Authors: Emilio Salgari
—El patrón no ha hecho otra cosa que hablar de sus hermanos y de venganzas tremendas.
—Y las cumplirá. Wan Guld siente un odio implacable hacia el Corsario, pero le será fatal —aseguró Carmaux.
—¿Y se sabe cuál es el motivo de ese odio, compadre blanco?
—Es muy antiguo. Desde que estaban en Europa. Wan Guld había jurado vengarse de los tres corsarios antes de venir a América.
—¿Ya se conocían antes?
—Eso se dice. Los tres eran hermosos y valientes. El Verde era el más joven, y el Negro, el mayor; pero en ánimo, ninguno era inferior al otro. Y sus tres barcos eran los más veloces y los mejor armados de todo el filibusterismo.
—Lo creo —contestó el africano—. Basta con mirar este barco.
—Pero también para ellos llegaron días tristes —prosiguió Carmaux—. El Corsario Verde, que había zarpado de las Tortugas, fue sorprendido por la escuadra española. Tras una batalla desesperada, le capturaron y le condujeron a Maracaibo, donde lo ahorcaron por orden de Wan Guld.
—Lo recuerdo —expresó el negro—; pero su cadáver no quedó para pasto de las fieras. El Corsario Negro, con algunos servidores, robó el cadáver y logró sepultarlo en el mar.
—Ahora le ha tocado al Corsario Rojo. También ha sido sepultado en el mar Caribe.
—Compadre, va a ir a Maracaibo muy pronto. El comandante me ha pedido datos precisos. Piensa atacar la ciudad con una flota numerosa.
—El terrible Olonés Pedro Nun es amigo del Corsario Negro y se encuentra todavía en las Tortugas. ¿Quién va a poder resistir a esos dos hombres? ¡Mírale! ¿No da miedo ese hombre?
Allí, sobre el puente, estaba el Corsario con su atuendo negro.
—¡Parece un espectro! —murmuró en voz baja Wan Stiller.
—Y Morgan no le va en zaga —dijo Carmaux—. Si no es tétrico como la noche, el otro no es mucho más alegre.
Entre las tinieblas resonó una voz. Descendía de lo alto de la cruceta del palo mayor.
—¡Barco a sotavento!
—¡Morgan, mande usted apagar las luces! —gritó el Corsario.
—Gaviero —volvió a decir el Corsario, ya en la oscuridad—, ¿por dónde navega ese barco?
—Hacia el sur, comandante.
—¿Hacia la costa de Venezuela?
—Eso creo.
—¿A qué distancia?
—Cinco o seis millas.
El Corsario se inclinó sobre la pasarela:
—¡Hombres, a cubierta! —gritó.
Los ciento veinte filibusteros de la tripulación de
El Rayo
se colocaron en sus puestos de combate. Era tal la disciplina en el barco, que podría considerarse desconocida aun en los buques de guerra de las naciones más marineras. Sabía que sus jefes no dejarían impune una falta por pequeña que fuese, y se las harían pagar con un pistoletazo en la frente o abandonándolos en una isla desierta.
—¿Atacaremos esta noche a ese barco español, señor? —preguntó Morgan.
—¡Lo echaremos a pique! ¡Allá abajo duermen mis hermanos; pero ya no dormirán solos!
—¿Atacaremos con el espolón?
—Sí, si es posible.
—¡Perderemos los prisioneros, señor!
—¿A mí qué me importa?
—¡Ese barco puede ir cargado de riquezas!
—¡Tengo tierras y castillos en mi patria!
—Hablaba por lo que toca a nuestros hombres.
—Para ellos tengo oro. Mande usted virar de bordo
El Rayo
viró de bordo, casi en el mismo sitio, y empujado por una brisa fresca que soplaba del sudeste, se lanzo sobre la ruta del velero señalado, dejando a popa una estela ancha y rumorosa.
A lo largo de las amuras, los arcabuceros inmóviles espiaban el barco enemigo, e inclinados sobre las piezas, los artilleros soplaban las mechas dispuestos a desencadenar una tempestad de metralla.
El Corsario negro y Morgan se mantenían vigilantes en el puente de mando.
Carmaux, Wan Stiller y el negro, en el castillo de proa, conversaban en voz baja.
—Mala noche para esa gente —decía Carmaux—. ¡Me temo que el comandante, con la ira que lleva en el corazón, no deje vivo ni un solo español!
—A mí me parece que ese barco es muy alto de bordo —reflexionaba Wan Stiller—. No me gustaría que fuera un barco de línea que va a reunirse con el almirante Toledo.
—¡Psch! Ya habrás oído que el comandante hablaba de acometerle con el espolón.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡Si hace eso, cuando menos piense se quedará sin proa
El Rayo!
La voz del Corsario cortó de pronto la conversación.
—¡Hombres de la maniobra! ¡Arriba las suplementarias y afuera las bonetas!
—¡De caza! —exclamó Carmaux—. Según parece, boga bien el barco español para obligar a
El Rayo
a largar todo el trapo.
