El cura de Tours (5 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico, #Relato

Pero ahora Birotteau sentía su lengua muerta; se resignó, pues, a comer sin entablar conversación. Pronto encontró que aquel silencio era peligroso para su estómago y dijo audazmente:

—¡Vaya un café excelente!

Este acto de valor fue completamente inútil. Después de haber mirado al cielo por el exiguo espacio que separaba por encima del jardín a los dos negros arbotantes de Saint-Gatien, todavía tuvo el vicario ánimos para decir:

—Hoy hará mejor día que ayer…

A estas palabras, la señorita Gamard se contentó con echar la más graciosa de sus miradas al abate Troubert y volvió los ojos, impregnados de una severidad terrible, a Birotteau, el cual, afortunadamente, había bajado los suyos.

Ninguna criatura del género femenino era capaz como la señorita Sofía Gamard de encarnar la naturaleza elegíaca de la solterona; mas para pintar bien a un ser cuyo carácter presta inmenso interés a los pequeños acontecimientos de este drama y a la vida anterior de los personajes que en él son actores tal vez convenga resumir aquí las ideas cuya expresión se encuentra en la solterona: la vida habitual hace el alma, y el alma hace la fisonomía. Si todo, en la sociedad como en el mundo, ha de tener un fin, es indudable que hay aquí abajo algunas existencias cuyo objeto y utilidad son inexplicables. La moral y la economía política repelen igualmente al individuo que consume sin producir, que ocupa un lugar en la tierra sin esparcir en su derredor el mal ni el bien; porque el mal es, sin duda, un bien cuyos resultados no se manifiestan inmediatamente. Es raro que las solteronas no se coloquen por sí mismas en la clase de estos seres improductivos. Ahora bien: si la conciencia de su trabajo da al ser activo un sentimiento de satisfacción que le ayuda a soportar la vida, la certidumbre de vivir a costa ajena y de ser inútil debe producir un efecto contrario e inspirar al propio sujeto inerte el desprecio que despierta en los demás. Esta dura reprobación social es una de las causas que, sin darse cuenta las solteronas, contribuyen a poner en su alma el disgusto que expresa su rostro. Un prejuicio, en el cual hay quizá algo de verdad, lanza dondequiera, y en Francia más que en otras partes, un gran disfavor sobre la mujer con quien nadie ha querido compartir los bienes ni conllevar los males de la vida. Llega para las solteras una edad en que el mundo, con razón o sin ella, las condena al desdén de que son víctimas. Si son feas, la bondad de su carácter debía compensar las imperfecciones de la naturaleza; si bonitas, su desgracia ha debido fundarse en causas graves. No se sabe, entre unas y otras, cuales son más dignas de repulsa. Si su soltería ha sido razonada, si es un voto de independencia, ni los hombres ni las madres les perdonan el haber desmentido la abnegación de la mujer rehuyendo las pasiones que dan tanto atractivo a su sexo: renunciar a sus dolores es abdicar la poesía que hay en ellos, y no merecer ya los dulces consuelos a que una madre tiene siempre derecho indiscutible. Además, los sentimientos generosos, las cualidades exquisitas de la mujer, no se desarrollan más que por su constante ejercicio; permaneciendo soltera, una criatura del sexo femenino no es más que un contrasentido; egoísta y fría, causa horror. Esta sentencia implacable es, por desgracia, demasiado justa para que las solteronas ignoren sus motivos. Estas ideas germinan en su corazón tan naturalmente como los efectos de su triste vida se reproducen en sus facciones. De ahí que se marchiten, porque la constante expansión o la dicha, que esclarecen el rostro de las mujeres y dan gracia tan suave a sus movimientos, no han existido nunca en ellas. Luego se hacen ásperas y malhumoradas, porque un ser que ha errado su vocación es infeliz; sufre, y el sufrimiento engendra la malignidad. En efecto, antes de culparse a sí misma de su aislamiento, la solterona acusa durante mucho tiempo al mundo. De la acusación al deseo de venganza no hay mas que un paso. Hasta su fealdad es un resultado necesario de su vida. Como nunca han sentido la necesidad de agradar, desconocen la elegancia y el buen gusto. No ven nada que no sean ellas mismas. Este sentimiento las lleva insensiblemente a escoger las cosas que les son cómodas, con detrimento de las que pueden ser agradables para los demás. Sin darse exacta cuenta de su desemejanza con las otras mujeres, por fin la notan y las hace sufrir. Los celos son un sentimiento indeleble en el corazón femenino. Las solteronas son, pues, celosas sin objeto, y no conocen sino las desventuras de la única pasión que los hombres perdonan al bello sexo, porque les halaga. Así, torturadas en todos sus deseos, obligadas a rehuir las expansiones de su naturaleza, las solteronas experimentan constantemente un malestar interior, al cual no se habitúan jamás. ¿No es duro en todas las edades, y sobre todo para la mujer, leer en los rostros un sentimiento de repulsión, cuando su destino es no despertar en los corazones que la rodean mas que sensaciones amables? Por eso la mirada de una solterona es siempre oblicua, menos por modestia que por vergüenza y miedo. Esos seres no perdonan a la sociedad su falsa posición, porque no se la perdonan a sí mismos. Y es imposible que una persona en guerra perpetua consigo misma o en contradicción con la vida deje a las demás en paz y no envidie su dicha. Todo este mundo de ideas tristes se veía en los ojos grises y opacos de la señorita Gamard, y el ancho círculo negro que los rodeaba delataba los largos combates de su vida solitaria. Todas las arrugas de su rostro eran rectas. La contextura de su frente, de su cabeza y de sus mejillas tenía los caracteres de la rigidez y la sequedad. Sin el menor cuidado dejaba crecer los pelos grises de algunos lunares desparramados por su barbilla. Sus delgados labios cubrían apenas unos dientes demasiado largos y que no carecían de blancura. Morena, sus cabellos, antes negros, habían blanqueado, a causa de horribles jaquecas. Esta enfermedad la obligaba a llevar un postizo; pero como no sabía colocárselo con disimulo, frecuentemente dejaba pequeños intersticios entre el borde de su cofia y el cordón negro que sujetaba aquella semipeluca. Su traje, de tafetán en verano y de merino en invierno, era siempre de color carmelita. El cuello, siempre caído, dejaba ver la piel rojiza y tan artísticamente rayada como puede estarlo una hoja de encina mirada al trasluz. Su origen explicaba bien estas desgracias de conformación. Era hija de un tratante en maderas, especie de aldeano enriquecido. A los diez y seis años tal vez fue fresca y carnosa, pero no le quedaba ya ni rastro de la blancura de tez ni de los hermosos colores que se alababa de haber tenido. Sus carnes habían contraído ese tinte lívido bastante común en las devotas. De todas sus facciones, la nariz aquilina era la que más contribuía a expresar el despotismo de sus ideas, así como la forma plana de su frente delataba la estrechez de su espíritu. Sus movimientos tenían una rapidez chocante que excluía toda gracia, y sólo con verla sacar de su bolso el pañuelo para sonarse con gran ruido hubieseis adivinado su carácter y sus costumbres. De estatura bastante elevada, se mantenía siempre rígida, y justificaba la observación de un naturalista que ha explicado físicamente el andar de todas las solteronas pretendiendo que se les suelden las coyunturas. Andaba sin que el movimiento se distribuyese igualmente por toda su persona para producir esas graciosas ondulaciones tan atractivas en las mujeres: andaba como si fuese, por decirlo así, de una sola pieza, y a cada paso parecía surgir como la estatua del Comendador. En sus momentos de buen humor daba a entender, como todas las solteronas, que habría podido casarse; pero que, por fortuna, había advertido a tiempo la mala fe de su prometido, y así, sin saberlo, revelaba cómo se había sobrepuesto a su corazón su espíritu de cálculo.

