El cuento número trece (30 page)

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Authors: Diane Setterfield

Sin duda aquel era el lugar, así que cuando Charlie desapareció, yo había vuelto a la cabaña. Me escurrí entre las zarzas y la vegetación colgante que ocultaba la entrada a un ambiente de putrefacción y allí, en la penumbra, lo vi. Desplomado en un rincón, con la pistola a un lado y la mitad del rostro reventado. Reconocí la otra mitad, pese a los gusanos. No había duda de que era Charlie.

Reculando, crucé la puerta sin importarme las ortigas y los espinos. Estaba deseando quitarme a Charlie de la vista, pero su imagen me persiguió, y por mucho que corría no lograba escapar a su mirada tuerta y hueca.

¿Dónde encontrar consuelo?

Sabía que había una casa. Una pequeña casa en el bosque. Había robado comida allí una o dos veces. Fui hasta ella y me escondí junto a la ventana mientras recuperaba el aliento, conocedora de que estaba cerca de la vida corriente. Cuando dejé de resoplar me asomé al cristal y vi a una mujer tejiendo en una butaca. Aunque ella ignoraba que yo estaba allí, su presencia me sosegó. Me quedé observándola, limpiando mis ojos, hasta que la imagen del cuerpo de Charlie se diluyó y mi corazón recuperó su ritmo normal.

Regresé a Angelfield. Y no se lo conté a nadie. Estábamos mejor así. Además, a él poco podía importarle ya. Charlie fue el primero de mis fantasmas.

Tenía la sensación de que el coche del médico estaba siempre frente a la casa de la señorita Winter. Cuando llegué por primera vez a Yorkshire el doctor Clifton aparecía cada tres días, luego empezó a presentarse cada dos días, después cada día y ahora la visitaba dos veces al día. Yo estudiaba detenidamente a la señorita Winter. Conocía la situación. La señorita Winter estaba enferma. La señorita Winter se estaba muriendo. Sin embargo, cuando me relataba su historia parecía recurrir a un pozo de fortaleza al que la edad y la enfermedad no podían afectar. Me expliqué la paradoja diciéndome que lo que la mantenía viva eran los cuidados constantes del médico.

Y, sin embargo, de una forma que me pasó inadvertida, la señorita Winter había estado sufriendo un serio deterioro. ¿Pues qué otra cosa podía explicar el repentino anuncio de Judith una mañana? De manera totalmente inesperada me dijo que la señorita Winter se encontraba demasiado delicada para poder reunirse conmigo, y que durante uno o dos días no sería capaz de acudir a nuestras entrevistas. Por tanto, sin nada que hacer allí, podía tomarme unas pequeñas vacaciones.

—¿Vacaciones?

Después de la que había montado por haberme ausentado unos días, lo último que esperaba era que la señorita Winter me propusiera unas vacaciones. ¡Y a tan solo unas semanas de Navidad!

Judith, aunque se sonrojó, no me dio más explicaciones. Algo no iba bien. Me estaban quitando de en medio.

—Si lo desea, puedo hacerle la maleta —se ofreció. Esbozó una sonrisa de disculpa, consciente de que yo sabía que me estaba ocultando algo.

—Puedo hacérmela yo. —La irritación me volvía cortante.

—Hoy Maurice tiene el día libre, pero el doctor Clifton la acompañará a la estación.

Pobre Judith. Detestaba el engaño y no se le daban bien las evasivas.

—¿Y la señorita Winter? Me gustaría comentar algo con ella antes de irme.

—¿La señorita Winter? Me temo que...

—¿No quiere verme?

—No puede verla. —El alivio se dibujó en su rostro y la sinceridad resonó en su voz cuando al fin pudo decir algo que era cierto—. Créame, señorita Lea, sencillamente no puede.

Fuera lo que fuese aquello que Judith trataba de ocultarme, también lo sabía el doctor Clifton.

—¿En qué barrio de Cambridge está la tienda de su padre? —quiso saber, y—: ¿Su padre toca historia de la medicina?

Le contesté lacónicamente, más interesada en mis preguntas que en las suyas, y al cabo de un rato sus esfuerzos por entablar una conversación cesaron. Al entrar en Harrogate, el ambiente en el coche estaba impregnado del silencio opresivo de la señorita Winter.

Otra vez en Angelfield

E
l día anterior, en el tren, había imaginado actividad y ruido: instrucciones lanzadas a voz en grito y brazos enviando mensajes en un apremiante código de señales; grúas, lentas y lastimosas; unas piedras chocando contra otras. En lugar de eso, cuando llegué a la verja de la casa del guarda y miré hacia el edificio en demolición todo era calma y silencio.

