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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (7 page)

—Alberto, ¿me oyes? —subió el tono para irrumpir en los pensamientos de él.

—Perdona, ¿decías?

Olga suspiró.

—Apago la radio —dijo apretando el botón—. No soporto esta canción y creo que tú no la estás escuchando.

—No. Tienes razón. Andaba perdido en mis problemas... Perdona.

Claro, era eso. Debía de estar muy liado instalando el ciclotrón.

—¿Cómo tenéis el proyecto? —se interesó Olga.

—¿El proyecto? —Alberto vaciló unos instantes—. ¡Ah, el proyecto! Bien. Faltan pocos meses para la inauguración del Centro Omega, pero vamos sobre calendario, cosa rara.

—¿Y el trabajo de investigación?

—Bien. Teresa y yo casi hemos terminado la memoria. Nos queda ajustarla un poco y mandarla. Y cruzar los dedos para que nos adjudiquen la ayuda para desarrollar el trabajo.

Luego, cuando ya enfilaban la salida de la Ronda Litoral, Albertó preguntó cómo había ido la campaña.

—Bien. Muy bien, la verdad. Hemos obtenido todas las muestras que necesitábamos. Ahora sólo nos queda procesar los datos, establecer las conclusiones, redactar el informe final para la comisión, escribir el abstract, presentar los resultados en el
workshop
de julio, publicar artículos... Ya sabes, casi nada —se rió Olga.

—Estupendo. Misión cumplida —contestó él, lanzándole una mirada amistosa.

Olga suspiró y se retrepó en el asiento. Ése ya era el Alberto de siempre: interesado y atento. Aunque, desde luego, no iba a cometer el error de preguntarle si recordaba el objetivo de la campaña. Estaba segura de que no tendría ni idea. Comprendía perfectamente que su marido olvidase en qué consistían sus especulaciones profesionales. También ella memorizaba con precariedad el cómo y el porqué de las de él. Por ejemplo, todo lo referido al ciclotrón, pese a que se lo había explicado por lo menos en dos ocasiones, cuando le encargaron la puesta en marcha del proyecto y cuando se reunió con Teresa para discutir un posible trabajo con la intención de acceder a las ayudas de la principal industria fabricante de prótesis. No, mejor no indagar mucho porque se vería obligada a repetir que el objetivo de la campaña consistía en determinar el impacto de las artes de pesca de arrastre sobre los sedimentos y la comunidad bentónica. Entonces, con aire falsamente compungido, como quitándole importancia a la pregunta, querría saber qué era exactamente la comunidad bentónica. ¡Uf! Édgar y María retenían sus explicaciones muchísimo mejor que él.

—¿Podréis demostrar que las artes de arrastre son nefastas para los bichos del fondo del mar? —dijo Alberto, frenando ante un semáforo en rojo.

¡Uno a cero, Monegal! Creías que no tenía ni idea, ¿eh? Pues, toma.

—Creo que sí lo podremos probar.

—¿El problema, cuál es exactamente?

—Tú sabes que la flota de arrastre sólo está permitida a partir de cincuenta metros, ¿verdad?

—¿A cincuenta de la costa?

—No. A cincuenta de profundidad, que traducido en distancia a la costa resulta variable. Por ejemplo: en la Costa Brava, rápidamente se alcanza esa profundidad porque la plataforma continental es muy estrecha y la pendiente del talud es muy abrupta, de modo que la flota faena relativamente cerca de la costa. En cambio, en el delta del Llobregat, por ejemplo, y muy especialmente en el delta del Ebro, los cincuenta metros de profundidad se hallan algo más mar adentro.

—Ajá —murmuró Alberto, y entró la primera. El coche arrancó suavemente.

—Hace ya tiempo, nos dimos cuenta de que, por donde había pasado la flota de arrastre, la comunidad bentónica estaba destrozada. También advertimos que, a menudo, el límite de cincuenta metros no se respetaba. Por ejemplo, cerca del delta del Ebro y en muchas zonas de la franja litoral, las praderas de posidonias a treinta metros de profundidad habían desaparecido, lo que era un indicador claro de transgresión de la norma.

—Ya. ¿Y las posidonias tienen una gran importancia?

—Pues, claro que la tienen. —Olga lo miró con fingida severidad—. Es una fanerógama íntimamente ligada a los salmonetes, las doradas, los sargos, y el desove de muchos invertebrados. Si desaparecen las posidonias...

—... desaparecen los peces.

—Eso es lo que pretendemos demostrar.

Alberto gimió, medio en serio, medio en broma.

—¡Oh, no! Quiera san Linneus, patrón de los taxonomistas, que saquéis pronto alguna conclusión y podáis evitar que las flotas de arrastre esquilmen el Mediterráneo.