Esta figura típica del género solterona se encuadraba muy bien en las grotescas invenciones de un papel lustroso representando paisajes japoneses, del cual estaban forradas las paredes del comedor. La señorita Gamard permanecía habitualmente en esta habitación, decorada con dos consolas y un barómetro. En el sitio elegido por cada abate había un pequeño cojín de tapicería desvaído de color. El salón común donde recibía era digno de ella. Será conocido sólo con decir que se llamaba el salón amarillo; las telas eran amarillas; los muebles, amarillos; sobre la chimenea, adornada por una luna con marco dorado, unos candelabros y un reloj de cristal despedían reflejos desagradables para la vista. En cuanto al alojamiento particular de la señorita Gamard, a nadie se había permitido entrar en él. Sólo se podía conjeturar que estaba lleno de esos trapos viejos, esos muebles usados, esa especie de harapos de que se rodean todas las solteronas, y a los cuales tienen tanto apego.

Tal era la persona destinada a ejercer la mayor influencia sobre los últimos días del abate Birotteau.

No pudiendo ejercer, como lo quiere la Naturaleza, la actividad propia de la mujer, y necesitando ejercerla de algún modo, la empleaba en las mezquinas intrigas, en los chismorreos provincianos y en las combinaciones egoístas de que acaban por ocuparse exclusivamente todas las solteronas. Birotteau, por su desgracia, había desarrollado en Sofía Gamard los únicos sentimientos que tan ruin criatura podía experimentar, los del odio, que, latentes hasta entonces a causa de la calma y la monotonía de una vida provinciana, cuyo horizonte se había estrechado aún más para ella, debían adquirir tanta más intensidad cuanto que iban a emplearse en cosas pequeñas en medio de una esfera minúscula. Birotteau era de esas personas predestinadas a sufrirlo todo, porque no sabiendo ver nada, nada saben evitar: todo cae sobre ellas.

—Sí, hará buen día —respondió al cabo de un momento el canónigo, que parecía salir de su abstracción con deseos de practicar las leyes de la cortesía.

