El cuento número trece (32 page)

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Authors: Diane Setterfield

Ahí estaba. El verbo.

La desesperación le heló el rostro. A medio camino de un agitado gesto, sus manos se detuvieron en una actitud que me hizo pensar en una súplica o una oración.

Hay veces en que el rostro y el cuerpo humanos pueden expresar los anhelos del corazón con tanta precisión que, como dicen, puedes leerlos como si fueran un libro. Yo leí a Aurelius.

«No me abandones.»

Posé mi mano en la suya y la estatua volvió a la vida. 

—Es absurdo que aguardemos a que deje de llover —susurré—. No parará en todo el día. Mis fotos pueden esperar. Vayámonos. 

—Sí —dijo él con un filo rasposo en la garganta—. Vamos.

La herencia

-S
on dos kilómetros en línea recta —dijo señalando el bosque—, y un poco más por carretera.

Atravesamos el parque de ciervos y casi habíamos alcanzado el límite del bosque cuando oímos una voz. Era la voz de una mujer que, atravesando la lluvia, subía por el camino de grava hasta sus hijos y alcanzaba el parque.

—Te lo dije, Tom. Está muy mojado. No pueden trabajar cuando llueve tanto.

Decepcionados, los niños se habían detenido al ver las grúas y la maquinaria paradas. Con las gorras sobre sus rubias cabezas me era imposible distinguirlos. La mujer los alcanzó y la familia formó un círculo de impermeables para entablar un breve debate.

Aurelius observaba embelesado la escena familiar.

—Los he visto antes —dije—. ¿Sabes quiénes son?

—Una familia. Viven en The Street, en la casa del columpio. Karen cuida de los venados.

—¿Todavía se caza en esta zona?

—No, Karen solamente los cuida. Son una familia muy amable.

Los siguió envidioso con la mirada, después salió de su ensimismamiento negando con la cabeza.

—La señora Love fue muy buena conmigo —dijo— y yo la quería mucho. Todo eso otro... —Hizo un gesto desdeñoso con la mano y se volvió hacia el bosque—. En fin, vamos a mi casa.

Al parecer la familia de impermeables, que se dirigía de nuevo hacia las verjas de la casa del guarda, había tomado la misma decisión.

Aurelius y yo atravesamos el bosque en silenciosa camaradería.

No había hojas que obstruyeran la luz, y las ramas, renegridas por la lluvia, atravesaban el cielo acuoso con su oscuridad. Alargando un brazo para apartar las ramas bajas, Aurelius hacía saltar gotas que se sumaban a las que venían del cielo. Llegamos hasta un árbol caído y, asomándonos a su interior, contemplamos el oscuro charco de lluvia que había reblandecido la corteza putrefacta hasta hacer de ella casi una pasta.

—Mi hogar —anunció Aurelius.

Era una pequeña casa de piedra. Aunque no había sido construida para resultar atractiva sino para resistir, sus líneas sencillas y sólidas eran agradables. La rodeamos. ¿Tenía cien o doscientos años? Era difícil determinarlo. No era la clase de casa a la que cien años pudieran cambiar demasiado. En la parte trasera había un anexo nuevo y espacioso, casi tan grande como la casa, ocupado enteramente por una cocina.

—Mi santuario —dijo al tiempo que me invitaba a pasar.

Un enorme horno de acero inoxidable, paredes blancas y dos neveras inmensas: una cocina de verdad para un cocinero de verdad.

Aurelius me acercó una silla y me senté junto a una mesa pequeña situada cerca de una librería. Los estantes estaban abarrotados de libros de cocina en francés, inglés e italiano. Sobre la mesa descansaba un libro diferente de los demás. Era un cuaderno grueso con las esquinas gastadas por el paso del tiempo, cubierto de un papel marrón casi transparente después de décadas de haber sido manipulado por dedos pringados de mantequilla. Alguien había escrito REZETAS en la tapa, con mayúsculas anticuadas, aprendidas en la escuela. Años después la misma persona había tachado la «Z» y escrito encima una «C» utilizando otra pluma.

—¿Puedo? —pregunté.

—Claro.

Abrí el cuaderno y empecé a hojearlo. Bizcocho Victoria, pan de dátiles y nueces, bollitos de mantequilla, pastel de jengibre, damas de honor, tarta de almendras, pastel de frutas... La ortografía y la letra mejoraban a medida que pasaba las páginas.

Aurelius giró una esfera del horno y, moviéndose con suma soltura, reunió sus ingredientes. En poco tiempo todo estuvo a su alcance, y alargaba el brazo para coger un tamiz o un cuchillo sin levantar siquiera la vista. Se movía en su cocina del mismo modo que un conductor cambia de marcha en su coche: el brazo se extendía suave, independiente, sabiendo exactamente qué hacer, mientras los ojos no se apartaban ni un segundo de lo que tenían justo delante: el cuenco donde estaba mezclando los ingredientes. Aurelius tamizaba harina, cortaba mantequilla en cuadraditos y rallaba cáscara de naranja con la misma naturalidad con que respiraba.

