El cura de Tours (3 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico, #Relato

—Admitiendo que la señorita Gamard no haya pensado en la velada de la señora Listomère; que Mariana se haya olvidado de encender el fuego; que se me haya creído de regreso en mis habitaciones; teniendo en cuenta que yo bajé esta mañana, ¡yo mismo!, ¡¡mi palmatoria!!, es imposible que la señorita Gamard, viéndola en el salón, haya podido suponerme acostado. Ergo la señorita Gamard ha querido dejarme a la puerta bajo la lluvia, y al mandar que subiesen la palmatoria a mis habitaciones ha tenido la intención de indicarme… ¿el qué? —dijo en voz alta, arrebatado por la gravedad de las circunstancias y levantándose para quitarse los hábitos mojados, coger su bata y ponerse su gorro de dormir.

Luego anduvo de su lecho a la chimenea, gesticulando y profiriendo en tonos diferentes las siguientes frases, todas terminadas con una voz de falsete, que reemplazaba a las interjecciones:

—¿Qué diablos le he hecho? ¿Por qué me quiere mal? ¡Mariana no ha debido olvidarse de mi lumbre! ¡La señorita es quien le habrá dicho que no la encienda! Habría que ser un niño para darse cuenta, dado el tono y las maneras que usa conmigo, de que he tenido la desgracia de disgustarla. ¡Nunca le ocurrió cosa parecida a Chapeloud! Me será imposible vivir en medio de los tormentos que… ¡A mi edad!…

Se acostó con la esperanza de esclarecer al siguiente día la causa del odio que destruía para siempre aquella dicha de que había disfrutado durante dos años, después de haberla deseado tanto tiempo. ¡Ay! Los secretos motivos del sentimiento que había inspirado a la señorita Gamard habían de serle eternamente desconocidos, no porque fuesen difíciles de adivinar, sino porque el pobre carecía de esa buena fe con que las almas grandes y los bribones saben reaccionar por sí mismos y juzgarse. Un hombre de talento o un intrigante se dicen: «Me he equivocado». El interés y el talento son los únicos consejeros conscientes y lúcidos. Y el abate Birotteau, cuya bondad llegaba hasta la tontería, que sólo había podido adquirir a fuerza de trabajo un baño de instrucción, que no tenía experiencia del mundo ni de sus costumbres y que vivía entre la misa y el confesonario, muy ocupado en decidir los más leves casos de conciencia en su calidad de confesor de los colegios de la ciudad y de algunas almas puras que le apreciaban, podía ser considerado como un niño grande, ajeno a la mayor parte de las prácticas sociales. Lo que insensiblemente se había desarrollado en él, sin que él se diese cuenta, era el egoísmo propio de todas las criaturas humanas, reforzado por el peculiar egoísmo del presbítero y el de la vida estrecha que se lleva en provincias. Si alguien se hubiese podido tomar interés en escudriñar el alma del vicario para demostrarle que en los pormenores infinitamente pequeños de su existencia y en los mínimos deberes de su vida privada carecía esencialmente de aquella abnegación que él creía profesar, se habría castigado a sí mismo y se habría mortificado de buena fe. Pero aquellos a quienes ofendemos, aunque sea inconscientemente, no nos tienen en cuenta nuestra inocencia; quieren y saben vengarse. Así, Birotteau, pese a su debilidad, hubo de someterse a los rigores de esa gran justicia distributiva que encarga al mundo la ejecución de sus sentencias, llamadas por algunos cándidos las desgracias de la vida.