Había poco que ver; la neblina que flotaba en el aire volvía invisible todo aquello que se encontraba más allá de un metro. Hasta el sendero parecía borroso. Mis pies tan pronto aparecían como desaparecían. Levanté la cabeza y avancé a ciegas, siguiendo el sendero según lo recordaba de mi última visita y de las descripciones de la señorita Winter. Mi mapa mental se ajustó bien a la realidad: llegué al jardín exactamente cuando lo esperaba. Las oscuras figuras de los tejos parecían un decorado nebuloso, aplanado en dos dimensiones por la lisura del fondo. Cual etéreos bombines, dos siluetas abombadas flotaban sobre la espesa neblina y los troncos que las sostenían desaparecían en el blanco inferior. Sesenta años los habían cubierto de maleza y los habían deformado, pero un día como aquel era fácil imaginar que era la neblina la que atenuaba la geometría de las formas y que cuando se elevara aparecería el jardín de antaño, con toda su perfección matemática, ubicado en los terrenos no de un edificio en demolición o en ruinas, sino de una casa intacta.

Medio siglo, inconsistente como el agua suspendida en el aire, estaba a punto de evaporarse con el primer rayo de sol invernal. Me acerqué la muñeca a los ojos y miré la hora. Había quedado con Aurelius, pero ¿cómo iba a encontrarlo bajo esa neblina? Podría vagar por ella eternamente y no verlo aunque pasara a medio metro de mí. Grité: 

—¡Hola!

Y hasta mí llegó una voz masculina.

—¡Hola!

Era imposible determinar si Aurelius se encontraba cerca o lejos.

—¿Dónde estás?

Me lo imaginé escudriñando la neblina en busca de algún punto de referencia.

—Cerca de un árbol. —Sus palabras sonaron sordas.

—Yo también —grité a mi vez—. No creo que tu árbol sea el mismo que el mío. Te oigo demasiado lejos.

—Pues tú pareces estar muy cerca.

—¿En serio? ¿Por qué no te quedas donde estás y sigues hablando hasta que dé contigo?

—¡Claro! ¡Qué gran idea! Pero tengo que pensar en algo que decir, ¿no? Qué difícil es hablar por obligación, con lo fácil que parece siempre... Últimamente estamos teniendo un tiempo horrible. Nunca había visto una nebulosidad como esta.

Y Aurelius siguió pensando en voz alta mientras yo me adentraba en una nube y seguía el hilo de su voz.

Fue entonces cuando la vi. Una sombra que pasó por mi lado, pálida en la luz acuosa. Creo que sabía que no era Aurelius. De repente reparé en los latidos de mi corazón y alargué una mano, en parte asustada, en parte esperanzada. La figura me esquivó y desapareció.

—¿Aurelius? —Mi voz me salió trémula incluso para mis oídos.

—¿Sí?

—¿Sigues ahí?

—Claro.

Su voz llegaba de la dirección equivocada. ¿Qué había visto? A Aurelius desde luego que no. Probablemente había sido un efecto de la niebla. Temiendo lo que todavía podría ver si aguardaba, me quedé muy quieta, escudriñando el aire acuoso, deseando que la figura apareciera de nuevo.

—¡Aja, aquí estás! —tronó una voz a mí espalda. Aurelius. Cuando me di la vuelta, me agarró por los hombros con sus manos con mitones—. Válgame el cielo, Margaret, estás blanca como el papel. ¡Cualquiera diría que has visto un fantasma!

Nos adentramos en el jardín. Con el abrigo, Aurelius parecía más alto y ancho de lo que era en realidad. A su lado, con mi gabardina color gris neblina, me sentía casi incorpórea.

—¿Cómo va tu libro?

—Por ahora solo son notas. Entrevistas con la señorita Winter. E indagaciones.

—Hoy toca indagar, ¿eh?

—Sí.

—¿Qué necesitas saber?

—Solo quiero hacer algunas fotos. Aunque me temo que el tiempo no está de mi parte.

—Dentro de una hora gozarás de buena visibilidad. La neblina no durará mucho.

Fuimos a parar a una especie de senda flanqueada por conos tan anchos que casi formaban un seto.

—¿Por qué vienes a este lugar, Aurelius?

Caminamos pausadamente hasta el final del sendero y penetramos en un espacio donde parecía que solo hubiera niebla. Al llegar a un muro de tejos de una altura que duplicaba la de Aurelius, lo bordeamos. Divisé destellos en la hierba y las hojas; el sol había salido. La humedad del aire comenzó a evaporarse y el campo de visibilidad creció por minutos. Nuestro muro de tejos nos había llevado en círculo dentro de un espacio vacío; habíamos regresado al sendero por el que habíamos entrado.

Cuando mi pregunta se me antojó tan perdida en el tiempo que ni siquiera estaba segura de haberla formulado, Aurelius respondió:

—Nací aquí.