En aquel instante resonó en el mar una voz fuerte. Procedía del barco contrario.
—¡Ohé! ¡Barco sospechoso a babor!
El Corsario subió sobre la cubierta de cámara gritando:
—¡Venga la barra! ¡Hombres de mar, a la caza!
Solamente una milla separaba a ambos buques, pero los dos debían tener una velocidad extraordinaria, porque la distancia no parecía acortarse.
Había transcurrido una media hora, cuando la cubierta del barco español se iluminó rápidamente y una estruendosa detonación se propagó sobre las aguas. Un silbido bien conocido de los filibusteros se oyó en el aire; después un chorro de agua saltó a más de veinte brazas de la nave corsaria. Aquel cañonazo era la advertencia del buque adversario para que no lo siguieran
El Corsario Negro se hizo cargo en seguida de la ruta.
—¡Señor Morgan, a proa! —ordenó.
—¿Comienzo el fuego?
—Todavía no. Vaya usted a disponerlo todo para el abordaje.
—¿Abordaremos?
—Ya se verá.
Morgan y el contramaestre se dirigieron al castillo de proa, donde había cuarenta hombres con el hacha de abordaje colocada delante y un fusil en la mano.
—¡En pie! —ordenó—. ¡Preparen los bichos de lanzamiento!
Los cuarenta hombres se pusieron en silencio a la faena de los bicheros y a levantar barricadas con barriles llenos de hierro, en el caso de que el enemigo ocupara el barco.
Si temían al Corsario Negro, no menos miedo tenían de Morgan, tan audaz como su jefe. De origen inglés, había emigrado a América. Había hecho sus pruebas de modo sorprendente bajo las órdenes del famoso corsario Mausfled. Pero luego había superado a todos los filibusteros más célebres con la famosa expedición a Panamá, considerada como imposible. Dotado de una robustez excepcional y de una portentosa fuerza, hermoso de facciones, como el Corsario Negro sabía imponerse a sus rudos hombres con la sola indicación de una mano.
Pronto todo estuvo dispuesto bajo su mirada severa.
El buque adversario se hallaba entonces a unos seiscientos pasos de
El Rayo.
A pesar de no haber luna, se podía distinguir perfectamente el barco español, que, como Wan Stiller sospechara, era un barco de línea, un verdadero barco de guerra, armado seguramente de una manera formidable y tripulado en consecuencia por hombres aguerridos.
Otro corsario cualquiera de las Tortugas se habría guardado muy bien de atacarle, porque aun cuando venciesen, muy poco tendría que saquear. Pero el Corsario Negro, como hombre a quien las riquezas le tenían sin cuidado, no pensaba así.
Al ver que le seguían de modo tan obstinado, el buque español disparó a quinientos metros otro cañonazo con una de sus grandes piezas de proa. Esta vez la bala no se perdió en el mar; pasó por entre las velas para romper el extremo del pico de randa, haciendo caer la bandera del Corsario.
—Comandante, ¿comenzamos?
—¡Todavía no! —respondió el Corsario.
Un tercer cañonazo resonó en el aire y una bala hundió la amura de popa, a unos tres pasos del timón, que manejaba el Corsario.
Una sardónica sonrisa apareció en los labios del filibustero, pero no dio orden alguna.
El Rayo
acrecentaba la rapidez de la carrera, presentando el alto espolón al barco enemigo. Avanzaba calladamente, sin contestar las provocaciones ni dar señal de que lo tripulase alguien. Parecía una sombra al ataque.
Muy pronto produjo un efecto siniestro entre los supersticiosos marinos españoles. Oíanse gritos de terror y órdenes precipitadas.
—¡Fuego de costado! —ordenó una voz, probablemente la del comandante.
Las siete piezas de estribor y los dos cañones de proa de la cubierta vomitaron sobre el barco corsario todos sus proyectiles. Las balas atravesaron velas, cordajes, se clavaron en el casco, hundieron amuras, pero no detuvieron el empuje de
El Rayo.
Guiado por el brazo robusto del Corsario Negro, éste cayó con todo su ímpetu sobre el gran barco. Por suerte para él, un golpe de barra dada a tiempo por su piloto, le salvó de una catástrofe espantosa, huyendo milagrosamente.
Fallado el golpe, el barco corsario prosiguió su carrera y desapareció entre las tinieblas sin haber dado señal de su numerosa tripulación ni de su poderoso armamento.
—¡Relámpagos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, conteniendo la respiración—. ¡Españoles, eso se llama tener suerte!
—No se han producido más que averías insignificantes.
—¡Calla, Carmaux!
El Corsario gritaba por el portavoz:
—¡Dispuestos para virar de bordo!
—¿Volvemos? —preguntó Wan Stiller.
—¡Por Baco! ¡Por lo visto, no quiere dejar marchar al barco español! —contestó Carmaux.
—¡Y a mí me parece que éste tampoco tiene intenciones de irse!