Entre el difunto Chapeloud y el vicario hubo la diferencia de que aquél era un egoísta diestro y espiritual, y el otro un claro y torpe egoísta. Cuando el abate Chapeloud se hospedó en casa de la señorita Gamard, supo juzgar perfectamente el carácter de la patrona. El confesonario le había enseñado a conocer cómo llena de amargura el corazón de una solterona la desventura de verse fuera de la sociedad; y así calculó hábilmente su conducta para con la señorita Gamard. No tenía ella entonces más que treinta y ocho años y conservaba algunas de sus pretensiones, que en las personas de su situación suelen luego convertirse en una alta estimación de sí mismas. El canónigo comprendió que para vivir bien en casa de la señorita Gamard debía guardarle siempre las mismas atenciones y los mismos cuidados, ser más infalible que el Papa. Para obtener este resultado, no dejó establecerse entre ella y él sino los puntos de contacto estrictamente ordenados por la buena crianza y los que necesariamente existen entre dos personas que viven bajo el mismo techo. Aunque el abate Troubert y él hacían regularmente tres comidas diarias, él se había abstenido de tomar el desayuno en común, acostumbrando a la señorita Gamard a que le enviase a la cama una taza de café con leche. Además, había evitado los enojos de la cena tomando todas las tardes el té en las casas donde solía pasar las veladas. De esta suerte, rara vez veía a su patrona más que a la hora del almuerzo; pero todos los días llegaba un poco antes de la hora señalada. Durante esta especie de visita de cumplimiento le dirigió, durante los doce anos que vivió bajo su techo, las mismas preguntas y recibió de ella las mismas respuestas. La manera como había pasado la noche la señorita Gamard, su desayuno, sus menudas novedades domésticas, el aspecto de su cara, la higiene de su persona, el tiempo que hacía, la duración de los oficios, los incidentes de la misa, y, en fin, la salud de tal o cual sacerdote, hacían los gastos de esta conversación periódica. Durante la comida, procedía siempre por halagos indirectos, pasando sin cesar de la calidad de un pescado, del buen gusto de los condimentos o de las excelencias de una salsa a las excelencias de la señorita Gamard y a sus virtudes de ama de casa. Estaba seguro de halagar todas las vanidades de la solterona exaltando el arte con que estaban hechos o preparados sus confituras, sus pepinillos, sus conservas, sus pasteles y demás invenciones gastronómicas. Por último, jamás el astuto canónigo salió del salón amarillo de su hospedera sin decir que en ninguna casa de Tours se tomaba un café tan bueno como el que acababa de saborear. Gracias a esta acabada inteligencia del carácter de la señorita Gamard y a esta ciencia de la vida, profesada durante doce años por el canónigo, no hubo nunca entre ellos ocasión de discutir el menor punto de disciplina interior. El abate Chapeloud había empezado por reconocer los ángulos, las dificultades y las asperezas de la solterona y reglamentado la acción de las tangencias inevitables entre ambos, a fin de obtener de ella todas las concesiones necesarias para la dicha y la tranquilidad de su vida. Así, la señorita Gamard decía que el abate Chapeloud era un hombre amabilísimo, fácil de complacer y muy inteligente. En cuanto al abate Troubert, la devota no decía absolutamente nada. Ajustado completamente al compás de su vida, como un satélite a la órbita de su planeta, Troubert era para ella algo así como criatura intermedia entre los individuos de la especie humana y los de la raza canina: le tenía clasificado en su corazón inmediatamente delante del lugar destinado a sus amigos y el ocupado por un perro carlín gordo y asmático al cual amaba tiernamente; le gobernaba por entero, y la promiscuidad de sus intereses llegó a ser tal, que muchas de las amistades de la señorita Gamard pensaban que el abate Troubert tenía puestos los puntos a la fortuna de la solterona, se la atraía insensiblemente con una continua paciencia y la dirigía tanto mejor cuanto que aparentaba obedecerla, sin dejar que se le adivinase el más ligero deseo de dominarla.

Cuando murió el abate Chapeloud, la solterona, que deseaba un huésped de costumbres dulces, pensó, naturalmente, en el vicario. No era todavía conocido el testamento del canónigo, y la señorita Gamard proyectaba ceder el alojamiento del difunto a su buen abate Troubert, a quien creía muy mal situado en el piso bajo. Pero cuando el abate Birotteau fue a estipular con ella las condiciones del contrato de su pupilaje, le vio tan apasionado por aquella vivienda, por la cual había tanto tiempo alimentado deseos cuya violencia ahora ya podía confesar, que no se atrevió a proponerle un cambio y pospuso el afecto a las exigencias del interés. Para consolar a su bien amado canónigo la señorita Gamard le puso, en vez del piso de anchas baldosas de Chateau-Regnaud, un entarimado de madera de Hungría y le reconstruyó una chimenea que dejaba escapar el humo.