—Ojalá. Porque, ¡con lo que te gusta el pescado...! Bueno, en definitiva, se trataba de demostrar que los sedimentos y la comunidad bentónica son perturbados, no sólo de manera inmediata sino también a medio y largo plazo, por el surco originado por las dos puertas del arte, es decir, las patas que arrastran la red.

—Pero los sedimentos no son competencia vuestra, ¿no?

—No. En este proyecto nos hemos asociado con geólogos de la Universidad de Barcelona; el equipo de Álex, ¿te he hablado de él, no? —y, viendo que él asentía, prosiguió—: Ellos han tomado las muestras de sedimentos, mientras nosotros nos ocupábamos de los organismos.

—De modo que en el grupo había biólogos del consejo y geólogos de la universidad, ¿no es eso?

Olga tuvo un ligero sobresalto. No sólo los geólogos, sino también los geofísicos. Jorge, sobre todo. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para apartar de su mente el efecto mariposa y seguir hablando con su marido:

—También había un grupo de geofísicos de la Universidad Autónoma, que realizaba mediciones gravimétricas.

—¿Qué relación tienen esas mediciones con vuestro estudio?

—Ninguna, pero, al coincidir ambas campañas en el tiempo y el espacio, el comité evaluador de solicitudes nos asignó el
Hespérides
a la par.

Alberto había detenido el coche frente a la entrada del garaje. Accionó el pequeño mando a distancia para abrir la puerta.

—Bien. De modo que, por un tiempo, se acabaron los buques oceanográficos y la navegación, ¿no? —dijo, mientras entraba la primera y descendía la rampa con precaución.

—Pues sí.

—Hemos llegado, señora —le sonrió Alberto, apagando el motor.

—Tenía ganas de estar en casa. Y muchas ganas de verte...

—Y yo a ti.

Otra vez tuvo Olga la sensación de que algo chirriaba. Ese yyoati había sonado forzado, poco sincero, nada digno de su complicidad. Aunque también podían ser sólo manías suyas, porque cuando estaba exhausta, como ahora mismo, interpretaba torticeramente cualquier cosa.

—... y de ver a los niños.

—A los niños... Cariño, cada vez van teniendo menos de niños y más de adultos —resopló Alberto mientras sacaba el equipaje del maletero.

—No exageres, anda. Si Édgar sólo tiene quince y María, trece. Por cierto, ¿qué tal se ha portado Édgar?

Cargados con los bultos, echaron a andar hacia el ascensor.

—Como un estúpido. Si ése no tiene remedio.

—Vamos, ya estás exagerando de nuevo —respondió Olga apretando el botón del primer piso.

—¡Qué más quisiéramos que se tratara sólo de una exageración mía! No, mira, ya no sé si ese chaval está gilipollas perdido o, simplemente, lo es.

—Sólo lo está, Alberto. Ha entrado de lleno en la adolescencia, y eso es un estado transitorio —respondió ella con buen humor.

¡Tres semanas alejada de Édgar-adolescente daban para olvidarse de lo borde que podía llegar a ser!

—Ojalá no te equivoques.

Abrieron la puerta del piso y, casi inmediatamente, percibieron un revoloteo de alas. Un periquito azul se posó sobre el hombro de Olga para emprenderla a delicados picotazos con el lóbulo de su oreja.

—¡Dulcinea! ¿Qué haces fuera de la jaula?

Al grito, Dulcinea salió volando por el pasillo, delante de ellos, hasta entrar en la sala-comedor, donde se detuvo sobre la lámpara central.

—Pero, bueno —rezongó Olga abandonando el equipaje y corriendo en pos del pájaro—, ¿puede saberse a quién se le ha ocurrido dejarla suelta?

—¡¿A quién va a ser?! Al gilipollas transitorio, claro.

—¿Cómo se le habrá ocurrido?

—¡Vaya una pregunta inútil! —respondió Alberto, encaramado a una silla tratando de atraer la atención de la pájara—. Si sólo tiene ocurrencias estupendas como ésta... Anda, ven aquí, Dulcinea bonita.

El periquito voló hasta un estante del mueble que alojaba la biblioteca y corría a lo largo de una pared de la sala.

—No me vayas a picotear los libros, ¿eh, Dulcinea?, porque te corto las alas, mira qué te digo —amenazó Olga.

Alberto se reía mientras entraba en la cocina. Salió, al momento, con una hoja de lechuga. El pájaro les había dado la espalda y se interesaba por un tomo encuadernado en piel.

—Creo que le gusta Shakespeare. Fíjate —se mofó Alberto, acercándose al pájaro.

