corsario.

—¡Un loco!

—¡Tan loco como usted!

—¡Eso es un insulto! ¡Concluyamos! ¡La broma ha durado demasiado!

—¿Lo quiere usted? ¡Eh, Carmaux; anda a poner fuego a la pólvora!

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