Durante doce años había tratado el abate Birotteau a su amigo Chapeloud sin que nunca se le ocurriese investigar de qué procedía la extremada circunspección de sus relaciones con la señorita Gamard. Al instalarse en la casa de aquella santa mujer se encontraba en la situación de un amante en el momento de ser dichoso. Aunque no hubiese ya sido naturalmente ciego de inteligencia, tenía los ojos demasiado deslumbrados por la felicidad para que le fuese posible juzgar a la señorita Gamard y reflexionar sobre la medida a que debían ajustarse sus relaciones diarias con ella. La señorita Gamard, vista de lejos y a través del prisma de las dichas naturales que el vicario soñaba gustar a su lado, le parecía una criatura perfecta, una cumplida cristiana, una persona esencialmente caritativa, la mujer del Evangelio, la virgen prudente adornada de todas esas virtudes humildes y modestas que dan a la vida un perfume celeste. Así, pues, con todo el entusiasmo de hombre que llega a su objeto, mucho tiempo deseado, con el candor de un niño y el inocente aturdimiento de un viejo sin experiencia mundana, entró en la vida de la señorita Gamard como se enreda una mosca en la tela de una araña. Y el primer día en que fue a comer y a dormir en casa de la solterona permaneció en el salón, retenido, no sólo por el deseo de entablar conocimiento con ella, sino también por ese inexplicable embarazo que embarga frecuentemente a las personas tímidas y les hace temer que cometerán una descortesía si interrumpen una conversación para marcharse. Estuvo, pues, en el salón toda la velada. Otra solterona amiga de Birotteau, la señorita Salomón de Villenoix, fue por la noche. La señorita Gamard tuvo entonces la alegría de organizar en su casa una partida de boston. El vicario consideró, al acostarse, que había pasado una noche agradabilísima. Como no conocía sino muy a la ligera a la señorita Gamard y al abate Troubert, sólo observó la superficie de sus caracteres. Pocas personas muestran desde el principio sus defectos al desnudo. Generalmente cada cual trata de darse una apariencia atractiva. El abate Birotteau concibió, pues, el seductor proyecto de consagrar sus veladas a la señorita Gamard, en vez de ir a pasarlas fuera de casa. La hospedera venía acariciando desde hacía años un deseo que cada día se hacía más fuerte. Este deseo, propio de viejos y aun de mujeres hermosas, se había convertido en ella en una pasión semejante a la de Birotteau por la habitación de su amigo Chapeloud y se alimentaba en el corazón de la solterona de los sentimientos de orgullo y egoísmo, de envidia y vanidad que preexisten en las gentes de mundo. Esto es de todos los tiempos: basta ensanchar un poco el estrecho círculo de nuestros personajes para encontrar la razón de los acontecimientos que sobrevienen en las esferas más elevadas de la sociedad. La señorita Gamard pasaba alternativamente las veladas en seis u ocho casas diferentes. Ya porque lamentase tener que buscar a la gente y se creyese con derecho, a su edad, de exigir alguna correspondencia, ya porque el no tener sociedad propia le pareciese humillante, ya, en fin, porque su vanidad ambicionase los cumplimientos y las satisfacciones de que veía gozar a sus amigas, toda su ansia consistía en que su salón se transformase en punto de una reunión hacia la cual se dirigiesen algunas noches unas cuantas personas con placer. Cuando Birotteau y su amiga la señorita Salomón llevaban pasadas algunas veladas en su casa en compañía del fiel y paciente abate Troubert, una tarde, al salir de Saint-Gatien, la señorita Gamard dijo a sus buenos amigos, de quienes hasta entonces se había considerado una esclava, que las personas que quisieran verla podían ir una vez por semana a su casa, donde se reunían un número de amigos suficiente para una partida de boston; que ella no podía dejar solo al abate Birotteau, su nuevo pupilo; que la señorita Salomón no había faltado ni una noche en toda la semana; que ella se debía a sus amigos, y que…, y que…, etc., etc. Sus palabras fueron tanto más humildemente altivas y abundantemente almibaradas cuanto que la señorita Salomón de Villenoix pertenecía a la sociedad más aristocrática de Tours. Aunque la señorita Salomón había ido únicamente por amistad con el vicario, la señorita Gamard miraba como un triunfo el tenerla en su salón; y así, gracias al abate, se