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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (28 page)

—Tú has estudiado más manuscritos de alquimia que yo.

—Quizás —admitió Matthew—, pero eso no quiere decir que los comprenda tan bien como tú. Lo que todos los manuscritos que he visto tienen en común, sin embargo, es una confianza total en que el alquimista puede ayudar a una sustancia a transformarse en otra, creando nuevas formas de vida.

—Eso se parece a la evolución —dije inexpresivamente.

—Sí —aceptó Matthew en voz baja—, se parece mucho.

Nos trasladamos a los sofás, y yo me acurruqué hecha un ovillo en el fondo de uno, mientras Matthew se recostó en un lado de otro, con sus largas piernas estiradas delante de él. Afortunadamente, él había traído el vino. Cuando nos pusimos cómodos, fue el momento de desvelar más información sincera entre nosotros.

—Conocí a una daimón, Agatha Wilson, en Blackwell’s, la semana pasada. Según Internet, es una diseñadora famosa. Agatha me dijo que los daimones creen que el Ashmole 782 es la historia de todos los orígenes…, incluso del de los humanos. Peter Knox me contó una historia diferente. Me dijo que era el primer grimorio, el origen del poder de todas las brujas. Knox cree que el manuscrito contiene el secreto de la inmortalidad —afirmé, mirando directamente a Matthew— y el de cómo destruir a los vampiros. He escuchado las versiones de los daimones y de las brujas de esta historia…, ahora quiero la tuya.

—Los vampiros creen que el manuscrito perdido explica nuestra longevidad y nuestra fuerza —aclaró—. En el pasado, nuestro miedo era que este secreto, si caía en manos de las brujas, conduciría a nuestro exterminio. Algunos temen que la magia tenga algo que ver en nuestra creación y que las brujas pudieran encontrar una manera de alterar esa magia y destruirnos. Parece que esa parte de la leyenda podría ser cierta. —Exhaló sin hacer ruido, con aspecto de estar preocupado.

—Todavía no comprendo por qué estás tan seguro de que ese libro de los orígenes, contenga lo que contenga, está escondido dentro de un libro de alquimia.

—Un libro de alquimia podría ocultar estos secretos a la vista de todos, exactamente de la misma manera que Peter Knox esconde su identidad como mago bajo el disfraz de ser un experto en ciencias ocultas. Creo que fueron los vampiros los que se enteraron de que el libro era de alquimia. Es algo que encaja de manera tan perfecta que difícilmente puede ser una coincidencia. Los alquimistas humanos parece que entendieron lo que es ser un vampiro cuando escribieron sobre la piedra filosofal. Convertirnos en vampiros nos vuelve casi inmortales, nos hace ricos a la mayoría de nosotros y nos da la oportunidad de acumular conocimientos y aprendizajes inimaginables.

—Ésa es la piedra filosofal, precisamente. —Las similitudes entre esta sustancia mítica y la criatura sentada delante de mí eran sorprendentes… y escalofriantes—. Pero, de todos modos, es difícil imaginar que un libro semejante realmente exista. En primer lugar, todas las historias se contradicen entre sí. ¿Y quién sería tan estúpido como para poner tanta información en un solo sitio?

—Como ocurre con las leyendas sobre vampiros y brujas, por lo menos hay algo de verdad en todas las historias acerca del manuscrito. Sólo tenemos que descubrir qué es ese algo y quitar el resto. Entonces empezaremos a comprender.

El rostro de Matthew no mostraba señal alguna de engaños o de evasivas. Alentada por su uso de la primera persona del plural, «nosotros», decidí que se había ganado más información.

—Tienes razón acerca del Ashmole 782. El libro que has estado buscando está dentro de él.

—Sigue —dijo Matthew con suavidad, tratando de controlar su curiosidad.

—Aparentemente es un libro de alquimia. Las imágenes tienen errores, o equivocaciones deliberadas…, todavía no puedo decidir cuál de las dos cosas. —Me mordí el labio al concentrarme, y sus ojos se fijaron en el lugar donde mis dientes habían sacado una gotita de sangre a la superficie.

—¿Qué quieres decir con eso de que «aparentemente es un libro de alquimia»? —Matthew se llevó la copa a la nariz.

—Se trata de un palimpsesto, pero la tinta no ha sido lavada. La magia esconde el texto. Casi no pude ver las palabras, pues están muy bien escondidas. Pero cuando pasé una de las páginas, la luz estaba en el ángulo adecuado y pude ver líneas de escritura que se movían por debajo.

—¿Pudiste leerlas?

—No. —Sacudí la cabeza—. Si el Ashmole 782 contiene información acerca de quiénes somos, cómo llegamos a ser y cómo podríamos ser destruidos, está sepultada muy profundamente.

—Y está bien que siga sepultada —dijo Matthew sombríamente—, por lo menos por ahora. Pero se acerca rápidamente el tiempo en que vamos a necesitar ese libro.

—¿Por qué? ¿Qué lo hace tan urgente?

