Anoche soñé contigo

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Authors: Gemma Lienas

Primera edición: noviembre de 2010

Primera edición en digital: mayo de 2012

 

© Gemma Lienas, 2001, 2010

www.gemmalienas.com

gemmalienasmassot.blogspot.com

 

© de esta edición: Grup Editorial, 62, S.L.U., El Aleph Editores

elalepheditores.com/grup62.com

 

ISBN: 978-84-15325-36-9

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A Enric Banda

 

 

 

 

 

Qué alegría, vivir

sintiéndose vivido.

Rendirse

a la gran certidumbre, oscuramente

de que otro ser, fuera de mí, muy lejos

me está viviendo.

 

P
EDRO
S
ALINAS
,
La voz a ti debida

 

 

 

 

 

Agradecimientos:

A Octavi Quintana Trías, por sus tres lecturas, por sus críticas, reflexiones y objeciones, sin las que esta novela volaría más bajo. Y, también, por su amistad.

A Marta Vilagut, a Javier López Facal y a Anna Maria Casassas, como siempre, por su atenta lectura, sus sabias críticas y su aliento constante.

A Montse Demestre y José Manuel Fortuño, por su paciente ayuda en temas de biología marina.

A Miquel de Palol, por las conversaciones sobre literatura, que iluminaron algunos aspectos de esta novela.

A David Lienas Toro, Lara Toro Lienas, Paulina Fariza, Isabel Ramírez de Arellano, Bibiana Lienas Massot, Alicia Cora, Silvia Llorca, Agustín Olano, Salvador Pueyo, Flora Ojeda, Manel Fernàndez, Xavier Bellés, Dominique Gros, Philippe Chesnel, por las informaciones que sobre diversos temas me fueron proporcionando o por sus útiles críticas.

I

 

 

 

 

¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿Dirélo?

Sí, pues que sueño fue, que te gozaba;

¿y quién sino un amante que soñaba,

juntara tanto infierno a tanto cielo?

 

Mis llamas con tu nieve y con tu hielo,

cual suele opuestas flechas de su aljaba,

mezclaba Amor, y honesto las mezclaba,

como mi adoración en su desvelo.

 

Y dije: «Quiera Amor, quiera mi suerte,

que nunca duerma yo, si estoy despierto,

y que si duermo, que jamás despierte.»

 

Mas desperté del dulce desconcierto,

y vi que estuve vivo con la muerte,

y vi que con la vida estaba muerto.

 

F
RANCISCO
DE
Q
UEVEDO

 

 

 

 

 

Me resulta insoportable despertar con la emoción que él me provoca y no conservar, en cambio, ni el más pequeño recuerdo de su identidad. ¿Tú te lo explicas? Todos los detalles quedan en la memoria de mi cuerpo, excepto su rostro o su nombre. Puedo notar su mirada traspasando mis pupilas hasta hundirse en mi interior. Sé hasta qué extremo sus ojos me turban: al principio aguanto el reto pero, de pronto, trastabilleo y ya no hago pie. La profundidad de esa mirada no se me olvida, aunque no pueda identificar el color de sus ojos. ¿Qué más puedo decirte? ¿Que conozco la suavidad de sus cabellos? ¿Que mis labios guardan su sabor? Sería capaz de describirte tantas sensaciones... Y, sin embargo, no sé quién es.

Pero imagino que debe de ser alguien a quien conozco bien, ¿no crees? ¿Cómo, si no, podría penetrar en mi sueño para clavarse en cada pedacito de mi piel? ¿Pero quién es? ¿Quién es ese hombre que, a pesar de no dar la cara, se hace con mi cuerpo y lo doma a su aire hasta dejarlo cercano a la apoteosis final?... Eso me gustaría saber a mí: ¿qué ocurriría si no despertase justo antes del último estallido, justo antes de gritar, ¡Evohé, evohé!?... Deberías leer a Cortázar.
Rayuela
, capítulo sesenta y ocho. Ese fragmento de la novela —no más allá de veintiuna líneas— empieza igual que lo hace el desconocido de mi sueño. Así: apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. ¿Me explico? O mejor: aunque con palabras incomprensibles, es diáfana la descripción de Cortázar, ¿no? En fin... Sí. Mucho mejor ser arrancada del sueño a tiempo de ahorrarle un espectáculo a Alberto, que duerme como un bendito a mi lado y juzgaría, si no inadmisibles, por lo menos inexplicables, mis gritos orgiásticos en plena noche.