Dulcinea sucumbió al reclamo de la lechuga, y Alberto la pudo apresar.

—La primera vez costó mucho menos reducirla, ¿eh?

—Aquella vez estaba fuera de combate por el calor.

Fue en verano, un año y medio antes, pensó Olga. Hacía calor, por eso el periquito pudo entrar por una ventana abierta y aterrizar en mitad de la comida familiar. Permaneció unos instantes quieto sobre el mantel, como sorprendido por aquel extraño prado, suponiendo que un pájaro urbano tuviera idea alguna respecto a la hierba. Quizás lo llevaba inscrito en el ADN, se dijo Olga observándole picotear una miga, dar saltitos eludiendo una cuchara y, finalmente, detenerse ante Édgar, que movió la mano a toda velocidad y lo cazó. Aquella tarde, Dulcinea del Toboso —apodo impuesto por Édgar, que había empezado a estudiar literatura y ya les iba incordiando con su recién descubierta vocación de escritor— se quedó dentro de la cesta de los huevos, mientras la familia iba a comprarle una jaula de verdad. La eligieron pomposa, más que su propio piso, desde luego. No le faltaba detalle. Pues menos mal que no hemos tenido que encargar unas cortinitas... dijo Olga con sorna. Vaya, ahora que lo dices, la interrumpió Alberto, creo que sí sería buena cosa buscar una toalla vieja para taparla por las noches; por lo menos mamá siempre lo hacía con los de casa. ¡Tu madre es capaz de cualquier cosa!, pensó Olga, pero no lo expresó en voz alta: la paz familiar era más importante que un guantazo a la suegra. Después de aquella tarde, Édgar, que, a cambio de que le dejasen adoptar a Dulcinea, había prometido por lo más sagrado ocuparse de ella siempre-siempre, ignoró el significado de la palabra siempre o el de la palabra ocuparse —no se sabía cuál de ellos— y se limitó a enseñarle gracias varias, pero limpiar la jaula, comprarle mijo o llenar de agua el bebedero, de eso hubo de ocuparse Olga y, en su defecto, Olivia.

—Oye, llevo las maletas a la habitación y me siento a leer el periódico.

—De acuerdo. Yo tomaré una ducha.

Entró en el baño. Esa habitación había sido su capricho diez años atrás, cuando compraron el piso sobre planos. Alberto se empecinó en adjudicarle a ella, como estudio, la que teóricamente debía de haber sido la habitación de matrimonio. No quiero quedarme para mí una pieza tan bonita, protestó Olga. Mejor que la uses tú para trabajar, le sacarás más partido, insistió él. Era verdad que, con tan grandes y alegres ventanales sobre la terraza, hubiera sido un desperdicio utilizarla sólo de noche, y también lo era que, muchas tardes, ella se llevaba trabajo del instituto para hacerlo en casa sin interrupciones. Cuando decidieron el cambio, no sabían que el edificio de seis plantas colindante con su terraza iba a ser reconvertido, algunos años después, en un gimnasio de lo más moderno, completo y bonito de la ciudad —¡por algo lo eligió su amiga Teresa, amante de la excelencia!— y que su música iba a perturbarla a menudo. Aceptó la propuesta de Alberto, pero eso les obligó a pedir al constructor la anulación de la puerta del baño que daba al que iba a ser el despacho de Olga, y la abertura de una nueva en el pasillo. Y, ya puestos a pedir transformaciones, Olga solicitó alguna más. A saber qué te dio, ¿no, Monegal? Tú, una mujer práctica, juiciosa, mesurada, nada frívola, enemiga del efectismo... Bueno, pues se permitió un baño fastuoso, entre gaudiniano y klimtiano. Las paredes, estucadas en añil. El suelo, de tablas de madera recubiertas de pintura plástica azul celeste. Una franja de pared y la tarima sobre la que descansaba una tina de diseño, revestidas de un mosaico a base de pasta de vidrio, esmaltes de Venecia y hojas de oro mezcladas con guijarros japoneses. Una locura que Alberto secundó, si no gozoso por lo menos conforme, y que a ella le dio sentimientos de culpa y oleadas de placer a partes iguales. Le dio y le seguía dando. Además de provocarle una cierta inseguridad personal. ¿Cómo era posible que, de pronto, tuviera una inconsistencia de ese calibre? Cuando pensaba en ello, no se gustaba... Y, sin embargo, el baño la seguía pirrando. Siempre lo había vivido como un lujo, pero, sobre todo, al regresar de una campaña, después de haber pernoctado veintiún días en un camarote de cuatro metros cuadrados, milimétricamente amueblado, le parecía deliciosamente absurdo.

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