Era verdad; el buque español viraba lentamente de bordo, presentando ahora el espolón, para evitar una nueva embestida.
—Compañero, preparémonos para una lucha desesperada. Y como es costumbre entre nosotros, los filibusteros, si me parte una bala de cañón o muero en el puente enemigo, te nombro heredero de mi fortuna.
—¿Que asciende...? —dijo Wan Stiller, sonriendo.
—A dos esmeraldas de más o menos quinientas piastras que llevo cosidas en el forro de mi chaqueta.
—Con eso me divierto una semana en las Tortugas. Yo también te nombro mi heredero; pero te advierto que no tengo más de tres doblones cosidos en el cinturón.
—¡Basta para vaciar media docena de botellas de vino a tu memoria!
El Rayo,
entretanto, continuaba su carrera en derredor del barco de línea, sin contestar los cañonazos que de cuando en cuando éste le lanzaba sin éxito. Al amanecer, el Corsario, que no había soltado la barra del timón, hizo clavar su bandera y dirigió derechamente su barco contra el enemigo resuelto a abordarle.
—¡Hombres de mar! ¡Ya no les detengo más! ¡Vivan los filibusteros!
Tres vivas formidables le respondieron.
A mil pasos comenzó el cañoneo con furor.
El barco de línea era un gran buque de tres puentes, altísimo de bordo y con catorce bocas de fuego; un barco de batalla, probablemente destacado por algún asunto urgente de la escuadra del almirante Toledo. Llevaba en el palo mayor el estandarte de España y se dirigía hacia
El Rayo
cañoneándolo de un modo terrible.
Bastante más pequeño, el buque corsario apresuraba la marcha contestando con sus cañones de proa y en espera del momento oportuno para descargarle las doce piezas de sus costados.
En el puente caía una espesísima lluvia de balas, que ya iba abriendo claros entre los filibusteros. Pese a ello,
El Rayo
se dirigía con audacia sin par al abordaje.
A cuatrocientos metros, los fusileros fueron en ayuda de los cañones de proa y acribillaron la cubierta de la nave española. Los hombres de ésta caían por docenas a lo largo de las bordas; caían los artilleros y caían también los oficiales del puente de mando.
Bastaron diez minutos para que ni uno solo quedara vivo. Incluso el comandante cayó en medio de su oficialidad. Pero quedaban aún los hombres de las baterías, más numerosos que los marineros de cubierta. Había que disputar la victoria final.
El Rayo
se apartó de pronto al impulso de un violento golpe de barra y fue a meter el bauprés por entre las escalas y el cordaje de mesana del barco enemigo.
El Corsario saltó a la cubierta de la cámara, con la espada en la diestra y una pistola en la izquierda.
—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Al abordaje!
Al ver que su comandante y Morgan se abalanzaban sobre el barco enemigo, los filibusteros les siguieron empuñando sus pistolas y hachas de abordaje.
Hallaron una resistencia inesperada. De todas las escotillas aparecían aguerridos españoles, que hasta entonces habían estado sirviendo a las baterías de los cañones.
De un nuevo salto el Corsario Negro cayó sobre la toldilla del buque español.
—¡A mí, los valientes de las Tortugas! —gritaba.
Morgan y los arcabuceros saltaron tras él, mientras desde las escalas y las crucetas, otros arrojaban bombas de manos con sus mechas encendidas.
El Corsario y sus hombres asaltaron tres veces la cubierta de la cámara, pero fueron rechazados. Morgan tampoco lograba conquistar el castillo de proa.
Pero la heroica resistencia de los españoles no podía durar mucho. Trepando por las escalas, los filibusteros se dejaron caer sobre la toldilla y el castillo. El Corsario Negro, espada en mano, se batía a punta de molinetes, dejando a su paso innumerables cadáveres.
Morgan, tras haber tomado el castillo de proa, acudió en su ayuda.
—¡Maten al enemigo! —ordenaba.
—¡No! ¡El Corsario Negro vence, pero no asesina! —contraordenó a su comandante— ¡Ríndanse! ¡Yo les aseguro la vida a los valientes!
Un contramaestre, el único oficial español que aún quedaba con vida, se adelantó, tirando su hacha de abordaje:
—¡Somos sus prisioneros, señor!
—Recoja su arma —dijo el Corsario—. Yo respeto a los valientes.
Los sobrevivientes, unos dieciocho, estaban asombrados. No esperaban piedad de los filibusteros.
—Morgan; haz botar una chalupa con agua y víveres.
—¿Los dejo libres, señor?
—Yo premio el valor.
—Gracias, señor —dijo el contramaestre—. Nunca olvidaremos la generosidad del Corsario Negro.
—¿De dónde venían ustedes?
—De Veracruz. Navegábamos a Maracaibo.
—¿De qué escuadra es este barco? —continuó el Corsario.
—De la del almirante Toledo.
—Están ustedes libres. —Y al ver que el contramaestre vacilaba, agregó—: Parece que usted quiere decirme algo más.