Me paré en seco. Aurelius siguió andando, ajeno al impacto que sus palabras habían tenido en mí. Corrí hasta darle alcance.

—¡Aurelius! —Le agarré de la manga del abrigo—. ¿En serio? ¿De verdad naciste aquí?

—Sí.

—¿Cuándo?

Esbozó una sonrisa extraña, triste.

—El día de mi cumpleaños.

Sin detenerme a reflexionar, insistí:

—Vale, pero ¿cuándo?

—Un día de enero, probablemente. O puede que de febrero. O hasta puede que de finales de diciembre. Hace unos sesenta años. Me temo que no sé nada más.

Fruncí el entrecejo, recordé lo que me había contado sobre la señora Love y el hecho de que no tenía madre. Pero ¿cuál ha de ser la situación de un niño adoptado para que sepa tan poco sobre sus circunstancias originales que incluso desconozca qué día nació?

—¿Me estás diciendo, Aurelius, que eres un expósito?

—Sí, eso es justamente lo que soy. Un expósito.

Me quedé sin habla.

—Supongo que acabas acostumbrándote —dijo, y lamenté que el tuviera que consolarme a mí por su pérdida.

—¿En serio?

Me estudió con curiosidad, preguntándose hasta dónde debía contarme.

—No, en realidad no —dijo.

Con los pasos lentos y pesados de los enfermos, reanudamos nuestro paseo. La neblina casi se había disipado. Las formas mágicas de las figuras del jardín habían perdido su encanto y volvían a mostrarse como los arbustos y setos desatendidos que eran.

—De modo que fue la señora Love quien... —empecé.

—Me encontró. Sí.

—¿Y tus padres...?

—Ni idea.

—Pero ¿sabes que naciste aquí, en esta casa?

Aurelius hundió las manos en las profundidades de los bolsillos y tensó los hombros.

—No espero que nadie más lo entienda. No tengo pruebas. Pero lo sé. —Me lanzó una mirada rauda y con mi mirada le alenté a continuar—. A veces podemos saber cosas. Cosas de nosotros que sucedieron antes de lo que somos capaces de recordar. No sé cómo explicarlo.

Asentí y Aurelius prosiguió:

—La noche en que me encontraron hubo un gran incendio aquí. Me lo contó la señora Love cuando yo tenía nueve años. Pensó que debía hacerlo, por el olor a humo que tenían mis ropas cuando me encontró. Más tarde vine para echar un vistazo. Y desde entonces he estado viniendo. Luego busqué la noticia del incendio en los archivos del periódico local. Sea como fuere...

Su voz poseía la levedad de alguien que está contando algo tremendamente importante. Un historia tan preciada que había que frivolizarla para disimular su trascendencia por si el oyente no estaba dispuesto a escuchar.

—Sea como fuere, en cuanto llegué aquí lo supe. «Esta es mi casa», me dije. «Procedo de este lugar.» Estaba seguro. Lo sabía.

Con sus últimas palabras Aurelius había dejado que la levedad se esfumara, había permitido que lo embargara el fervor. Se aclaró la garganta.

—Naturalmente, no espero que nadie me crea. No tengo pruebas. Solo unas fechas que coinciden y el vago recuerdo de la señora Love del olor a humo. Y mi certeza.

—Te creo —dije.

Aurelius se mordió el labio y me lanzó una mirada recelosa.

Sus confidencias y aquella neblina nos habían conducido inesperadamente a una isla de intimidad y advertí que me disponía a contar lo que nunca le había contado a nadie. Las palabras entraron en mi cabeza ya compuestas y se organizaron enseguida en frases, en largas secuencias de oraciones que hervían de impaciencia por salir de mi boca, como si llevaran años planeando ese momento.

—Te creo —repetí con la lengua repleta de todas esas palabras—. Yo también he tenido esa sensación. La sensación de saber cosas que no puedes saber. Hechos que sucedieron antes de lo que podemos recordar.

¡Ahí estaba otra vez! Un movimiento repentino en el rabillo de mi ojo, visto y no visto en el mismo instante.

—¿Has visto eso, Aurelius?

Siguió mi mirada hasta más allá de las pirámides.

—¿Qué? No, no he visto nada.

Ya no estaba. O quizá nunca había estado.

Me volví de nuevo hacia Aurelius, pero había perdido el valor. El momento para las confidencias se había esfumado.

—¿Tienes una fecha de cumpleaños? —preguntó Aurelius.

—Sí, tengo una fecha de cumpleaños.

Todas mis palabras no pronunciadas regresaron al lugar donde habían estado encerradas esos años.

—La anotaré —dijo animadamente—. Así podré enviarte una tarjeta.

Fingí una sonrisa.

—Ya falta muy poco.

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