vio a punto de realizar su gran designio de formar un círculo que pudiese llegar a ser tan numeroso y tan agradable como los de la señora de Listomère, la señorita Merlin de la Blottière y otras devotas capacitadas para recibir a la sociedad piadosa de Tours. Mas, ¡ay!, que el abate Birotteau hizo abortar las esperanzas de la señorita Gamard. Si todos los que en su vida han conseguido disfrutar de una dicha largamente deseada han comprendido la alegría que tuvo el vicario al acostarse en el lecho de Chapeloud, también habrán de concebir una ligera idea del disgusto que la señorita Gamard sufrió al ver por tierra su plan favorito. Después de seis meses de haber aceptado su dicha con bastante paciencia, el abate desertó, arrastrando consigo a la señorita Salomón. A pesar de sus inauditos esfuerzos, la ambiciosa Gamard apenas había reclutado cinco o seis personas, cuya asiduidad fue muy problemática, y por lo menos hacían falta cuatro individuos fieles para constituir un boston. Tuvo, pues, que darse por vencida y volver a casa de sus antiguas amistades, porque las solteronas se encuentran en demasiada mala compañía consigo mismas para no buscar los equívocos placeres de la sociedad. La causa de esta deserción es fácil de comprender. Aunque el vicario fuese uno de aquellos a quienes un día corresponderá el paraíso en virtud de la sentencia que dice ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!, no podía, como muchos tontos, soportar el fastidio que los demás tontos le causaban. Las personas sin ingenio se parecen a las malas hierbas, que gustan de los buenos terrenos, y quieren que se las distraiga porque se aburren a sí mismas. La encarnación del hastío de que son víctimas, unida a la necesidad que experimentan de divorciarse de sí mismas, les produce esa pasión por el movimiento, esa necesidad de estar donde no están, que las distingue, como distingue también a los seres desprovistos de sensibilidad, a los que han fracasado y a los que sufren por su culpa. Sin sondar demasiado en la vacuidad, en la nulidad de la señorita Gamard, sin explicarse tampoco la pequeñez de sus ideas, el pobre abate Birotteau advirtió, un poco tarde, para su desgracia, los defectos que tenía, unos comunes a todas las solteronas y otros suyos peculiares. Lo malo, en los demás, resalta tan vigorosamente sobre lo bueno, que nos llama la atención antes de que nos lo expliquemos. Este fenómeno moral podría justificar nuestra mayor o menor inclinación a la maledicencia. Es tan natural, socialmente hablando, burlarse de las imperfecciones ajenas, que deberíamos perdonar la murmuración que nuestras cosas ridículas autorizan, y no asombrarnos sino ante la calumnia. Pero los ojos del buen vicario no tenían esa finura óptica que permite a las gentes de mundo ver y evitar prontamente las asperezas del vecino; para reconocer los defectos de su hospedera tuvo, pues, que sufrir la advertencia que da la Naturaleza a todas sus creaciones: ¡el dolor! Las solteronas que no se han visto obligadas a plegar su carácter y su vida a otras vidas y otros caracteres, como exige el destino de la mujer, suelen tener la manía de querer que todo se les someta en derredor suyo. Este sentimiento en la señorita Gamard degeneraba en despotismo; pero este despotismo no podía ejercerse sino en cosas menudas. Así, entro mil ejemplos, el cesto de las fichas colocado en la mesa de boston para el abate Birotteau había de permanecer en el sitio en que ella lo había puesto, y el abate la contrariaba vivamente cambiándolo de lugar, lo cual ocurría todas las noches. ¿De qué procedía esta susceptibilidad aplicada a naderías y cuál era su objeto? Nadie hubiera podido decirlo, ni la misma señorita Gamard lo sabía. Aunque de natural pacientísimo, al nuevo huésped le desagradaba, como a las ovejas mismas, sentir con demasiada frecuencia el cayado, sobre todo si el cayado está erizado de pinchos. Sin explicarse la alta tolerancia del abate Troubert, Birotteau quiso sustraerse a la felicidad que la señorita Gamard pretendía aderezarle a su manera, y que ella creía tan aceptable como sus confituras; pero el infeliz, a causa de la simplicidad de su carácter, lo intentó muy torpemente. La separación no se hizo, pues, sin tiranteces y picoterías, a las cuales el abate Birotteau procuró mostrarse insensible.

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