El cuento de la criada (2 page)

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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

Frunce el ceño, arranca tres vales y me los extiende. Si sonriera, su rostro podría resultar amable. Pero su expresión no va dirigida personalmente a mí: le desagrada el vestido rojo y lo que este representa. Cree que puedo ser contagiosa, como una enfermedad o algún tipo de desgracia.

A veces escucho detrás de las puertas, algo que jamás habría hecho anteriormente. No escucho demasiado tiempo porque no quiero que me pesquen. Sin embargo, una vez oí que Rita le decía a Cora que ella no se rebajaría de ese modo.

Nadie te lo pide, respondió Cora. De cualquier manera, ¿qué harías, si pudieras?

Irme a las Colonias, afirmó Rita. Ellas tienen alternativa.

¿Con las No Mujeres, a morirte de hambre y sabrá Dios qué más?, preguntó Cora. Estas loca.

Estaban pelando guisantes; incluso a través de la puerta semicerrada podía oír el tintineo que producían los guisantes al caer dentro del bol de metal. Oí que Rita gruñía o suspiraba, no sé si a modo de protesta o de aprobación.

De todas maneras, ellos lo hacen por nosotras, o eso dicen, prosiguió Cora. Si yo no tuviera las trompas ligadas, podría tocarme a mí, en el caso de que fuera diez años más joven. No es tan malo. No es lo que se llama un trabajo duro.

Ella está mejor que yo, dijo Rita, y en ese momento abrí la puerta.

Tenían la expresión que tienen las mujeres cuando las sorprendes hablando de ti a tus espaldas y creen que las has oído: una expresión de incomodidad y al mismo tiempo de desafío, como si estuvieran en su derecho. Aquel día, Cora se mostró conmigo más amable que de costumbre y Rita más arisca.

Hoy, a pesar del rostro impenetrable de Rita y de sus labios apretados, me gustaría quedarme en la cocina. Vendría Cora desde algún otro lugar de la casa con su botella de aceite de limón y su plumero, y Rita haría café –en las casas de los Comandantes aún hay café autentico— y nos sentaríamos alrededor de la mesa de Rita –que no le pertenece más de lo que la mía me pertenece a mí— y charlaríamos de achaques, de enfermedades, de nuestros pies, de nuestras espaldas, de los diferentes tipos de travesuras que nuestros cuerpos – como criaturas ingobernables— son capaces de cometer. Asentiríamos con la cabeza, como si cada una puntuara la frase de la otra, indicando que sí, que ya sabemos de qué se trata. Nos intercambiaríamos remedios e intentaríamos aventajarnos mutuamente en el recital de nuestras miserias físicas; nos lamentaríamos quedamente, en voz baja y triste, en tono menor como las palomas que anidan en los canalones de los edificios. Sé lo que quieres decir, afirmaríamos. O, utilizando una expresión que aún se oye en boca de la gente mayor: Oigo de dónde vienes, como si la voz misma fuera un viajero que llega de algún lugar lejano. Que podría serlo, que lo es.

Solía desdeñar este tipo de conversación. Ahora la deseo ardientemente. Al menos es una conversación, una manera de intercambiar algo.

O nos dedicaríamos a chismorrear. Las Marthas saben cosas, hablan entre ellas y pasan las noticias oficiosas de casa en casa. No hay duda de que escuchan detrás de las puertas, como yo , y ven cosas a pesar de esos ojos desviados. Alguna vez las he oído, he captado algo de sus conversaciones privadas.
Nació muerto.
O:
Le clavó una aguja de tejer en plena barriga. Debieron de ser los celos, que se la estaban devorando.
O, en tono atormentador:
Lo que usó fue un producto de limpieza. Funcionó a las mil maravillas, aunque cualquiera diría que él lo había probado. Debió de haber sido ese borracho; pero a ella la encontraron enseguida.

O ayudaría a Rita a hacer el pan, hundiendo las manos en esa blanda y resistente calidez que se parece tanto a la Carne. Me muero por tocar algo, algo que no sea tela ni madera. Me muero por cometer el acto de tocar.

Pero aunque me lo pidieran, aunque faltara al decoro hasta ese extremo, Rita no lo permitiría. Estaría demasiado preocupada. Se supone que las Marthas no fraternizan con nosotras.

Fraternizar
significa
comportarse como un hermano.
Me lo dijo Luke. Dijo que no existía ningún equivalente de
comportarse como una hermana.
Según él, tenía que ser
sororizar,
del latín. Le gustaba saber ese tipo de detalles, la procedencia de las palabras y sus usos menos corrientes. Yo solía tomarle el pelo por su pedantería.

Cojo los vales que Rita me extiende. Tienen dibujados los alimentos por los que se pueden cambiar: una docena de huevos, un trozo de queso, una cosa marrón que se supone que es un bistec. Me los guardo en el bolsillo de cremallera de la manga, donde llevo el pase.

—Diles que sean frescos los huevos —me advierte—. No como la otra vez. Y que te den un pollo, no una gallina. Diles para quién es y ya verás que no fastidian.