—Prefiero mostrártelo, antes que decírtelo. ¿Puedes venir a mi laboratorio mañana?

Asentí con la cabeza, perpleja.

—Podemos ir allí después de comer —sugirió, poniéndose de pie y estirándose. Habíamos vaciado la botella de vino durante esta charla de secretos y orígenes—. Es tarde. Debo irme.

Matthew agarró el pomo de la puerta y lo giró. Se oyó un chasquido y el pestillo se abrió con facilidad.

Frunció el ceño.

—¿Has tenido algún problema con la cerradura?

—No —respondí, moviendo el mecanismo hacia dentro y hacia fuera—. No, que yo sepa.

—Deberías mandar que vengan a revisarlo —sugirió, todavía moviendo la cerradura—. Podría quedarse abierto si no lo haces.

Cuando levanté la vista de la puerta, vi que una emoción que no podría identificar le cruzaba la cara.

—Lamento que la noche haya terminado de manera tan seria —dijo suavemente—. De verdad, he pasado una velada encantadora.

—¿La cena te ha gustado realmente? —quise saber. Habíamos hablado de los secretos del universo, pero a mí me preocupaba más su estómago.

—Ha estado más que bien —me aseguró.

Mi cara se relajó ante sus bellas y antiguas facciones. ¿Cómo podía la gente pasar junto a él en la calle y no quedarse con la boca abierta? Antes de que pudiera detenerme, los dedos de mis pies estaban agarrando la vieja alfombra y me estaba alzando para darle rápidamente un beso en la mejilla. Sentí su piel suave y fría como la seda, y noté mis labios inusitadamente cálidos sobre su carne.

«¿Por qué has hecho eso?», me pregunté a mí misma, bajando de las puntas de mis pies con la vista fija en el pomo para esconder mi confusión.

Todo terminó en pocos segundos, pero como había comprobado después de usar la magia para bajar
Notas e Investigaciones
del estante de la Bodleiana, unos pocos segundos era lo único que se necesitaba para cambiarle la vida a uno.

Matthew me observó. Como no mostré ninguna señal de histeria ni tendencia a ella, se inclinó hacia mí y me besó lentamente, con lengua, a la manera francesa. Su cara rozó la mía y él bebió mi olor de savia de sauce y madreselva. Cuando se enderezó, los ojos de Matthew parecían más nublados que de costumbre.

—Buenas noches, Diana —se despidió con una sonrisa.

Unos instantes después, apoyada contra la puerta cerrada, vi que el número uno brillaba intermitentemente en mi contestador automático. Afortunadamente, el volumen de la máquina estaba apagado.

La tía Sarah quería hacer la misma pregunta que yo me había hecho a mí misma.

Simplemente no quería responder.

Capítulo
13

M
atthew pasó a recogerme después de comer. Era la única criatura entre los lectores humanos del ala Selden. Mientras me acompañaba por debajo de las vigas pintadas y decoradas, me interrogó sobre mi trabajo y sobre lo que estaba leyendo.

Oxford se había vuelto decididamente fría y gris, y alcé el cuello de mi abrigo para protegerme, temblando en medio del aire húmedo. Matthew no parecía sentirlo y ni siquiera llevaba abrigo. El clima sombrío lo hacía parecer menos llamativo, pero no era suficiente como para que pasara completamente inadvertido. La gente se daba la vuelta y lo miraba en el patio central de la Bodleiana, y luego sacudían la cabeza.

—Atraes la atención —le dije.

—Me olvidé de ponerme el abrigo. Pero no me miran a mí, sino a ti. —Me dirigió una sonrisa deslumbrante. Una mujer se quedó boquiabierta y le dio un codazo a su amiga, inclinando la cabeza en dirección a Matthew.

Me reí.

—Estás muy equivocado.

Nos dirigimos hacia el Keble College y a los parques de la universidad, para girar a la derecha en la Rhodes House antes de entrar en el laberinto de edificios modernos dedicados al laboratorio y a los espacios para los ordenadores. Construidos a la sombra del Museo de Historia Natural, aquella enorme catedral victoriana de ladrillo rojo dedicada a la ciencia era un monumento de arquitectura contemporánea funcional y carente de imaginación.

Matthew señaló hacia nuestro objetivo —un edificio insulso de planta baja— y buscó en su bolsillo una tarjeta de identidad de plástico. La pasó por el lector en la puerta y marcó una serie de claves con dos secuencias diferentes. Cuando la puerta se abrió, me hizo pasar al puesto del vigilante, en donde me registró como invitada y me entregó un pase para que lo colgara en mi jersey.

—Parecen demasiadas medidas de seguridad para un laboratorio de la universidad — comenté jugueteando con el pase.