¿Otra taza de té? Cualquiera diría que en lugar de esta inocente infusión nos estamos poniendo ciegas de alcohol de noventa y seis grados y por eso vomitamos confesiones, una tras otra, sin mucho pudor. Desde luego, no nos corresponde... Sí, sigo.

La impresión que me deja es tan vívida que, al olerme las manos, parece que exhalan su olor... ¡No te rías! Sé que parece imposible, pero así es. Mis dedos conservan un olor marino, como si hubiesen jugado con algas... ¡Oh, vamos! No te burles. No es una deformación profesional, no son ensueños de una bióloga, te lo aseguro. Claro, no me refiero a que realmente mis dedos desprendan ese aroma sino a que... a que intuyo las humedades marinas que él ha dejado, ¿sabes? Y mi piel todavía conserva, mezclada con la mía, la humedad de la suya. Y siento la presión de su cuerpo sobre el mío o bajo el mío, según... Durante los primeros minutos, me resulta imposible entender —y aceptar— que acabo de salir de un sueño y que la realidad, mi realidad, es ese señor que ronca débilmente a mi lado. ¿Entiendes? Pienso que Alberto forma parte del sueño y que lo real es lo que acabo de dejar atrás. Ese amante... Ese amante de mi metamorfosis. Pero no. El mundo de verdad es el de los ronquidos, el de la calma chicha de nuestra habitación, el de los devaneos literarios de Édgar y el de las metas claras de María...

Ha sido una idea magnífica venirnos a trabajar a mi estudio, aunque no lo estemos aprovechando para redactar los informes de la Unión Europea sino para las confidencias mutuas. ¡Qué curioso que hayamos necesitado salir del instituto para contarnos esas intimidades! Como si las celdillas monacales que son nuestros despachos, como si su severo mobiliario, sólo invitasen a la investigación, ¿verdad? ¡Y cómo me has sorprendido con tu historia! Jamás lo hubiera figurado... Claro que nunca me había entretenido en inventarte un pasado amoroso. Primero, porque pareces haber estado siempre interesada sólo en tu actividad científica. Y segundo, porque no es mi estilo andarle imaginando historias de amor a la gente. Pero ha sido estupendo que —vete a saber si estimulada por ese té a la hierbabuena— me hayas confesado esa pasión.

¡Ay! Supongo que debo de haberme dicho: ¡confidencia por confidencia! Y, sin darme cuenta, he ido contándote algo que, ya despierta y a plena luz del día, ni yo misma me atrevo a mirar de frente. Ésa es la otra razón por la que ese sueño me parece detestable. ¿Cómo una parte de mí es capaz de traicionar a mi otro yo? ¿Por qué, siendo una mujer nada frívola, ni sentimental, tengo ese sueño recurrente tan... tan lúbrico —no se puede expresar de otro modo—?

A veces me pregunto quién soy yo. No, no pongas esa cara. Verás, ¿yo soy esa mujer juiciosa que tú conoces o soy esa otra mujer apasionada que se despierta en mitad de la noche con el cuerpo cubierto de sudor y el corazón latiendo aceleradamente?