—¿Ves ese armario a tu izquierda? —dijo—. ¿Te importaría abrirlo?

Pensando que quería un utensilio, abrí la puerta.

—Dentro encontrarás una bolsa colgada de un gancho.

Era una especie de cartera, vieja y de una forma curiosa. Los lados no estaban cosidos, sino simplemente remetidos. Se cerraba con una hebilla y tenía una correa de cuero larga y ancha, sujeta a cada lado con un cierre oxidado, que presumiblemente te permitía llevarla cruzada. El cuero estaba seco y agrietado, y la lona, tal vez caqui en otros tiempos, solo mostraba el color de los años.

—¿Qué es? —pregunté.

Aurelius levantó la vista del cuenco un segundo.

—La bolsa en la que me encontró.

Y siguió mezclando sus ingredientes.

¿La bolsa en la que lo encontró? Mis ojos viajaron lentamente de la cartera a Aurelius. Incluso encorvado sobre su masa medía más de metro ochenta. Recordé que la primera vez que lo vi me había parecido un gigante de cuento. Aquella correa ni siquiera alcanzaría para que pudiera cruzarse la cartera, pero hacía sesenta años había sido lo bastante pequeño para caber allí dentro. Mareada ante la idea de lo que el tiempo era capaz de hacer, volví a sentarme. ¿Quién había metido a un bebé en esa cartera hacía sesenta años? ¿Quién lo había envuelto en la lona, había cerrado la hebilla contra la lluvia y se había colgado la correa del hombro para llevarlo en medio de la noche a casa de la señora Love? Deslicé los dedos por los lugares que había tocado esa persona. La lona, la hebilla, la correa. Buscando un rastro, una pista, en braille, en tinta invisible o en código, que mis dedos pudieran descifrar si hubiera sabido cómo hacerlo. Pero no sabían.

—Es exasperante, ¿verdad?

Le oí deslizar algo en el horno y cerrar la puerta. Luego noté que lo tenía detrás, mirando por encima de mi hombro.

—Ábrela tú. Tengo las manos llenas de harina.

Desabroché la hebilla y desplegué la lona. La tela se abrió en un círculo en cuyo centro descansaba una maraña de papeles y harapos.

—Mi herencia —anunció.

Parecía un montón de basura esperando a ser arrojada a un cubo, pero él la miraba con la misma intensidad que un niño contempla un tesoro.

—Estas cosas constituyen mi historia —dijo—. Estas cosas me dicen quién soy. Sólo hay que... entenderlas. —Su desconcierto era profundo pero resignado—. Llevo toda mi vida intentando relacionarlas. Siempre me digo que si pudiera encontrar el hilo... Todo cobraría sentido. Mira esto, por ejemplo...

Era un trozo de tela. Hilo, en su momento blanco, entonces amarillo. Lo aparté del resto de las cosas y lo alisé. Llevaba bordado un dibujo de estrellas y flores también blanco, tenía cuatro botones de delicado nácar; era el vestido o el pelele de un recién nacido. Los vastos dedos de Aurelius flotaron sobre la diminuta prenda, deseando tocarla, temiendo mancharla de harina. En sus estrechas manguitas habría cabido poco más de un dedo.

—Es la ropa que llevaba puesta —explicó Aurelius.

—Es muy vieja.

—Tan vieja como yo, supongo.

—Más.

—¿Tú crees?

—Mira estos pespuntes de aquí... y estos. Ha sido zurcida en más de una ocasión. Y este botón no coincide con el resto. Otros bebés llevaron esta prenda antes que tú.

Los ojos de Aurelius viajaron hasta mí y regresaron al retal de hilo, ávidos de información.

—También está esto. —Señaló una hoja impresa. Había sido arrancada de un libro y estaba muy arrugada. Tomándola en mis manos, empecé a leer:

—«... desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma...»

Aurelius tomó el hilo de la frase y continuó, recurriendo no a la hoja, sino a su memoria:

—... mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha.

Enseguida lo reconocí. ¿Cómo no iba a reconocerlo? Lo había leído sabe Dios cuántas veces.


Jane Eyre
—dije, sorprendida.

—¿Lo has reconocido? Sí, es
Jane Eyre
. Se lo pregunté a un señor en una biblioteca. Lo escribió Charlotte no sé qué. Tenía muchas hermanas, por lo visto.

—¿Lo has leído?