—De acuerdo —respondo. No sonrío. ¿Para qué tentarla con una actitud amistosa?

CAPÍTULO 3

Salgo por la puerta trasera hasta el jardín, grande y cuidado: en el medio hay césped, un sauce y candelillas; en los bordes, arriates de flores: narcisos que empiezan a marchitarse y tulipanes que se abren en un torrente de color. Los tulipanes son rojos, y de un color carmesí más oscuro cerca del tallo, como si los hubieran herido y empezaran a cicatrizar.

Este jardín es el reino de la Esposa del Comandante. A menudo, cuando miro desde mi ventana de cristal inastillable, la veo aquí, arrodillada sobre un cojín, con un velo azul claro encima del enorme sombrero y a su lado un cesto con unas tijeras y trozos de hilo para sujetar las flores. El Guardián asignado. al Comandante es el que realiza la pesada tarea de cavar la tierra. La Esposa del Comandante dirige la operación, apuntando con su bastón. Muchas esposas de Comandantes tienen jardines como éste; así pueden dar órdenes y ocuparse en algo.

Una vez tuve un jardín. Recuerdo el olor de la tierra removida, la forma redondeada de los bulbos abiertos, el crujido seco de las semillas entre los dedos. Así el tiempo pasaba más rápido. A veces la Esposa del Comandante saca una silla a su jardín y se queda allí sentada. Desde cierta distancia irradia un halo de paz.

Ahora no está aquí, y empiezo a preguntarme por dónde andará: no me gusta encontrármela por sorpresa. Quizás está cosiendo en la sala, con su pie izquierdo artrítico sobre el escabel. O tejiendo bufandas para los Ángeles que están en el frente. Me resulta difícil creer que los Ángeles tengan necesidad de usar esas bufandas; de todos modos, las de la Esposa del Comandante son muy elaboradas. Ella no se conforma con el dibujo de cruces y estrellas, como las demás Esposas, porque no representa un desafío. Por los extremos de sus bufandas desfilan abetos, o águilas, o rígidas figuras humanoides: un chico, una chica, un chico, una chica. No son bufandas para adultos sino para niños.

A veces pienso que no se las envía a los Ángeles, sino que las desteje y las vuelve a convertir en ovillos para tejerlas de nuevo. Tal vez sólo sirva para tenerlas ocupadas, para dar sentido a sus vidas; pero yo envidio el tejido de la Esposa del Comandante. Es bueno tener pequeños objetivos fáciles de alcanzar.

¿Y ella qué envidia de mí?

No me dirige la palabra, a menos que no pueda evitarlo. Para ella soy una deshonra. Y una necesidad.

La primera vez que estuvimos frente a frente fue hace cinco semanas, cuando llegué a este destacamento. El Guardián del destacamento anterior me acompaño hasta la puerta principal. Los primeros días se nos permite usar la puerta principal, pero después tenemos que usar las de atrás. Las cosas no se han estabilizado, aún es demasiado pronto y nadie está seguro de cuál es su situación exacta. Dentro de un tiempo no habrá más que puertas principales y puertas traseras.

Tía Lydia me dijo que hizo presión para que me dejaran usar la puerta principal. El tuyo es un puesto de honor, dijo.

El Guardián tocó el timbre por mí, y la puerta se abrió de inmediato, en menos tiempo del que alguien puede tardar en ir a responder. Seguramente ella estaba al otro lado, esperando. Yo creía que iba a aparecer una Martha Pero en cambio salió ella, vestida con su traje azul pálido, inconfundible.

Así que eres la nueva, me dijo. Ni siquiera se apartó para dejarme entrar; se quedó en el hueco de la puerta, bloqueando la entrada. Quería que me diera cuenta de que no podía entrar en la casa si ella no me lo indicaba. En estos días, siempre tienes la sensación de que caminas en la cuerda floja.

Sí, respondí.

Déjala en el porche, le dijo al Guardián, que llevaba mi maleta. Ésta era de vinilo rojo y no muy grande. Tenía otra maleta con la capa de invierno y los vestidos más gruesos, pero la traerían más tarde.

El Guardián soltó la maleta y saludó a la Esposa del Comandante. Luego percibí sus pasos desandando el sendero, oí el chasquido del portal y tuve la sensación de que me despojaban de una mano protectora. El umbral de una casa nueva es un sitio desangelado.

Ella esperó a que el coche arrancara y se alejara. Yo no la miraba a la cara, sólo miraba lo que lograba percibir con la cabeza baja: su gruesa cintura azul y su mano izquierda sobre el puño de marfil de su bastón, los enormes diamantes del anillo, que alguna vez debían de haber sido finos y que aún se conservaban bien, la uña de un dedo nudoso limada hasta formar una suave curva. Era como si ese dedo ostentara una sonrisa irónica, como si se mofara de ella.

Será mejor que entres, dijo. Se volvió, dándome la espalda, y entró en el vestíbulo cojeando. Y cierra la puerta.