Desde hace mucho, ese sueño se repite de vez en cuando de forma muy parecida. Fíjate qué rareza: soñar lo mismo a lo largo de... ¿Cuántos años deben de ser ya? Probablemente unos veinte. Pues, eso, soñar lo mismo con ligeras variaciones. El escenario ha ido cambiando con el tiempo, pero se trata siempre de un sitio solitario. Al principio fue un islote abandonado, de blanquísimas arenas calcáreas, en mitad de un mar turquesa; el Caribe, supongo. Luego, un refugio de alta montaña. Todo de madera clara, abedules y arces a través de las ventanas. Ahora, el camarote de un barco. A nuestro alrededor tiene lugar un cataclismo: un maremoto, un alud, una vía de agua en el casco del buque... No te rías, por favor. Sé que debo de parecerte como mínimo un personaje salido de las manos del dibujante Quino. Felipe, por ejemplo, ese procrastinador de imaginación delirante, que a base de inventar las más extravagantes aventuras consigue no hacer nada de lo que tiene que hacer. Bueno, pues, su capacidad de fabulación queda corta comparada con la mía... ¿Qué dices? ¡Menuda forma de interpretarlo! No conocía tu vocación de psicoanalista, si no, quizás no te hubiera abierto mi alma para que bucearas en ella. De modo que, según tú, elijo un lugar solitario para que no haya testigos de mis correrías, y me sitúo en el centro de una catástrofe porque la posibilidad de un desenlace fatal me impulsa a satisfacer un deseo que en circunstancias normales dejaría insatisfecho, ¿no es así, mi querida Freud rediviva?

Bueno, ¿sigo contando o lo dejo? De acuerdo, de acuerdo. Estamos los dos solos, desnudos. Yo no me veo, aunque sé que estoy ahí, sintiendo con una intensidad que —te lo aseguro— jamás me proporciona la vida real. A él lo noto —ya te lo he dicho— y, sin embargo, no percibo de él más que sombras. Noto su aliento cálido y húmedo junto al cuello cuando me habla en susurros, más por la emoción contenida que por el riesgo de ser descubiertos. Noto sus manos recorriendo mi cuerpo y explorando territorios aún vírgenes. Noto el calor de su piel pegándose a la mía. Pero, sobre todo, noto mi propia excitación por un placer anticipado y desconocido —por lo menos desconocido en cuanto a su magnitud—. No sé si me explico. Es... es como un terremoto de 8,9 en la escala de Richter... ¡No! ¡No exagero en absoluto! Puedes creerlo: despierta, jamás he vivido una conmoción de tal calibre. Claro que Alberto nunca me ha acariciado de ese modo, ni lamido cada pedacito de mi piel por escondido que esté, ni aceptado que yo lo cabalgue, ni expresado placer casi perdiendo el control... ¿Decírselo? Bueno, alguna vez lo intenté, pero resultó contraproducente: hablar de ello lo inhibía más. Ahora hace ya muchísimo que no comentamos ninguna dificultad. He terminado por incorporar sus hábitos; he hecho una adaptación... bastante afortunada, creo yo.

Voy, voy. Hija, no te impacientes, si ya casi termino. Entonces, despierto. Justo cuando estoy a punto, ¿me explico? ¡Terrible! Noto cómo mi cuerpo se contrae, mis piernas están tensas, las puntas de los pies presionan hacia abajo, mi corazón late muchísimo más rápido, mi respiración se acelera, siento mi rostro congestionado...

¡Oh, maldita canción! ¿La oyes? No sabes cómo la odio. Incluso en pleno corazón de enero, con las ventanas cerradas, no consigo librarme de ella...

 

Anoche, anoche soñé contigo,

soñé una cosa bonita,

qué cosa maravillosa,

¡ay! Cosita linda, mamá.

 

Soñaba, soñaba que me querías,

soñaba que me besabas

y que en tus brazos dormí.

¡Ay! Cosita linda, mamá.

 

Soñaba, soñaba que me querías,

soñaba que me besabas

y que en tus brazos dormí.

¡Ay! Cosita linda, mamá.

 

Chiquita, qué lindo tu cuerpecito,

bailando este meneíto,

yo sé que tú me dirás:

Ay, merecumbé pa'bailar.

 

Divina. He estado divina, como siempre, me dicen. Y a mí, sin embargo, no me cuesta ningún esfuerzo mecerme al compás de la música. Sólo tengo que dejarme llevar... Será que una ha nacido para eso, que llevo el baile en la sangre, vamos. Siempre supe que ése era mi destino. Tantos años suspirando por que un productor me descubriera y, ya ves, tú, con aparecer en «Usted es nuestra estrella», ¡bingo! Me contratan como bailarina principal para esa coreografía. ¡Jolín! ¡Cuantísima razón tenía Florita...! La pobre, tanto insistir: que llama al concurso, que quién sabe si ésa no va a ser la oportunidad de tu vida, que con tu gracia para moverte, que si para aquí, que si para allá... Y una, como una boba, sin decidirse. ¡Mucho antes tenía que haberle hecho caso!