—Lo empecé. Iba de una niña que ha perdido a su familia y la recoge su tía. Pensé que estaba sobre la pista de algo. Una mujer horrible, la tía, nada que ver con la señora Love. El tipo que le arroja el libro en esta página es uno de sus primos. Después la meten en un colegio, un colegio espantoso, con una comida espantosa, pero hace una amiga. —Aurelius sonrió recordando la historia—. Entonces la amiga muere. —Su rostro se entristeció—. Y a partir de ahí... perdí el interés. No llegué al final. Después de eso, no podía verle el sentido. —Se encogió de hombros para sacudirse la confusión—. ¿Lo has leído? ¿Qué ocurre al final? ¿Tiene alguna relación?

—Se enamora de su patrono. La esposa de él, que está loca y vive clandestinamente en la casa, intenta quemar el edificio y Jane se marcha. Cuando vuelve, la esposa ha fallecido y el señor Rochester está ciego, y Jane se casa con él.

—Ah. —Aurelius arrugó la frente mientras se esforzaba por comprender—. No, no veo la relación. El principio puede que sí. La niña sin madre. Pero después... Ojalá alguien pudiera decirme qué significa. Ojalá hubiera alguien que pudiera simplemente contarme la verdad.

Miró la página arrancada.

—Tal vez lo importante no sea el libro, sino esta página en concreto. A lo mejor tiene un significado oculto. Mira esto.

El interior de la contraportada de su cuaderno de recetas de la infancia estaba lleno de hileras y columnas de números y letras escritas con la caligrafía grande de un niño.

—Antes pensaba que era un código —explicó—. Intenté descifrarlo. Probé con la primera letra de cada palabra, luego con la primera letra de cada línea. Y con la segunda. Luego probé a sustituir unas letras por otras. —Señaló sus diferentes ensayos con mirada febril, como si todavía existiera la posibilidad de ver algo en lo que no había reparado antes.

Yo sabía que era una tarea inútil.

—¿Qué es esto? —Levanté el siguiente objeto y no pude evitar un estremecimiento. En su momento había sido una pluma, pero entonces era una cosa sucia y repugnante. Agotados los aceites, las barbas se habían separado y formado rígidas púas marrones a lo largo de la caña agrietada.

Aurelius se encogió de hombros, negó con la cabeza con impotencia y solté la pluma con alivio.

Solo quedaba una cosa.

—Y esto... —dijo Aurelius, pero no terminó la frase. Era un trozo de papel desgarrado, con una mancha de tinta que antaño pudo haber sido una palabra. Estudié la mancha con detenimiento.

—Creo... —tartamudeó Aurelius—. Bueno, la señora Love pensaba... En realidad los dos coincidíamos en que... —Me miró esperanzado— en que podía ser mi nombre.

Alargó un dedo.

—Se mojó con la lluvia, pero aquí, justo aquí... —Me llevó hasta la ventana y me indicó que sostuviera el papel a contraluz—. Esto del principio parece una A. Y esto, hacia el final, una S. Está un poco borroso por los años, hay que fijarse mucho, pero seguro que puedes verlo, ¿a que sí?

Miré fijamente la mancha.

—¿A que sí?

Hice un vago movimiento con la cabeza, ni afirmativo ni negativo.

—¡Lo ves! Una vez que sabes lo que estás buscando resulta evidente, ¿verdad?

Seguí mirando, pero las letras que él podía ver eran invisibles a mis ojos.

—Y así —seguía— es cómo la señora Love decidió que me llamaba Aurelius. Aunque supongo que también podría llamarme Alphonse.

Soltó una risa triste, nerviosa, y se dio la vuelta.

—El otro objeto es la cuchara, pero ya la has visto. —Se llevó una mano al bolsillo superior y sacó la cuchara de plata que yo había visto en nuestro primer encuentro, mientras comíamos bizcocho de jengibre sentados en los gatos gigantescos que flanqueaban la escalinata de la casa de Angelfield.

—Y está la bolsa —dije—. ¿Qué clase de bolsa es?

—Una bolsa corriente —respondió distraídamente Aurelius. Se la llevó a la cara y la olió con delicadeza—. Antes olía a humo, pero ahora ya no. —Me la pasó y acerqué la nariz—. ¿Lo ves? Ya no huele.

Aurelius abrió la puerta del horno y sacó una bandeja de galletas doradas que puso a enfriar. Luego llenó el hervidor de agua y preparó una bandeja. Tazas y platillos, azucarero, jarrita de leche y platos pequeños.

—Toma —dijo pasándome la bandeja. Abrió una puerta que dejaba entrever una sala de estar, butacas viejas y confortables y cojines floreados—. Ponte cómoda. Enseguida voy con el resto. —De espaldas a mí, se inclinó para lavarse las manos—. Estaré contigo en cuanto haya recogido todo esto.

Entré en la sala de estar de la señora Love y me senté en una butaca junto a la chimenea mientras Aurelius guardaba su herencia —su inestimable e indescifrable herencia— en un lugar seguro.

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