La seguridad fue aumentando a medida que recorríamos los metros de corredores que de alguna manera habían logrado construir detrás de la modesta fachada. Al final de un pasillo, Matthew sacó del bolsillo otra tarjeta diferente, la pasó y puso su dedo índice sobre un panel de cristal junto a una puerta. Del panel salió un zumbido y apareció un teclado táctil en su superficie. Matthew pulsó con rapidez las teclas numeradas. La puerta hizo clic y se abrió en silencio y se notó un olor limpio y ligeramente aséptico, que recordaba a los hospitales y a las cocinas profesionales vacías. Venía de espacios continuos de azulejos, acero inoxidable y equipos electrónicos.

Una serie de habitáculos con paredes de cristal se extendía delante de nosotros. En uno había una mesa redonda para reuniones, un monitor que era un monolito negro y algunos ordenadores. En otro había un viejo escritorio de madera, una silla de cuero, una enorme alfombra persa que debía de valer una fortuna, teléfonos, fax y todavía más ordenadores y monitores. Más allá había otras estancias que contenían filas de archivos, microscopios, frigoríficos, autoclaves, estantes sobre estantes de probetas, centrifugadoras y docenas de aparatos e instrumentos irreconocibles.

Toda la zona parecía vacía, aunque desde algún sitio llegaban suaves notas de un concierto de violonchelo de Bach y algo que se parecía mucho al último éxito de los ganadores del festival de Eurovisión.

Cuando pasamos junto a dos despachos, Matthew señaló el que tenía la alfombra.

—Mi despacho —explicó.

Me condujo luego hacia el primer laboratorio a la izquierda. En cada superficie se veía alguna combinación de ordenadores, microscopios y recipientes con muestras organizados cuidadosamente en estantes. Archivadores recubrían las paredes. Uno de los cajones tenía una etiqueta en la que podía leerse «<0».

—Bienvenida al laboratorio de historia. —La luz azul hacía que su cara pareciera más blanca y su pelo más negro—. Aquí es donde estamos estudiando la evolución. Reunimos muestras físicas de antiguos enterramientos, excavaciones, restos fósiles y seres vivos, y extraemos ADN. —Matthew abrió otro cajón y sacó una serie de carpetas—. Somos sólo un laboratorio entre centenares en todo el mundo que usan la genética para estudiar los problemas del origen y extinción de las especies. La diferencia entre nuestro laboratorio y el resto es que la de los humanos no es la única especie que estamos estudiando.

Sus palabras resonaron frías y claras alrededor de mí.

—¿Estás estudiando la genética de los vampiros?

—Y también la de las brujas y la de los daimones. —Matthew enganchó con el pie un taburete con ruedas y me sentó en él delicadamente.

Un vampiro con altas zapatillas negras Converse apareció corriendo por una esquina y frenó ruidosamente mientras se quitaba un par de guantes de látex. Tenía poco más de veinticinco años, pelo rubio y ojos azules como un surfista californiano. De pie junto a Matthew, su altura y complexión hacían que pareciera pequeño, pero su cuerpo era enjuto y lleno de energía.

—AB negativo —dijo, observándome con admiración—. Vaya, un hallazgo excelente. —Cerró los ojos y aspiró profundamente—. ¡Y además, bruja!

—Marcus Whitmore, te presento a Diana Bishop, profesora de Historia en Yale. —Matthew frunció el ceño mirando al vampiro más joven—. Y está aquí como invitada, no para recibir pinchazos.

—¡Ah! —Marcus pareció desilusionado; luego su rostro se iluminó—. ¿Le molestaría si le saco una muestra de sangre de todos modos?

—En realidad, sí me molestaría. —No tenía ningún deseo de ser pinchada por un vampiro chupasangres.

Marcus silbó.

—Ésa sí que es una reacción de combate o huida, doctora Bishop. Huela esa adrenalina.

—¿Qué sucede? —preguntó una ya familiar voz de soprano. La diminuta figura de Miriam se hizo visible unos segundos después.

—La doctora Bishop se siente un poco abrumada por el laboratorio, Miriam.

—Lo siento. No me di cuenta de que era ella —se disculpó Miriam—. Tiene un olor diferente. ¿Es adrenalina?

Marcus asintió con la cabeza.

—Así es. ¿Eres siempre así? ¿Envuelta en adrenalina y ningún sitio adonde ir?

—¡Marcus! —Matthew podía hacer una advertencia que helaba los huesos con una cantidad notablemente ínfima de sílabas.

—Desde que tenía siete años —dije, mirándolo directamente a sus impresionantes ojos azules.

Marcus silbó otra vez.

—Eso explica muchas cosas. Ningún vampiro podría ignorar eso. —Marcus no se estaba refiriendo a mis características físicas, aunque hizo un gesto en dirección a mí.

—¿De qué estás hablando? —pregunté. La curiosidad era más fuerte que mis nervios.

Matthew se arregló el pelo en las sienes y le lanzó a Marcus una mirada tan furiosa que podría cuajar la leche. El vampiro más joven se mostró displicente e hizo crujir los nudillos. El agudo ruido me sobresaltó.

—Los vampiros son depredadores, Diana —explicó Matthew—. Nos atrae la reacción de combate o huida. Cuando las personas o los animales se ponen nerviosos, podemos olerlo.

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