Llevé la maleta roja hasta el interior, como seguramente ella quería, y cerré la puerta. No le dije nada. Tía Lydia decía que era mejor no hablar, a menos que te hicieran una pregunta directa. Intenta ponerte en su lugar, me dijo apretando las manos y sonriendo con expresión nerviosa y suplicante. Para ellos no es fácil.

Aquí, dijo la Esposa del Comandante. Cuando entré en la sala de estar, ella ya estaba en su silla, el pie izquierdo sobre el escabel con su cojín de
petit-point
estampado con una cesta de rosas. Tenía el tejido en el suelo, junto a la silla, y las agujas clavadas en él.

Me quedé de pie delante de ella, con las manos cruzadas. Bien, dijo. Cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios para encenderlo. Mientras lo sujetaba, los labios se le veían finos, enmarcados por esas líneas verticales que se ven en los labios de los anuncios de cosméticos. El encendedor era de color marfil. Los cigarrillos debían de ser del mercado negro, pensé, lo cual me hizo alentar esperanzas. Incluso ahora que ya no hay dinero de verdad, existe un mercado negro. Siempre existe un mercado negro, siempre hay algo que se puede intercambiar. Ella era una mujer que podría burlar las normas. Pero, ¿yo qué tenía para negociar?

Miré el cigarrillo con ansia. Para mí, al igual que las bebidas alcohólicas y el café, los cigarrillos están prohibidos.

Así que ese viejo fulano no funcionó, dijo.

No, señora, respondí.

Lanzó algo así como una carcajada y luego tosió. Mala suerte la suya, dijo. Es el segundo, ¿no?

El tercero, señora, dije.

Y la tuya, agregó. Otra carcajada y volvió a toser. Puedes sentarte. No te lo cojas por costumbre, es sólo por esta vez.

Me senté en el borde de una de las sillas de respaldo recto. No quería quedarme con la vista fija ni dar la impresión de que estaba distraída; así que la repisa de mármol de mi derecha y el espejo de encima y los ramos de flores sólo eran sombras que captaba con el rabillo del ojo. Más adelante tendría tiempo de sobra para mirarlos.

Ahora su cara estaba a la misma altura que la mía. Me pareció reconocerla, o al menos vi en ella algo familiar. Por debajo del velo se le veía un poco el pelo. Aún era rubio. Entonces pensé que tal vez se lo teñía, que la tintura para el pelo podía ser otra de las cosas que conseguía en el mercado negro, pero ahora sé que es rubio de verdad. Tenía las cejas depiladas en finas líneas arqueadas, lo que le proporcionaba una mirada de sorpresa permanente, o agraviada, o inquisitiva, como la de un niño asustado, pero sus párpados tenían expresión fatigada. No así sus ojos, de un azul hostil como un cielo de pleno verano en el que brilla el sol, un azul implacable. Alguna vez su nariz debió de haber sido bonita, pero ahora era demasiado pequeña en relación a la cara, que no era gorda, pero si grande. De las comisuras de sus labios arrancaban dos líneas descendentes, y entre éstas sobresalía su barbilla, apretada como si se tratara de un puño.

Quiero verte lo menos posible, dijo. Espero que sientas lo mismo con respecto a mí.

No respondí: un sí podría haber sido insultante, y un no, desafiante.

Sé que no eres tonta, prosiguió. Dio una calada y largó una bocanada de humo. He leído tu expediente. En lo que a mí respecta, esto es como una transacción comercial.

Pero si me ocasionas molestias, el problema será tuyo.

¿Comprendido?

Sí, señora, dije.

Y no me llames señora, me advirtió en tono irritado. No eres una Martha.

No le pregunté cómo se suponía que tenía que llamarla, porque me di cuenta de que ella confiaba en que yo no tuviera ocasión de llamarla de algún modo. Me sentí decepcionada. Había deseado que ella se convirtiera en mi hermana mayor, en una figura maternal, en alguien que me comprendiera y me protegiera. La Esposa del destacamento del cual yo venía, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación; las Marthas decían que bebía. Yo quería que ésta fuera diferente. Quería creer que ella me había gustado, en otro tiempo y en otro lugar, en otra vida. Pero pronto advertí que ella no me gustaba a mí, ni yo a ella.

Apagó el cigarrillo, sin terminarlo, en un pequeño cenicero de volutas de una mesita que estaba a su lado. Lo hizo con actitud resuelta, dándole un golpe seco y después aplastándolo, en lugar de apagarlo con una serie de golpecitos delicados, como acostumbraban hacer casi todas las otras Esposas.

En cuanto a mi esposo, dijo, es exactamente eso: mi esposo. Quiero que esto quede absolutamente claro. Hasta que la muerte nos separe. Y se acabó.

Sí, señora, volví a decir olvidando su advertencia anterior. Antes, las niñas pequeñas tenían muñecas que hablaban cuando se tiraba de un hilo que llevaban a la espalda; tuve la impresión de que hablaba como una de ellas, con voz monótona, voz de muñeca. Seguramente ella deseaba fervientemente darme una bofetada. Ellas pueden castigarnos, existe el precedente bíblico. Pero no pueden emplear ningún instrumento; sólo las manos.

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