Y el teatro siempre lleno. Me dicen que gracias a mí. Ya será menos, ¿no?, les contesto. Que las otras de la compañía, aunque no sean las estrellas, también ponen su granito de arena, ¿no, tú? ¡Ay, qué ganas de entrar en el camerino y sentarme un rato! Me duele hasta el alma de tanto bailar... ¡Oh! ¡Qué alivio! Jolín, con los malditos zapatos. Y el caso es que resultan bárbaros, bárbaros. Con ese tacón de aguja, tan fino, tan alto... ¡Hay que ver lo guapa que estoy subida en ellos! Y muy esbelta, dónde vas a parar. Aunque no sea lo más cómodo para andar con piruetas sobre un escenario...

Flores, flores, flores... ¡Jope! Más que un camerino parece una floristería, me suelta con envidia Angelines, las pocas veces que consigue venir hasta el teatro. Cómo es su Pepe, siempre amarrándola en casa... Angelines tiene más razón que un santo... Rosas rojas, tulipanes amarillos —uno que no sabe que ése es el color de la mala suerte; ¡niño, sácalos de ahí!—, jazmines azules, orquídeas blancas... Y montones de tarjetas... Tantas como ramos, claro. Y tantas como admiradores.

Esmeralda... Lo que me ha costado acostumbrarme a mi nombre artístico... Al productor no le parecía que Mari Loli o Lolín o Lola o Dolores tuvieran ningún gancho, o sea que, Esmeralda. Esmeralda, es usted la mujer de mi vida. Mis noches están llenas de sueños en los que usted baila sólo para mí. ¡Qué fino, el hombre! Esmeralda, por un beso tuyo, mi vida entera daría. ¡Qué poético! ¡Qué bien hablan algunos o, mejor, qué bien escriben! Esmeralda, no hago más que pensar en ti. Mi existencia sólo tendrá sentido si me recibes en tu camerino, si me permites besar la punta de tus dedos. Esmeralda, atiende a mis ruegos, de lo contrario, me quitaré la vida. ¡Qué dramático! Una no quisiera provocar la muerte de un hombre...

¡Ah, pero ésta...! Ésta es la que de verdad me importa. La de él. Esmeralda, joya de mi vida, voy a poner una en la tuya. ¡Pordiós! ¡Menudo pedrusco! Le habrá costado una fortuna... ¡Jolín! Hay que ver, cuantísimo me quiere. ¡Qué cielo de hombre...! Y tan guapo, tan tierno, tan cariñoso, que casi, casi, no parece de verdad. ¡Qué anillo tan divino! El gusto que tiene para todo. Además, que me da todos los caprichos. Luz de mi vida, me llama. Y no le importa esa larguísima fila de admiradores. Al revés, como que le gusta. Se siente más importante porque lo prefiero a los demás. ¡Cuidado que eres pavita!, me dice Estrella cuando me ve chocheando por él. Ya estás a vueltas con el amor. Tú no tienes remedio. Déjate querer por todos, mujer. ¿Para qué vas a elegir a uno, pudiendo montártelo con tantos? ¡Ay!, pero el amor es el amor, le digo yo.

Anda, niño, tráeme una copa de champán mientras me retoco el maquillaje, que falta ya poco para el siguiente número. ¡Ay, cómo me pirra esta bebida! Cada noche me tomo mi copita, no como antes, que sólo muy de vez en cuando me podía dar el gustazo... Que sí, que ya voy, que me maquillo un poco. A ver, pintar los labios... la brocha con los polvos para matar el brillo de la piel... Sí, estoy bien. Ya, ya he oído el timbre. ¡Voy!

¡Voooooooooooooy, Anabelén! No grites, que la mama ya viene, que vas a despertar a la pobre María. ¡Joder!, con la maldita perra, casi me caigo por su culpa. Lárgate, chucho, que me tienes hasta las pestañas, ¡caray! A ver, ¿qué le pasa, a mi nena? Cuéntaselo a la mama.

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