Birotteau, asustado del tiempo transcurrido entre sus palabras y la contestación porque por primera vez en su vida había tomado el café sin hablar, salió del comedor, donde el corazón se le oprimía angustiosamente. Como la taza de café le pesaba en el estómago, se puso a discurrir tristemente por los angostos paseos bordeados de boj que dibujaban una estrella en el jardín. Pero al retornar, después de la primera vuelta, vio plantados silenciosamente en el umbral de la puerta del salón a la señorita Gamard y al abate Troubert; él, cruzado de brazos o inmóvil, como la estatua de una tumba; ella, apoyada en la puerta persiana. Los dos parecían, mirándole, contar el número de sus pasos. Nada más molesto para una criatura naturalmente tímida que ser objeto de un examen curioso; pero si este examen es hecho por los ojos del odio, la especie de sufrimiento que causa se convierte en martirio intolerable. El abate Birotteau imaginó en seguida que estaba impidiendo pasear a la señorita Gamard y al canónigo. Esta idea, inspirada juntamente por el temor y por la bondad, adquirió tales proporciones que lo hizo abandonar aquel sitio. Se fue, sin pensar ya en su canonjía: tan absorbido le tenía la tiranía desesperante de la solterona. Por acaso, y dichosamente para él, encontró muchas ocupaciones en Saint-Gatien: varios entierros, una boda y dos bautizos. Entonces pudo olvidar sus penas. Cuando el estómago le anunció la hora de comer, no dejó de estremecerse al mirar el reloj y ver que eran las cuatro y unos minutos. Conocía la puntualidad de la señorita Gamard, y se apresuró a volver a casa.

En la cocina vio los primeros platos ya vacíos. Luego, cuando llegó al comedor, la solterona le dijo con un tono en que se mezclaban la acritud de un reproche y la alegría de encontrar en falta al huésped:

—Son las cuatro y media, señor Birotteau. Ya sabe usted que no debemos esperar.

El vicario miró el reloj del comedor, y en la manera como estaba puesta la cubierta de gasa que le preservaba del polvo advirtió que su patrona le había dado cuerda durante la mañana, complaciéndose en adelantarle respecto del de Saint-Gatien. No había objeción posible. La expresión verbal de la sospecha concebida por el vicario habría causado la más terrible y la más justificada de las explosiones elocuentes que la señorita Gamard, como todas las mujeres de su clase, hacía surgir en tales casos. Las mil y una contrariedades que una criada puede hacer sufrir a su amo o una mujer a su marido en las costumbres privadas de la vida fueron estudiadas por la señorita Gamard para abrumar con ellas a su pupilo. La manera como ella se complacía en urdir conspiraciones contra la felicidad doméstica del pobre presbítero llevaba el sello del ingenio más profundamente maligno. Se las arregló de manera que nunca pareciera haber procedido sin razón.

Ocho días después del momento en que esta narración empieza, el modo de vivir en la casa y sus relaciones con la señorita Gamard revelaron al abate Birotteau una trama urdida seis meses antes. Mientras la solterona había ejercido su venganza sordamente y él había podido mantenerse voluntariamente en el error, negándose a creer en intenciones malévolas, la enfermedad moral no hizo en su espíritu grandes progresos. Pero desde aquello del traslado de la palmatoria y el adelantamiento del reloj, Birotteau no pudo ya dudar que vivía bajo el imperio de un odio cuyos ojos estaban siempre abiertos sobre él. Entonces llegó rápidamente a la desesperación, viendo a todas horas los dedos finos y crispados de la señorita Gamard prestos a clavarse en su corazón. Dichosa de vivir con un sentimiento tan fértil en emociones como el de la venganza, la solterona gozaba cerniéndose pesando sobre el vicario como un ave de rapiña se cierne y pesa sobre un musgaño antes de devorarle. Había concebido desde hacía tiempo un plan que el aturdido presbítero no podía adivinar, y que ella desarrolló sin tardanza, mostrando el talento que saben desplegar en las cosas menudas las personas solitarias cuya alma, inhábil para sentir las grandezas de la verdadera piedad, se consagra a las minucias de la devoción. ¡Última, pero horrible agravación de pena! La naturaleza de sus sinsabores privaba a Birotteau, hombre expansivo, a quien gustaba ser compadecido y consolado, de la pequeña dulzura de contárselos a sus amigos. El escaso tacto que tenía, y que debía a su timidez, lo hacía temer que se pondría en ridículo si se ocupaba de semejantes nonadas. Y, sin embargo, estas nonadas componían toda su existencia, su cara existencia llena de ocupaciones en el vacío y de vacío en las ocupaciones; vida opaca y gris, en que los sentimientos demasiado fuertes eran desgracias, en que la ausencia total de emociones era una felicidad. El paraíso del pobre presbítero se transformé, pues, súbitamente en el infierno. Al fin, sus sufrimientos llegaron a ser intolerables. El terror que le causaba la perspectiva de una explicación con la señorita Gamard aumentó de día en día, y la secreta desventura que laceraba las horas de su vejez alteró su salud. Una mañana, al ponerse sus medias azules, notó que la circunferencia de sus pantorrillas había menguado en ocho líneas. Estupefacto ante este síntoma, tan cruelmente irrecusable, resolvió hacer una tentativa cerca del abate Troubert para rogarle que interviniese oficialmente entre la señorita Gamard y él.

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